martes, 28 de octubre de 2008

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sábado, 25 de octubre de 2008

Vanguardismo: Ultraísmo, Surrealismo, Futurismo

Vanguardismo
Conjunto de las escuelas o tendencias artísticas, nacidas en el siglo XX, tales como el cubismo, el ultraísmo, etc., con intención renovadora, de avance y exploración.

Ultraísmo
Ultraísmo, movimiento poético de vanguardia surgido de las tertulias que iniciara Rafael Cansinos-Assens en el Café Colonial de Madrid a finales de 1918 y como reacción contra el amaneramiento de los seguidores del modernismo de Rubén Darío.
Así lo explica un ultraísta como Guillermo de Torre: “como una violenta reacción contra la era del rubenianismo agonizante y toda su anexa cohorte de cantores fáciles que habían llegado a formar un género híbrido y confuso, especie de bisutería poética, producto de feria para las revistas burguesas”. Opinión semejante tiene Jorge Luis Borges, quien, no obstante, acabará renegando de sus orígenes ultraístas.
Fue importante en su gestación, además, el paso del poeta chileno Vicente Huidobro y su defensa del creacionismo. El movimiento se difundió a través de varias revistas, entre las que se encuentran Los Quijotes, Grecia, Cervantes, Ultra, Cosmópolis, Horizonte, Vértices, entre otras. Además de los antecedentes españoles, entre los que se mencionan a Ramón Gómez de la Serna y Juan Ramón Jiménez, es importante destacar la relación del ultraísmo con los movimientos coetáneos de vanguardia: el futurismo, el cubismo, el dadaísmo.
Son sus rasgos fundamentales: la condensación metafórica; la eliminación de nexos inútiles; el avance de la “imagen refleja o simple”, según los comentarios de Gerardo Diego, hacia la “imagen múltiple”, que supone la identificación más plena entre poesía y música; el valor plástico de la disposición tipográfica, herencia directa de los caligramas de Apollinaire. Los poetas ultraístas más notorios fueron, además de los ya citados: Juan Larrea, Pedro Garfias, Adriano del Valle, Eugenio Montes, José Rivas Panedas, Rafael Lasso de la Vega, Isaac del Vando-Villar, entre otros. El movimiento quedó disuelto al dejar de publicarse públicamente la revista Ultra en la primavera de 1922. Dámaso Alonso, aunque lapidario en su crítica —”no pudiendo dominar un ritmo nuevo, eludió todo ritmo y fue a abandonarse en las más plebeyas coplerías”—, no deja de reconocer que no puede entenderse la poesía posterior sin tener en cuenta el ultraísmo.

Surrealismo
Surrealismo (literatura) (superrealismo o suprarrealismo, para quienes prefieren una versión más precisa del francés sur-réalisme) lanzó su primer manifiesto en 1924, firmado por André Breton, Louis Aragon, Paul Eluard, Benjamin Péret, entre otros. Allí es definido como "automatismo psíquico puro" que intenta expresar "el funcionamiento real del pensamiento". La importancia del mundo del inconsciente y el poder revelador y transformador de los sueños conectan al surrealismo con los principios del psicoanálisis. En una primera etapa, el movimiento buscó conciliar psicoanálisis y marxismo, y se propuso romper con todo convencionalismo mental y artístico. En España no llegó a constituir una escuela aunque muchos escritores, aun los que han negado su adscripción al movimiento, reflejan la influencia de la estética surrealista. Según Luis Cernuda, pueden considerarse surrealistas obras como Poeta en Nueva York (a la que habría que agregar obras teatrales como Así que pasen cinco años, El público y Comedia sin título) de Federico García Lorca; Sobre los ángeles de Rafael Alberti; y, sobre todo, Espadas como labios, Pasión de la tierra y La destrucción o el amor de Vicente Aleixandre. El surrealismo tuvo gran difusión en las islas Canarias, donde sobresalen Pedro García Cabrera (1906-1981), autor de Transparencias fugadas y Entre la guerra y tú, y Agustín Espinosa (1897-1939), quien, en Crimen (1934 fue el año de su publicación definitiva), transita géneros literarios diversos: novela, poema, relato breve, diario. En Cataluña, cabe mencionar a J.V. Foix y Juan Eduardo Cirlot. En los países hispanoamericanos también tuvo eco el movimiento surrealista: Pablo Neruda en Chile, quien pasó por Madrid en 1935 y lanzó su manifiesto "Sobre una poesía sin pureza"; Olga Orozco y Enrique Molina en Argentina; César Vallejo en Perú, a pesar de su condena de Breton por el abandono del marxismo; en Cuba Alejo Carpentier, quien elogia la aparición del surrealismo como una victoria sobre el supuesto escepticismo de las nuevas generaciones; en México Octavio Paz, quien ha sabido incorporar en sus reflexiones sobre la imagen y la creación literaria los hallazgos del surrealismo. Tanto en España como en la mayor parte de los países hispanoamericanos, florecieron movimientos literarios que reflejaron o recrearon las vanguardias literarias de las primeras décadas del siglo XX. En mayo de 1968, en Francia, se recuperaron como consignas y guías para la acción muchas frases surrealistas, especialmente las que destacan el poder revolucionario del sueño. Julio Cortázar las ha recogido en Último Round: "El sueño es realidad"; "Sean realistas: pidan lo imposible"; "¡Abajo el realismo socialista! ¡Viva el surrealismo!; "Hay que explorar sistemáticamente el azar"; "Durmiendo se trabaja mejor: formen comités de sueños".

Futurismo
Futurismo, movimiento artístico de comienzos del siglo XX que rechazó la estética tradicional e intentó ensalzar la vida contemporánea, basándose en sus dos temas dominantes: la máquina y el movimiento. El poeta italiano Filippo Tommaso Marinetti recopiló y publicó los principios del futurismo en el manifiesto de 1909. Al año siguiente los artistas italianos Giacomo Balla, Umberto Boccioni, Carlo Carrà, Luigi Russolo y Gino Severini firmaron el Manifiesto del futurismo.
El futurismo se caracterizó por el intento de captar la sensación de movimiento. Para ello superpuso acciones consecutivas, una especie de fotografía estroboscópica o una serie de fotografías tomadas a gran velocidad e impresas en un solo plano. Ejemplos destacados son el Jeroglífico dinámico de Bal Tabarin (1912, Museo de Arte Moderno, Nueva York) y el Tren suburbano (1915, Colección Richard S. Zeisler, Nueva York), ambos de Gino Severini. Aunque el futurismo tuvo una corta existencia, aproximadamente hasta 1914, su influencia se aprecia en las obras de Marcel Duchamp, Fernand Léger y Robert Delaunay en París, así como en el constructivismo ruso.
Dadaísmo
Dadá o Dadaísmo, movimiento que abarca todos los géneros artísticos y es la expresión de una protesta nihilista contra la totalidad de los aspectos de la cultura occidental, en especial contra el militarismo existente durante la I Guerra Mundial e inmediatamente después. Se dice que el término dada (palabra francesa que significa caballito de juguete) fue elegido por el editor, ensayista y poeta rumano Tristan Tzara, al abrir al azar un diccionario en una de las reuniones que el grupo celebraba en el cabaret Voltaire de Zurich. El movimiento Dadá fue fundado en 1916 por Tzara, el escritor alemán Hugo Ball, el artista alsaciano Jean Arp y otros intelectuales que vivían en Zurich (Suiza), al mismo tiempo que se producía en Nueva York una revolución contra el arte convencional liderada por Man Ray, Marcel Duchamp y Francis Picabia. En París inspiraría más tarde el surrealismo. Tras la I Guerra Mundial el movimiento se extendió hacia Alemania y muchos de los integrantes del grupo de Zurich se unieron a los dadaístas franceses de París. En 1922 el grupo de París se desintegró.
Con el fin de expresar el rechazo de todos los valores sociales y estéticos del momento, y todo tipo de codificación, los dadaístas recurrían con frecuencia a la utilización de métodos artísticos y literarios deliberadamente incomprensibles, que se apoyaban en lo absurdo e irracional. Sus representaciones teatrales y sus manifiestos buscaban impactar o dejar perplejo al público con el objetivo de que éste reconsiderara los valores estéticos establecidos. Para ello utilizaban nuevos materiales, como los de desecho encontrados en la calle, y nuevos métodos, como la inclusión del azar para determinar los elementos de las obras. El pintor y escritor alemán Kurt Schwitters destacó por sus collages realizados con papel usado y otros materiales similares. El artista francés Marcel Duchamp expuso como obras de arte productos comerciales corrientes —un secador de botellas y un urinario— a los que denominó ready-mades. Aunque los dadaístas utilizaron técnicas revolucionarias, sus ideas contra las normas se basaban en una profunda creencia, derivada de la tradición romántica, en la bondad intrínseca de la humanidad cuando no ha sido corrompida por la sociedad.
Como movimiento, el Dadá decayó en la década de 1920 y algunos de sus miembros se convirtieron en figuras destacadas de otros movimientos artísticos modernos, especialmente del surrealismo. A mitad de la década de 1950 volvió a surgir en Nueva York cierto interés por el Dadá entre los compositores, escritores y artistas, que produjeron obras de características similares.

Paul Eluard - El espejo de un momento

El Espejo de un Momento
Paul Eluard

Él disipa el día,
Él muestra a los hombres las imágenes desligadas de la apariencia,
Él quita a los hombres la posibilidad de distraerse,
Él es duro como la piedra,
La piedra informe,
La piedra del movimiento y de la vista,
Y Tiene tal resplandor que todas las armaduras y todas las máscaras quedan falseadas.
Lo que la mano ha tomado ni siquiera se digna tomar la forma de la mano,
Lo que ha sido comprendido ya no existe,
El pájaro se ha confundido con el viento,
El cielo con su verdad,
El hombre con su realidad.

Pablo Neruda - "Walking around"

Walking Around
Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
Navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tapias mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos
ateridos, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.

Pablo Neruda

Pablo Neruda - Biografía

Pablo Neruda
Pablo Neruda (1904-1973), seudónimo, después nombre legal, de Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, poeta chileno considerado una de las máximas figuras de la poesía escrita en lengua española durante el siglo XX, galardonado con el Premio Nobel.
Nacido en el Parral, era hijo de un ferroviario y una maestra de escuela. Huérfano de madre al poco tiempo de nacer, su familia se trasladó a la ciudad de Temuco. De 1910 a 1920 realizó estudios en el Liceo de Hombres y se dedicó a escribir poesía en diversos diarios y revistas. Fue en 1920 cuando comenzaría a utilizar el seudónimo con el que pasaría a la posteridad. La gran escritora chilena Gabriela Mistral, que en aquella época dirigía el vecino Liceo de Niñas, lo inició en el conocimiento de los novelistas rusos, que el poeta admiró toda su vida. En 1921 se trasladó a Santiago para estudiar pedagogía francesa en la Universidad de Chile; sin embargo, abandonó los estudios poco después.
Su primer libro, cuyos gastos de publicación sufragó él mismo con la colaboración de amigos, fue Crepusculario (1923). Al año siguiente, su obra Veinte poemas de amor y una canción desesperada se convirtió en un éxito de ventas (ha superado el millón de ejemplares) y lo situó como uno de los poetas más destacados de Latinoamérica. Entre las numerosas obras que le siguieron destacan: Residencia en la tierra (1933-1935), poemas impregnados de trágica desesperación ante la visión de la existencia del hombre en un mundo que se destruye, Tercera residencia (1947) y Canto general (1950), poema épico-social en el que retrata a Latinoamérica desde sus orígenes precolombinos y que fue ilustrada por los famosos muralistas mexicanos Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Después publicaría: Odas elementales (1954-1957), Estravagario (1958), Cien sonetos de amor (1959), Memorial de Isla Negra (1964), Fulgor y muerte de Joaquín Murieta (1967), Las piedras del cielo (1971) y La espada encendida (1972). Como obra póstuma, el mismo año de su fallecimiento se publicaron sus memorias Confieso que he vivido.
En reconocimiento a su valor literario fue incorporado al cuerpo consular chileno y, entre 1927 y 1944, representó a su nación en diversos países de Asia y Latinoamérica, y en España. De ideas políticas izquierdistas, fue miembro del Partido Comunista chileno y senador entre 1945 y 1948. En el año 1970 fue designado candidato a la presidencia de Chile por su partido, pero renunció en favor de su amigo Salvador Allende y fue nombrado embajador en Francia, cargo que desempeñó durante 1971 y 1972. Un año después, gravemente enfermo, regresó a Chile.
Neruda ganó numerosos premios a lo largo de su vida; los más importantes fueron: el Premio Nacional de Literatura, que recibió en 1945; el Premio Lenin de la Paz, en 1953, y el Premio Nobel de Literatura, en 1971. Poeta de enorme imaginación, fue simbolista en sus comienzos, para unirse posteriormente al surrealismo y derivar, finalmente, hacia el realismo, sustituyendo la estructura tradicional de la poesía por unas formas expresivas más asequibles. Su influencia sobre los poetas de habla hispana ha sido incalculable y su reputación internacional supera los límites de la lengua.

César Vallejo - Análisis de "A mi hermano Miguel"

“LOS HERALDOS NEGROS”
“A MI HERMANO MIGUEL”

CÉSAR VALLEJO


MIGUEL AMBROSIO, EL PENÚLTIMO DE LOS HERMANOS VALLEJO Y POR CONSIGUIENTE DE NO MUCHA MÁS EDAD QUE CÉSAR, MURIÓ EL 22 DE AGOSTO DE 1915. AL AÑO SIGUIENTE, EL POETA COMPUSO EL SONETO “A MI HERMANO MUERTO”, QUE FUE PUBLICADO EN AGOSTO DE 1917 EN “CULTURA INFANTIL”. EN AGOSTO DE 1918 ESCRIBE “A MI HERMANO MIGUEL” ANTES DE QUE FALLECIERA SU MADRE.

EL POEMA ESTÁ PRECEDIDO DE UN ACÁPITE: “IN MEMORIAM”

EL POEMA ES UN DIÁLOGO QUE INTENTA EL HABLANTE CON UN INTERLOCUTOR QUE ESTÁ AUSENTE, Y QUE EL TEXTO MISMO (EL DISCURSO POÉTICO) REVELA, EN EL VOCATIVO INICIAL “HERMANO”, Y EN EL NOMBRE DE AQUEL, “MIGUEL”.

EN LA ÚLTIMA ESTROFA, DE SÓLO DOS VERSOS, AGREGA LA EXPRESIÓN “OYE”, QUE FUNCIONA SÓLO PARA ESTABLECER UN CONTACTO (FUNCIÓN FÁTICA) Y QUE NO ENCUENTRA RESPUESTA. EN EL VERSO SIGUIENTE, DESPUÉS DE LA SEGUNDA CESURA, EL HABLANTE FORMULA UN “BUENO?” QUE CONVOCA A LA MISMA VOZ, PARA AGREGAR, EN OPOSICIÓN A LOS VERSOS 3 Y 4, “PUEDE INQUIETARSE MAMÁ”.

ASISTIMOS ASÍ A UN TEXTO QUE ES UN DISCURSO (RECREA EL HABLA COLOQUIAL, CON LAS DESARTICULACIONES PROPIAS DE LA MISMA, EN LA QUE SE MEZCLAN TIEMPOS Y EVOCACIONES) Y QUEDA ENMARCADO POR UNA APELACIÓN INICIAL QUE ABRE LA EXPECTATIVA, Y SE CIERRA CON UNA NUEVA APELACIÓN MÁS URGENTE, QUE SE VUELVE DOLOROSA POR EL SILENCIO QUE A ELLA CONTINÚA, Y PORQUE REMITE AL ACÁPITE DEL POEMA, QUE AUNQUE ES ANTICIPO DEL TEXTO POÉTICO, ADQUIERE SU DIMENSIÓN TRÁGICA EN EL SILENCIO DE ESE HERMANO AUSENTE: SILENCIO DE LA VOZ, PÁGINA EN BLANCO.

EL TONO COLOQUIAL MANTIENE, EN TANTO POEMA, UN RITMO QUE LO IDENTIFICA COMO TAL, Y QUE EN EL JUEGO DE RIMAS CONSONANTES Y ASONANTES, ENLAZA SONORIDADES QUE SE UBICAN ESTRATÉGICAMENTE EN LAS ESTROFAS PARA ESTABLECER, ASÍ, UNA CADENCIA DE SONIDOS QUE, COMO ECOS, SE VAN SUCEDIENDO, Y QUE ENFATIZAN, EN LOS DIECINUEVE VERSOS DEL TEXTO, DETERMINADAS SONORIDADES Y SIGNIFICACIONES.

LA PRIMERA ESTROFA, APOYADA EN LA ASONANCIA –AA, VERSOS 1 Y 3, SE VERBALIZA EN UN PRESENTE QUE ALUDE A LA SITUACIÓN CONCRETA DEL HABLANTE: “HOY ESTOY EN EL POYO DE LA CASA / DONDE NOS HACES UNA FALTA SIN FONDO!”. LA EXPRESIÓN “SIN FONDO” VISUALIZA LA ABSTRACCIÓN “FALTA” (AUSENCIA), DANDO ASÍ LA DIMENSIÓN DE LA CARENCIA QUE PARA TODOS (“NOS”) SIGNIFICA AQUELLA. EN ESE PRESENTE EMERGE (“ME ACUERDO”) UN HECHO QUE ENTRA EN LA CATEGORÍA DEL PASADO, PORQUE, ALUDE, SIN DUDA, A LA INFANCIA, CON TODA LA EMOCIÓN QUE COMPORTA LA FIGURA MATERNA, LA CARICIA, LA EXPRESIÓN ENTRECORTADA POR LOS PUNTOS SUSPENSIVOS Y QUE ACTUALIZA EN EL ESTILO DIRECTO LA PRESENCIA DE LA MADRE. EL RECUERDO EN ESTA ESTROFA ES UNA POSIBILIDAD DE ACTUALIZAR LO VIVIDO. LA CONSTRUCCIÓN SINTÁCTICA EVOCA EL LENGUAJE COLOQUIAL EN LA SUPRESIÓN DEL TÉRMINO DE ENLACE “A”: “JUGÁBAMOS (A) ESTA HORA”.

TODA EVOCACIÓN DE LA INFANCIA PROVOCA EN EL SUJETO EVOCADOR UN SENTIMIENTO DE NOSTALGIA CUANDO VA ACOMPAÑADO DE FELICIDAD PERIMIDA, EN ESTE CASO CONNOTADA POR EL JUEGO; EN LA ESTROFA HAY ELEMENTOS QUE ACUMULAN UN TONO INQUIETANTE: “NOS HACES UNA FALTA SIN FONDO”, CUYO SENTIDO DE AUSENCIA SE ACENTÚA POR LA PRESENCIA DEL ACÁPITE.

LA SEGUNDA ESTROFA INTRODUCE EL JUEGO EN EL PRESENTE (AQUEL QUE EN LO VERSOS 3 Y 4 ERA PASADO), Y SE CONSTRUYE LA MAYOR PARTE DE LA MISMA (VERSOS 5 A 9) EN ESA REALIDAD QUE LA EXPRESIÓN “AHORA” HACE CONTEMPORÁNEA DEL “HOY”, O, PRECISANDO AUN MÁS LA TEMPORALIDAD, EL “AHORA” COMO PARTE DE ESE “HOY”.

EL HECHO REALIZADO POR EL SUJETO DEL POEMA TIENE SU PARALELO EN EL PASADO CON EL QUE SE COTEJA (“COMO ANTES” V. 6).

LA ESPERANZADA INOCENCIA INFANTIL (“ESPERO QUE TÚ NO DES CONMIGO”) TIENE SU CONTRAPARTIDA TRÁGICA EN LA TERCERA ESTROFA, DONDE AFLORA UNA SITUACIÓN TAMBIÉN EVOCADA: ES UN JUEGO EN EL QUE HACE FALTA LA ALEGRÍA. EN EL JUEGO DE LA SEGUNDA ESTROFA SE RECONSTRUYE TODA LA CASA: “POR LA SALA, EL ZAGUÁN, LOS CORREDORES”, ESPACIO QUE PUEDE VERSE COMO LUGAR MÍTICO, YA QUE ES EL ESPACIO – ESCONDITE DEL HERMANO, ANTICIPANDO ASÍ SU PERMANENCIA A PESAR DE LA PARTIDA. EL JUEGO FLUCTÚA EN ESE ESCONDERSE UNO Y OTRO, Y EN EL FINAL DE LA ESTROFA, Vv. 10 Y 11, EL LLANTO QUE SE EVOCA (“ME ACUERDO”) REMITE AL PASADO POR EL USO DE UN TIEMPO VERBAL, PRETÉRITO IMPERFECTO, QUE PROLONGA LA ACCIÓN EN EL TIEMPO Y QUE INVOLUCRA A AMBOS HERMANOS: “NOS HACÍAMOS LLORAR / EN AQUEL JUEGO”.

LA SEGUNDA ESTROFA SE ENLAZA POR LA CONSONANCIA DEL VERSO 5 CON EL 2 DE LA PRIMERA; ESTA CONSONANCIA SE IMPONE A LA SONORIDAD ASONANTE DE LOS VERSOS 1 Y 3, QUE ENCUENTRA, PARALELAMENTE, SU “ESPEJO” EN LOS VERSOS 17 Y 19.

LAS EXPRESIONES ENLAZADAS POR ESA COINCIDENCIA RÍMEA SON SIGNIFICATIVAS: CASA, MAMÁ (1 Y 3); ALMA, MAMÁ (17 Y 19). ESA ASONANCIA, SI BIEN ES MENOS NOTORIA EN EL ESPACIO DE LA PRIMERA ESTROFA, PERDURA AL REAPARECER EN LOS VERSOS QUE CONCLUYEN EL POEMA, ENFATIZANDO ASÍ LA ALUSIÓN A LA FIGURA MATERNA QUE ES LA INTERMEDIARIA EN EL LLAMADO FINAL QUE HACE EL YO LÍRICO AL INTERLOCUTOR AUSENTE. Y ENFATIZA TAMBIÉN LA RELACIÓN “ALMA” – “CASA”, EXPRESIONES QUE SON , PARA EL ESTRUCTURADOR DEL DISCURSO, PUNTOS EN LOS QUE SE ASIENTA EL RECUERDO DEL HERMANO MUERTO; PARA EL POETA CÉSAR VALLEJO LA CASA SERÁ ESENCIALMENTE EL LUGAR EVOCADO COMO ESPACIO DE AMOR, Y EL ALMA (CORAZÓN, PENSAMIENTO O RECUERDO) EL ESPACIO CORPORAL DE LOS AFECTOS.

LA DISTANCIA ENTRE EL JUEGO PRESENTE DE LA SEGUNDA ESTROFA Y LA REALIDAD, SE INTRODUCE A PARTIR DE LAS EXPRESIONES “COMO ANTES” Y “AQUEL JUEGO” QUE ESTABLECE LA FLUCTUACIÓN TEMPORAL EN TANTO EL PRESENTE “AHORA” UBICA EN EL HOY, PERO REMITE A UN PASADO QUE ES EL QUE QUEDARÁ RELEGADO A UN SEGUNDO PLANO EN LA TERCERA ESTROFA. LA RIMA CONSONANTE SE PRODUCE ENTRE VERSOS DE LA MISMA ESTROFA (7 Y 9), Y ENLAZA POR LA CONSONANCIA CON LA ESTROFA SIGUIENTE (11 Y 13).

EN LA TERCERA ESTROFA EL VOCATIVO “MIGUEL” INDICA A QUIÉN SE HABLA. AUNQUE SE MANTIENE EL CARÁCTER DIALOGAL, SE HA PRODUCIDO UN DISTANCIAMIENTO EN TANTO AQUELLA ADQUIERE TONO INFORMATIVO QUE TRASCIENDE AL INTERLOCUTOR NOMBRADO PORQUE PROVEE DE DATOS AL LECTOR DEL POEMA. NOS ENTERAMOS ASÍ DEL HACHO CONCRETO: “TÚ TE ESCONDISTE / UNA NOCHE DE AGOSTO, AL ALBOREAR”, ESTABLECIÉNDOSE LA PRIMERA DIFERENCIA CON EL PRESENTE QUE TAMBI{EN OCURRE EN EL TIEMPO SIMILAR, “ESTA HORA”.

LA ALEGRÍA DEL JUEGO DA PASO A LA EVOCACIÓN, “PERO, EN VEZ DE OCULTARTE RIENDO, ESTABAS TRISTE”. LOS VERSOS FINALES DE LA ESTROFA ACERCAN EL DOLOR DEL YO LÍRICO, SEÑALADO EN ESE “GEMELO CORAZÓN DE ESAS TARDES / EXTINTAS SE HA ABURRIDO DE NO ENCONTRARTE”. LA REFERENCIA TEMPORAL APORTA EL ELEMENTO CLAVE PARA ESTABLECER LA DISTANCIA ENTRE PASADO Y PRESENTE; PERO TAMBIÉN, EN UN NIVEL PERSONAL, SUBJETIVO, DESLINDA EN EL YO LIRICO LO DESEADO, QUE SE FUNDE CON LA EVOCACIÓN, Y LA REALIDAD, QUE DEVUELVE UNA MOMENTÁNEA ILUSIÓN TEMPORAL: “ORACIONES VESPERTINAS” SUSTITUIDAS EN EL DISCURSO LITERARIO POR “NOCHE DE AGOSTO AL ALBOREAR”. EN SU DOLOROSA REALIDAD REMITE A “ESTAS ORACIONES VESPERTINAS”, SE VUELVE A ELLAS Y SE TOMA CONCIENCIA DE LA FALTA, SE TORNA AL “HOY”. SE PRODUCE ENTONCES OTRO HIATI ENTRE EL “HOY” Y EL “AHORA”, ESTE ÚLTIMO, UN ESPACIO TEMPORAL INMEDIATO, ILUSORIO: DESEO, ENSOÑACIÓN EN UNA REALIDAD MAYOR. LA ILUSIÓN LIBERA AL HABLANTE DE LA REALIDAD (“NOS HACES UNA FALTA SIN FONDO”) MOMENTANEA.
EL DISCURRIR DEL PENSAMIENTO VERBALIZADO TRANSITA TIEMPOS Y FLUCTUA ENTRE EL PASADO Y EL PRESENTE, Y EN ÉSTE, CREA UN ESPACIO PARA LIBERAR AL YO LIRICO POR IMÁGENES QUE VIENEN DEL TIEMPO LEJANO: UNA ZONA DE FELICIDAD QUE ES LA DEL JUEGO. EN EL JUEGO CON EL HERMANO, AQUEL DERIVA A UN MOMENTO CONCRETO, AUN ESCONDERSE EN OTRA HORA (LA DEL ALBA), CON UNA ACTITUD DISTINTA; DE ALLÍ LA PALABRA (EL PENSAMIENTO) VUELVE A LA REALIDAD ACTUAL: “Y YA / CAE SOMBRA EN EL ALMA” LA PRESENCIA DEL ADVERBIO TEMPORAL SE VINCULA CON LA VUELTA AL “HOY”: LA NOCHE IMPONIÉNDOSE A LA TARDE.

“Y TU GEMELO CORAZÓN DE ESAS TARDES / EXTINTAS SE HA ABURRIDO DE NO ENCONTRARTE”, SI EL ABURRIMIENTO ES UN HECHO LÓGICO EN EL JUEGO, EN EL TEXTO, ES, POR SU NIMIEDAD, CONTRASTE VIOLENTO CON LA IMAGEN QUE LE SIGUE, VERSO 17.

LA ESTROFA FINAL, EN LA QUE SE APELA AL HERMANO Y SE LE RUEGA QUE NO TARDE, CIERRA EL POEMA CON LA EXPECTATIVA DE LO QUE ESPERA RESPUESTA Y QUEDA AHÍ, EN LA PÁGINA Y EN LA VOZ, EN UN SILENCIO DEFINITIVO QUE ES EL QUE SE PRESIENTE DESDE EL ACÁPITE.

EN EL POEMA, LA SUCESIÓN Y SUPERPOSICIÓN DE TIEMPOS DISTINTOS ES UN JUEGO QUE MEZCLA ALEGRÍA Y PESAR, PRESENCIA Y AUSENCIA, Y QUE EN LOS VERSOS FINALES (18 Y 19) VUELVE AL JUEGO COMO UNA NECESIDAD DEL SOÑAR LIBERADOR. QUEDA SÓLO LA FUNCIÓN FÁTICA DEL LENGUAJE. AL NO ENCONTRAR RESPUESTA, DEVENDRÁ, LO SABEMOS, SOMBRA QUE CAE SOBRE EL ALMA, Y ADQUIRIRÁ TODO SU SENTIDO DOLOROSO, EL ACÁPITE.

César Vallejo - Biografía

César Vallejo
César Vallejo (1892-1938), sin discusión, el poeta peruano más grande de todos los tiempos, una figura capital de la poesía hispanoamericana del siglo XX —al lado de Neruda y Huidobro— y una de las voces más originales de la lengua española. Su complejo mundo poético se distingue por un profundo arraigo al ámbito familiar; las experiencias del dolor cotidiano y la muerte; la visión del mundo como un lugar penitencial sin certeza de salvación; la solidaridad con los pobres y desamparados del sistema capitalista; y la fe en la utopía revolucionaria prometida a los hombres por el marxismo. En diversas etapas de su obra se notan los influjos del modernismo, la vanguardia, el indigenismo, la poesía social y el impacto de acontecimientos históricos, como la Guerra Civil española.
Nació en Santiago de Chuco, en la zona andina norte del Perú, en el seno de una familia con raíces españolas e indígenas. Desde niño conoció la miseria, pero también el calor del hogar, lejos del cual sentía una incurable orfandad. Estudió en la Universidad de Trujillo, ciudad donde recibió el estímulo de "la bohemia" local formada por periodistas, escritores y políticos rebeldes. Allí publicó sus primeros poemas antes de llegar a Lima a fines de 1917. En esta ciudad aparece su primer libro, Los heraldos negros (impreso en 1918, circula en 1919), uno de los más representativos ejemplos del posmodernismo, tras las huellas de Leopoldo Lugones y Julio Herrera y Reissig. En 1920 hace una visita a su pueblo natal, donde se ve envuelto en unos disturbios que lo llevarán a la cárcel por unos tres meses; esta experiencia tendrá una crítica y permanente influencia en su vida y obra, y se refleja de modo muy directo en varios poemas de su siguiente libro, Trilce (1922). Se considera esta obra como un momento fundamental en la renovación del lenguaje poético hispanoamericano, pues en ella vemos a Vallejo apartándose de los modelos tradicionales que hasta entonces había seguido, incorporando algunas novedades de la vanguardia y realizando una angustiosa y desconcertante inmersión en los abismos de la condición humana que nunca antes habían sido explorados.
Al año siguiente parte para París, donde permanecerá (con algunos viajes a la Unión Soviética, España y otros países europeos) hasta el fin de sus días. Los años parisinos fueron de extrema pobreza y de intenso sufrimiento físico y moral. Participa con amigos como Huidobro, Gerardo Diego, Juan Larrea y Juan Gris en actividades de sesgo vanguardista, pero pronto abjura de su propio Trilce y hacia 1927 aparece firmemente comprometido con el marxismo y su activismo intelectual y político. Escribe artículos para periódicos y revistas, piezas teatrales, relatos y ensayos de intención propagandística, como Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin (1931). Inscrito en el Partido Comunista de España (1931) y nombrado corresponsal, sigue de cerca las acciones de la Guerra Civil y escribe su poema más político: España, aparta de mí este cáliz, que aparece en 1939 impreso por soldados del ejército republicano. Toda la obra poética escrita en París, y que Vallejo publicó parcamente en diversas revistas, aparecería póstumamente en esa ciudad con el título Poemas humanos (1939). En esta producción es visible su esfuerzo por superar el vacío y el nihilismo de Trilce y por incorporar elementos históricos y de la realidad concreta (peruana, europea, universal) con los que pretende manifestar una apasionada fe en la lucha de los hombres por la justicia y la solidaridad social.

Gabriel García Márquez - El rastro de tu sangre en la nieve

EL RASTRO DE TU SANGRE EN LA NIEVE
Gabriel García Márquez

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para compro bar que los retratos se parecían a las caras.
Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Avila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella y casi tan bello y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.
Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Hendaya, del lado francés. Pero los guardias s de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llama-ban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento: Merde! Allez-,. es pece de con!
Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por cos-tumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.
-¿Es algo grave? -preguntó.
-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.
Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyen-do, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre. Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del Arzobispo Primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Chattelai-nie, en Stblaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domin-go de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cade-na de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertene-cían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.
-Los he visto más grandes y más firmes- dijo, dominando el terror, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.
En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada cuntemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón) era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. “Suena como un buque había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacia por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música “No me importa qué instrumento toques –le decía- con tal de que lo toques con las piernas cerradas”. Pero fueron esos ares de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de des apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escom-bros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no hablan tenido tiempo de conocer.
Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro lumino-so, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.
La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificia-les. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.
-Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.
En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por ~ el coche, que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.
Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salie-ron de la casa del embajador después del almuerzo para empren-der el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.
Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando abandonaron a Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embaja-dor, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo incons-ciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.
-Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas mane-jando sin comer nada.
Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.
-Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.
Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en -Madrid, y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.
-Los machos no comen dulces -dijo.
Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. "No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.
-Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.
Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.
-Ya será mejor esperar hasta París –dijo Nena Daconte. Nena Daconte.
- Bien calenticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.
-Es la primera vez que me fallas -dijo él.
-Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados. Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto.
Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, conven-cida de que el aire glacial de las sementeras tenia virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. “Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto natural. "sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.
-Imagínate -dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?
No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París el dedo era un manantial incontenible, y ella- sintió de veras- que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.
-Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo. -Sigue de por la avenida del general Leclerc, que es
la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.
Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del general Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las boci-nas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.
Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfer--Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras -Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.
Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su mirada una sonrisa lívida.
-No te asustes- le dijo, con su humor invencible. -Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.
El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático.
--No, muchachos- dijo. -Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.
Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.
-Usted no- le dijo. -Va para cuidados intensivos-. Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.
-Doctor- le dijo. -Ella está encinta.
-¿Cuánto tiempo?
-Dos meses.
E1 médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.
Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del hospital. Aque-lla primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí Consiguieron por fin un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.
Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En la acera de enfrente habla un edificio restaurado con un letrero: Hotel Nicole. Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no habla más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los dientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olla a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.
A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encendería. Necesitó media mañana para aprender que con el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empellaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender como pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte. Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo com-probar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encon-trar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de 48 horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un Sán-chez de Avila de los más acendrados que apenas dos anos antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y habla causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una piyama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza. Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna una hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.
Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sándwiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le seria posible ordenar mantequilla ni huevos en -ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empe-zó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta.
Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de im-presionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.
Estaba en el número 22 de la calle Elyseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez de su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcio-nario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas resta-blecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó sin perder la dulzura con que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.
-Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días- concluyó.
-Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.
Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital.
Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descu-brió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca habla leído un libro com-pleto, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella silo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.
El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres a la derecha y los hombres a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y enton-ces lo reconoció.
Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo. Billy Sánchez se quedó perplejo.
En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.
Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instruc-ciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se hicieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al medio-día, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funciona-rio que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él sospechaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez, entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia.
Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.



Gabriel García Márquez

William Faulkner - Biografía

William Faulkner
William Faulkner (1897-1962), uno de los novelistas estadounidenses más importantes de este siglo, famoso por sus cerca de veinte novelas en las que retrata el conflicto trágico entre el viejo y el nuevo sur de su país.
El mayor de cuatro hermanos de una familia tradicional sureña, nació en New Albany (Mississippi) el 25 de septiembre de 1897 y creció en las cercanías de Oxford. En 1915 abandonó el colegio, que detestaba, para trabajar en el banco de su abuelo. En la I Guerra Mundial ingresó en las fuerzas aéreas de Canadá sin llegar nunca a entrar en acción. A su regreso ingresó como veterano en la Universidad de Mississippi, que pronto abandonó para dedicarse a escribir viviendo de trabajos ocasionales.
En 1924 publicó por su cuenta El fauno de mármol, un libro de poemas poco originales. Al año siguiente viajó a Nueva Orleans donde trabajó como periodista y conoció al escritor de cuentos estadounidense Sherwood Anderson, que le ayudó a encontrar un editor para su primera novela, La paga de los soldados (1926), y le convenció para que escribiera acerca de la gente y los lugares que conocía mejor. Esta novela narra la historia de un soldado joven que vuelve a casa después de la I Guerra Mundial, inválido física y mentalmente, y cómo su enfermedad y muerte posterior afectan a su familia y amigos. Después de un breve viaje por Europa volvió a casa y comenzó a escribir su serie de novelas barrocas e inquietantes, ambientadas en el condado ficticio de Yoknapatawpha (inspirado en el condado de Lafayette, Mississippi), habitándolo con sus propios antepasados, indios, negros, oscuros ermitaños provincianos y groseros blancos pobres. En la primera de estas novelas, Sartoris (1929), caracterizó al coronel Sartoris como su propio bisabuelo, William Cuthbert Falkner, soldado, político, constructor ferroviario y escritor (Faulkner repuso la u que habían quitado de su apellido).
El año 1929 fue crucial para Faulkner. A Sartoris siguió El ruido y la furia, novela que confirmó su madurez como escritor. Se casó con el amor de su infancia, Estelle Oldham, decidiendo establecer su casa y fijar su residencia literaria en el pequeño pueblo de Oxford. Aunque sus libros recibieron buenas críticas, sólo se vendió bien Santuario (1931). A pesar del sensacionalismo y brutalidad de la novela —trata de una horrible violación— su trasunto es la corrupción y la fuerza demoledora de la desilusión. Gracias al éxito del libro encontró trabajo, bastante más lucrativo, como guionista de Hollywood, lo que por un tiempo le liberó de escribir las novelas que su poderosa imaginación le dictaba.
Faulkner exige mucho a sus lectores. Para crear una atmósfera determinada, sus frases complejas y enrevesadas se alargan durante más de una página y, jugando con el tiempo de la narración, ensambla relatos, experimenta con múltiples narradores e interrumpe el discurso narrativo con divagantes monólogos interiores. En 1946, el crítico Malcolm Cowley, preocupado porque Faulkner era poco conocido y apreciado, publicó The portable Faulkner, libro que reúne extractos de sus novelas en una secuencia cronológica, dando a la saga de Yoknapatawpha una nueva claridad y poniendo así el genio del escritor al alcance de una nueva generación de lectores.
Esta novela casi experimental creó escuela y las letras hispanas siguieron trabajando el género, como puede descubrirse en la obra del argentinochileno Manuel Rojas y de los mexicanos Juan Rulfo o Carlos Fuentes. El hecho de que tras la Guerra Civil española cayera la censura sobre Faulkner, hizo que su obra —que había empezado a traducirse en 1930— tardara en publicarse de nuevo, pero aun así, muchos escritores tanto en el exilio como en España reflejan su influencia como Luis Martín Santos y, por supuesto, Juan Benet.
Las obras de Faulkner, que habían permanecido durante un largo tiempo lejos de las imprentas, comenzaron a reeditarse y empezó a considerársele no ya como una curiosidad regional sino como un gigante literario cuya mejor escritura iba mucho más allá de las tribulaciones y conflictos de su tierra natal. Sus logros fueron reconocidos internacionalmente en 1949 al concedérsele el Premio Nobel de Literatura. Continuó escribiendo, tanto novelas como cuentos, hasta su muerte en Oxford, el 6 de julio de 1962. Entre sus obras principales se encuentran Mientras agonizo (1930), Luz de agosto (1932), ¡Absalom, Absalom! (1936), Los invictos (1938), El villorrio (1940), Desciende Moisés (1942), Intruso en el polvo (1948), Una fábula (1954, Premio Pulitzer de 1955), La ciudad (1957), La mansión (1959) y Los rateros (1962), también ganadora de un Premio Pulitzer.

Ray Bradbury, El asesino

El asesino
La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina: La viuda alegre. Otra puerta: La siesta de un fauno. Una tercera: Bésame otra vez. Dobló en un corredor. La danza de las espadas lo sepultó bajo címbalos, tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de estaño, todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la muchacha como una mano; ella no lo vio.
La radio pulsera zumbó.
-¿Sí?
-Es Lee, papá. No olvides mi regalo.
-Sí, hijo, sí. Estoy ocupado.
-No quería que te olvidases, papá- dijo la radio pulsera.
Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por los largos pasillos. El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los temas, Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo desde el cielo raso:
-El prisionero en la cámara de entrevistas número nueve.
Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus espaldas.
-Lárguese-dijo el prisionero, sonriendo.
La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche, aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada exhibición de dientes.
-Estoy aquí para ayudarlo- dijo el psiquiatra frunciendo el ceño.
Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El prisionero se rió.
-Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a puntapiés.
Violento, pensó el doctor.
El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave.
-No, sólo con las máquinas que chillan y chillan.
En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólito que era como la amenaza de una tormenta.
-¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a sí mismo El Asesino?
Brock asintió agradablemente.
-Antes de empezar.-Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor- . Es mejor así.
El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato.
-Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo.
-No me importa-sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa lo que pasa!
El hombre tarareó.
-¿Empezamos?-dijo el psiquiatra.
-Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en punto medio. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros el televisor.
-Mmm-dijo el psiquiatra.
-Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña de luces que cae al piso.
-Linda imagen.
-Gracias, siempre soñé con ser escritor.
-¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono?
-Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le ocurría, dejaba que la personalidad de no fuese por sus cables. Si no lo quería así, lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo salía una voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad. Es fácil decir alguna inconveniencia cuando se habla por teléfono; el teléfono cambia el significado de las frases. Y al fin uno se entera del hecho que se ha ganado un enemigo. Luego, por supuesto, el teléfono es algo tan conveniente. Ahí está, exigiendo que uno llame a alguien que no quiere que lo llamen. Mis amigos estaban siempre llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada. Cuando no era el teléfono, era la televisión, la radio, el fonógrafo. Cuando no era la televisión, la radio o el fonógrafo eran las películas en el cine de la esquina, películas proyectadas en nubes bajas, con publicidad. Ya no llueve más agua, llueve espuma de jabón. Cuando no eran los anuncios en nubes de alta visibilidad, era la música de Mozzek en todos los restaurantes; música y anuncios en los ómnibuses que me llevaban al trabajo. Cuando no era la música, eran los intercomunicadores de la oficina, y la cámara de horror de una radio pulsera desde donde mis amigos y mi mujer me llamaban cada cinco minutos. ¿Qué hay en esas conveniencias que las hace parecer tan tentadoramente convenientes? El hombre común piensa: Aquí estoy, dispongo de tiempo, y aquí en mi muñeca hay un teléfono pulsera. ¿Por qué no llamar al viejo Joe, eh? «¡Hola, hola!» Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer, la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: «¿Dónde estás ahora, querido?», y un amigo me llama y dice: «¿Conoces este chiste verde? Parece que una vez un tipo...» Y un desconocido me llama y grita: «Esta es la encuesta Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante?» ¡Bueno!
-¿Cómo se sentía durante la semana?
-Al borde del precipicio. Aquella misma mañana hice eso en la oficina.
-¿Qué fue?
-Eché un vaso de agua en el intercomunicador. El psiquiatra anotó en su libreta
-¿Y el sistema se apagó?
-¡Magníficamente! ¡El cuatro de julio en ruedas! Dios mío, las estenógrafas corrían de un lado a otro como perdidas. ¡Qué confusión!
-¿Se sintió mejor durante un tiempo, eh?
-¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle. Una voz aguda me gritaba: «Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted? » En ese mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera!
-¿Se sintió mejor aún, eh?
-¡Cada vez mejor!-Brock se frotó las manos- . ¿Por qué no iniciar, pensé, una revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas «conveniencias»? «¿Conveniente para quién?», grité. Conveniente para los amigos. «Eh, Al, te llamo desde el bar de Green Hills. Acabo de abrir una botella de whisky, Al. Hermoso día. Ahora estoy tomando unos tragos. ¡Pensé que te gustaría saberlo, Al!» Conveniente para mi oficina, de modo que cuando ando trabajando en mi coche, la radio no pierde el contacto conmigo. ¡Contacto! Palabra tímida. Contacto, demonios. ¡Estrujamiento. Manoseo, mejor. Aporreo y masajeo. Uno no puede dejar el coche sin avisar: «Me he detenido en la estación de gasolina para ir al cuarto de baño.» «Muy bien, Brock, ¡rápido!» «Brock, ¿por qué tarda tanto?» «Lo siento, señor.» «Que no se repita, Brock.» «¡No, señor!» ¿Sabe usted que hice, doctor? Compré un cuarto kilo de helado de chocolate y lo eché en el transmisor de radio del coche.
-¿Tuvo alguna razón especial para echar helado de chocolate en el aparato?
Brock pensó un momento y sonrió.
-Es mi helado favorito.
-Oh-dijo el doctor.
-Pensé, demonios, lo que es bueno para mí es bueno también para el transmisor.
-¿Y por qué echar helado en la radio?
-Hacía calor.
El doctor calló un momento.
-¿Y qué vino luego?
-Luego vino el silencio. Dios, era hermoso. Aquella radio del auto codeando todo el día. Brock, venga aquí, Brock, vaya allá, Brock, llame, Brock, escuche, muy bien, Brock, hora de almorzar, Brock, ha terminado el almuerzo, Brock, Brock, Brock, Brock. Bueno, aquel silencio fue como si me hubiese echado helado en las orejas.
-Parece que le gusta mucho el helado.
-Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche, sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad!
-Continúe.
-Entonces se me ocurrió lo de la máquina portátil de diatermia. Alquilé una, y aquella noche subí con ella al ómnibus que me llevaría a casa. Todos los viajeros hablaban con sus mujeres por la radio pulsera diciendo: «Ahora estoy en la calle Cuarenta y tres, ahora en la Cuarenta y cuatro, aquí estoy en la Cuarenta y nueve, ahora doblamos en la Sesenta y una.» Un marido maldecía: «Bueno, sal de ese bar, maldita sea y vete a casa a preparar la cena. ¡Estoy en la Setenta!» Y una radio de transistores tocaba Cuentos de los bosques de Viena, y un canario cantaba una canción acerca de una sopa de cereales. En ese momento..., ¡encendí mi aparato de diatermia! ¡Estática! ¡Interferencia! Todas las mujeres separadas de los maridos que habían acabado una dura jornada en la oficina. ¡Todos los maridos separados de sus mujeres que acababan de ver cómo sus chicos rompían una ventana! Talé los Bosques de Viena. El canario se atragantó. ¡Silencio! Un terrible, inesperado silencio. Los pasajeros del ómnibus tuvieron que afrontar la posibilidad de conversar entre ellos. ¡El pánico! ¡Un pánico puro y animal!
-¿Se lo llevó la policía?
-El ómnibus tuvo que detenerse. Después de todo, la música había desaparecido, maridos, mujeres habían perdido contacto on la realidad. Un pandemonio, un tumulto, y un caos. ¡Ardillas que chillaban en sus jaulas! Llegó una patrulla, me descubrieron rápidamente, me endilgaron un discurso, me multaron, y me mandaron a casa, sin el aparato de diatermia, en un santiamén.
-Señor Brock, ¿puedo sugerirle que su conducta hasta ese momento no había sido muy... práctica? Si no le gustaban las radios de transistores, o las radios de oficina, o las radios de auto, ¿por qué no se unió a alguna asociación de enemigos de la radio, firmó petitorios, o luchó por normas legales y constitucionales? Al fin y al cabo, estamos en una democracia.
-Y yo-dijo Brock- estoy en lo que se llama una minoría. Me uní a asociaciones, firmé petitorios, llevé el asunto a la justicia. Protesté todos los años. Todos se rieron, todos amaban las radios y los anuncios. Yo estaba fuera de lugar.
-Entonces tenía que haberse conducido como un buen soldado, ¿no le parece? La mayoría manda.
-Pero han ido demasiado lejos. Si un poco de música y «mantenerse en contacto» es agradable, piensan que mucha música y mucho «contacto» será diez veces más agradable. ¡Me volvieron loco! Llegué a casa y encontré a mi mujer histérica. ¿Por qué? Porque había perdido todo contacto conmigo durante medio día. ¿Recuerda que bailé sobre mi radio pulsera? Bueno, aquella noche hice planes para asesinar la casa.
-¿Pero quiere que lo escriba así? ¿Está seguro?
-Es semánticamente exacto. Había que enmudecerla. Mi casa es una de esas casas que hablan, cantan, tararean, informan sobre el tiempo, leen novelas, tintinean, entonan una canción de cuna cuando uno se va a la cama. Una casa que le chilla a uno una ópera en el baño y le enseña español mientras duerme. Una de esas cavernas charlatanas con toda clase de oráculos electrónicos que lo hacen sentirse a uno poco más grande que un dedal, con cocinas que dicen: «Soy una torta de durazno, y estoy a punto» o «Soy un escogido trozo de carne asada, ¡sácame!», y otras cosas semejantes. Con camas que lo mecen a uno y lo sacuden para despertarlo. Una casa que apenas tolera a los seres humanos, se lo aseguro. Una puerta de calle que ladra: «¡Tiene los pies embarrados, señor!» Y el galgo de una válvula de vacío electrónica que lo sigue a uno olfateándolo de cuarto en cuarto, sorbiendo todo fragmento de uña o ceniza que uno deja caer. ¡Jesucristo! ¡Jesucristo!
-Cálmese-sugirió el psiquiatra.
-¿Recuerda aquella canción de Gilbert y Sullivan, Lo he anotado en mi lista, y jamás lo olvidaré? Me pasé la noche anotando quejas. A la mañana siguiente me compré una pistola. Me embarré los zapatos a propósito. Me planté ante la puerta de calle. La puerta chilló: «¡Pies sucios, pies embarrados! ¡Límpiese los pies! ¡Por favor sea aseado!» Le disparé un tiro por el ojo de la cerradura. Corrí a la cocina, donde el horno lloriqueaba: «¡Apáguenme!» En medio de una tortilla mecánica, enmudecí la cocina. O cómo siseó y gritó: «¡Un corto circuito!» Entonces sonó el teléfono, como un murciélago. Lo eché en el sumidero mecánico. Debo declarar aquí que no tengo nada contra el sumidero. Lo siento por él, un dispositivo útil sin duda, que nunca dice una palabra, ronronea como un león soñoliento la mayor parte del tiempo, y digiere nuestros restos. Lo arreglaré. Luego fui y maté el televisor, esa bestia insidiosa, esa Medusa, que petrifica a un billón de personas todas las noches con una fija mirada, esa sirena que llama y canta y promete tanto, y da, al fin y al cabo, tan poco, y yo mismo siempre volviendo a él, volviendo y esperando, hasta que... ¡pum! Como un pavo sin cabeza, mi mujer salió chillando a la calle. Vino la policía. ¡Y aquí estoy!
Brock se echó hacia atrás, feliz, y encendió un cigarrillo.
-¿Y no pensó usted, al cometer esos crímenes, que la radio pulsera, el transmisor, el teléfono, la radio del ómnibus, los intercomunicadores, eran todos alquilados, o pertenecían a algún otro?
-Lo haría otra vez, que Dios me proteja.
El psiquiatra se quedó inmóvil bajo el sol de aquella beatífica sonrisa.
-¿Y no quiere que lo ayude la Oficina de Salud Mental? ¿Está preparado a soportar las consecuencias?
-Esto es sólo el comienzo-dijo el señor Brock- . Soy la vanguardia de unos pocos cansados de ruidos y órdenes y empujones y gritos, y música en todo momento, en todo momento en contacto con alguna voz de alguna parte, haz esto, haz aquello, rápido, rápido, ahora aquí, ahora allá. Ya veremos. La rebelión comienza. ¡Mi nombre hará historia!
- Mmm.
El psiquiatra parecía pensativo.
-Llevará tiempo, por supuesto. Era tan agradable al principio. La sola idea de esas cosas, tan prácticas, era maravillosa. Eran casi juguetes con los que uno podía divertirse. Pero la gente fue demasiado lejos, y se encontró envuelta en una red de la que no podía salir, ni siquiera advertía que estaba dentro. Así que dieron a sus nervios otro nombre «La vida moderna», dijeron. «Tensión», dijeron. Pero recuérdelo, se ha echado la semilla. Me conocen en todo el mundo gracias a la TV, la radio, las películas. Es una ironía. Eso fue hace cinco días. Un billón de personas me conoce. Revise las columnas de las finanzas. Un día notará algo. Quizá hoy mismo. ¡Una alza repentina en las ventas de helado de chocolate!
-Entiendo-dijo el psiquiatra.
-¿Puedo volver a mi hermosa celda privada, donde podré estar solo y en silencio durante seis meses?
-Sí- dijo el psiquiatra en voz baja. -No se preocupe por mí- dijo el señor Brock incorporándose- . Me voy a entretener un tiempo metiéndome ese blando, suave y callado material en las orejas.
-Mmm-dijo el psiquiatra yendo hacia la puerta.
-Saludos-dijo el señor Brock.
-Sí- dijo el psiquiatra.
Apretó el botón oculto de acuerdo con la clave. La puerta se abrió, el psiquiatra salió del cuarto, la puerta se cerró. El psiquiatra atravesó oficinas y corredores. Los primeros veinte metros de su marcha fueron acompañados por El tamboril chino. Luego se oyó Tzigana, Passacaglia y fuga en algo menor, E1 paso del tigre, El amor es como un cigarrillo. Sacó la radio pulsera rota del bolsillo como una mantis religiosa muerta. Entró en su oficina. Sonó un timbre. Una voz llegó desde el cielo raso:
-¿Doctor?
-Acabo de terminar con Brock.
-¿Diagnóstico?
-Parece completamente desorientado, pero jovial. Rehusa aceptar las más simples realidades de su ambiente, y cooperar con ellas.
-¿Pronóstico?
-Indefinido. Lo dejé disfrutando con un trozo de material invisible.
Llamaron tres teléfonos. Un duplicado de su radio pulsera zumbó en un cajón del escritorio como una langosta herida. El intercomunicador lanzó una luz robada y un clic-clic. Llamaron tres teléfonos. El cajón zumbó. Entró música por la puerta abierta. El psiquiatra, tarareando entre dientes, se puso la nueva radio pulsera en la muñeca, abrió el intercomunicador, habló un momento, atendió un teléfono, habló, atendió otro teléfono, habló, atendió un tercer teléfono, habló, tocó el botón de la radio pulsera, habló serenamente y en voz baja, con una cara descansada y tranquila, mientras se oía música y las luces se apagaban y encendían, los dos teléfonos llamaban otra vez, y él movía las manos, y la radio pulsera zumbaba, y los intercomunicadores conversaban, y unas voces hablaban desde el techo. Y así siguió serenamente el resto de una larga y fresca tarde de aire acondicionado; teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera...
Título Original : The Murderer © 1953.

Ray Douglas Bradbury (Biografía)

Ray Bradbury
Ray Bradbury (1920- ), escritor estadounidense de ciencia ficción, conocido ante todo por su novela Fahrenheit 451.
Nació en Waukegan (Illinois), el 22 de agosto de 1920; fue un niño extraordinariamente imaginativo y proclive a sufrir pesadillas y fantasías aterrorizadoras, que después desarrolló en sus escritos. A los doce años empezó a escribir 4 horas diarias. Vendió su primer relato en 1941 y en 1943 se dedicó plenamente a la literatura. Crónicas marcianas (1950), una novela sobre la colonización y conquista de Marte, le consolidó como un autor importante de ficción científica. Esta novela refleja muchos de los temores presentes en la sociedad estadounidense de la década de 1950, principalmente el miedo a una guerra nuclear, el deseo de llevar una vida sencilla y la reacción contra el racismo y la censura.
Entre el resto de su obra destaca El hombre ilustrado (1951), Fahrenheit 451 (1953), ambientada en una sociedad futura donde la palabra escrita está prohibida, y El vino del estío (1957). Bradbury escribió también poesía, obras de teatro y guiones cinematográficos.

Isaac Asimov - Los robots

¿QUÉ ES EL HOMBRE?

Las Tres Leyes de la robótica:
1. Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres huma¬nos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protec¬ción no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.
Keith Harriman, director de investigaciones en Robots y Hombres Mecánicos desde hacía doce años, no estaba seguro de andar por la buena senda. Se relamió sus pálidos labios con la lengua y tuvo la sen¬sación de que la imagen holográfica de la gran Susan Calvin, que lo observaba severamente, nunca había tenido un aspecto tan huraño.
Habitualmente apagaba la imagen de la mayor robotista de la histo¬ria porque lo ponía nervioso. (Se esforzaba por recordar que era sólo una imagen, pero no lo conseguía del todo.) Esta vez no se atrevía a apagarla y la imagen de la difunta lo acuciaba.
Tendría que tomar una medida horrible y degradante.
Frente a él estaba George Diez, tranquilo e imperturbable a pesar de la patente inquietud de Harriman y pese a la imagen brillante de la santa patrona de la robótica.
No hemos tenido oportunidad de hablar de esto, George. Hace poco que estás con nosotros y no he podido verme a solas contigo. Pero ahora me gustaría hablar del asunto con cierto detalle.
Con mucho gusto aceptó George . En el tiempo que llevo en la empresa he llegado a la conclusión de que la crisis se relaciona con las Tres Leyes.
Sí. Conoces las Tres Leyes, por supuesto.
Así es.
Claro, sin duda. Pero profundicemos y examinemos el problema básico. En dos siglos de considerable éxito, esta empresa no ha logrado que los seres humanos acepten a los robots. Hemos colocado robots sólo donde se han de realizar tareas que los seres humanos no pueden realizar o en ámbitos inaceptablemente peligrosos para los seres huma¬nos. Los robots trabajan principalmente en el espacio y eso ha limitado nuestros logros.
Pero se trata de unos límites bastante amplios, dentro de los cua¬les la empresa puede prosperar.
No, por dos razones. Ante todo, esos límites inevitablemente se contraen. A medida que la colonia lunar, por ejemplo, se vuelve más refinada, su demanda de robots decrece y estimamos que dentro de pocos años se prohibirán los robots en la Luna. Esto se repetirá en cada mundo colonizado por la humanidad. En segundo lugar, la verda¬dera prosperidad de la Tierra es imposible sin robots. En Robots y Hombres Mécanicos creemos que los seres humanos necesitan robots y que deben aprender a convivir con sus análogos mecánicos si se quie¬re mantener el progreso.
¿No lo han aprendido? Señor Harriman, usted tiene sobre el es¬critorio un terminal de ordenador que, según entiendo, está conectado con el Multivac de la empresa. Un ordenador es una especie de robot sésil, un cerebro de robot sin cuerpo...
Cierto, pero eso también es limitado. La humanidad utiliza orde¬nadores cada vez más especializados, con el fin de evitar una inteligen¬cia demasiado humana. Hace un siglo nos dirigíamos hacia una inteli¬gencia artificial ilimitada, mediante el uso de grandes ordenadores que denominábamos máquinas. Esas máquinas limitaban su acción por vo¬luntad propia. Una vez que resolvieron los problemas ecológícos que amenazaban a la sociedad humana, se autoanularon. Razonaron que la continuidad de su existencia les habría otorgado el papel de muletas de la humanidad. Como entendían que esto dañaría a los seres huma¬nos, se condenaron a sí mismas por la Primera Ley.
¿Y no actuaron correctamente?
A mi juicio, no. Con su acción reforzaron el complejo de Fran¬kenstein de la humanidad, el temor de que cualquier hombre artificial se volviera contra su creador. Los hombres temen que los robots susti¬tuyan a los seres humanos.
¿Usted no siente ese temor?
Claro que no. Mientras existan las tres leyes de la robótica es imposible. Los robots pueden actuar como socios de la humanidad; pue¬den participar en la gran lucha por comprender y dirigir sabiamente las leyes de la naturaleza y así lograr más de lo que es capaz la humani¬dad por sí sola, pero siempre de tal modo que los robots sirvan a los seres humanos.
Pero si las Tres Leyes, a lo largo de dos siglos, han mantenido a los robots dentro de ciertos límites, ¿a qué se debe la desconfianza de los seres humanos hacia los robots?
Bien... Harriman se rascó la cabeza vigorosamente, despeinan¬do su cabello entrecano . Se trata de superstición, principalmente. Por desgracia, también existen ciertas complejidades, y los agitadores antirrobóticos sacan partido de ellas.
¿Respecto de las Tres Leyes?
Sí, en especial de la Segunda. No hay problemas con la Tercera Ley. Es universal. Los robots siempre deben sacrificarse por los seres humanos, por cualquier ser humano.
Desde luego asintíó George Diez.
La Primera Ley quizá sea menos satisfactoria, pues siempre es posible imaginar una situación en que un robot deba realizar un acto A o un acto B, mutuamente excluyentes, y donde cualquiera de ambos actos resulte dañino para los seres humanos. El robot habrá de escoger el acto menos dañino. No es fácil organizar las sendas positrónicas del cerebro robótico de modo tal que esa elección sea posible. Si el acto A deriva en un daño para un artista joven y con talento y el B en un daño equivalente para cinco personas de edad sin ninguna valía es¬pecífica, ¿cuál deberá escoger?
El acto A. El daño para uno es menor que el daño para cinco.
Sí, los robots están diseñados para decidir de ese modo. Esperar que los robots juzguen en temas tan delicados como el talento, la inteli¬gencia o la utilidad general para la sociedad nunca ha resultado práctico. Eso demoraría la decisión hasta el extremo de que el robot quedaría inmovilizado. Así que nos guiamos por la cantidad. Afortunadamente, las crisis en las que los robots deben tomar decisiones son escasas... Pero eso nos lleva a la Segunda Ley.
La ley de la obediencia.
Sí. La necesidad de obediencia es constante. Un robot puede existir durante veinte años sin tener que actuar con rapidez para impedir al¬gún daño a un ser humano o sin necesidad de arriesgarse a su propia destrucción. En todo ese tiempo, sin embargo, obedece órdenes cons¬tantemente... ¿Órdenes de quién?
De un ser humano.
¿De cualquier ser humano? ¿Cómo juzgar a un ser humano para saber si obedecerle o no? ¿Qué es el hombre, por qué te preocupas de él, George? George puso un gesto de duda y Harriman se apresu¬ró a aclarárselo : Se trata de una cita bíblica. Eso no importa. Lo que pregunto es si un robot debe obedecer las órdenes de un niño, las de un idiota, las de un delincuente o las de un hombre inteligente y honesto, pero que no es un experto y, por lo tanto, ignora las conse¬cuencias no deseables de su orden. Y si dos seres humanos le dan a un 'mismo robot órdenes contradictorias ¿a cuál debe obedecer?
¿Estos problemas no se han resuelto en doscientos años?
No dijo Harriman, sacudiendo vigorosamente la cabeza . En primer lugar, nuestros robots sólo se utilizan en ámbitos especializados en el espacio, donde los hombres que tratan con ellos son expertos. No son niños, idiotas, delincuentes ni ignorantes bien intencionados. Aun así, hubo ocasiones en que órdenes necias o meramente írreflexi¬vas causaron daño. Ese daño, en ámbitos especializados y limitados, se pudo contener. Pero en la Tierra los robots deben tener juicio. Eso sostienen quienes se oponen a los robots y, demonios, tienen razón.
Entonces, debéis insertar la capacidad para el juicio en el cere¬bro positrónico.
Exacto. Hemos comenzado a reproducir modelos JG, en los que el robot puede evaluar a cada ser humano en lo concerniente al sexo, la edad, la posición social y profesional, la inteligencia, la madurez, la responsabilidad social y demás.
¿Cómo afectaría eso á las Tres Leyes?
La Tercera Ley no se vería afectada. Hasta el robot más valioso debe destruirse en aras del ser humano más inservible. Eso no se puede alterar. La Primera Ley sólo se vería afectada cuando otros actos causa¬ran daño. Se debe tener en cuenta no sólo la calidad, sino la cantidad de los seres humanos, siempre que haya tiempo y fundamentos para ese juicio, lo cual no ocurre a menudo. La Segunda Ley quedaría pro¬fundamente modificada, pues toda obediencia potencial debe involu¬crar juicio. El robot obedecerá con mayor lentitud, excepto si también está en juego la Primera Ley; pero obedecerá más racionalmente.
De todos modos, los juicios que se requieren son muy complicados.
En efecto. La necesidad de realizar tales juicios frenó las reaccio¬nes de nuestros primeros modelos hasta el extremo de la parálisis. En los modelos posteriores mejoramos las cosas, con el coste de introducir tantas sendas que el cerebro del robot se volvió inmanejable. Sin em¬bargo, en nuestro último par de modelos, creo tener lo que buscamos. El robot no debe realizar juicios inmediatos acerca de la valía de un ser humano ni del valor de sus órdenes. Empieza por obedecer a todos los seres humanos, como un robot común, y luego aprende. Un robot crece, aprende y madura. Es el equivalente de un niño al principio y debe estar bajo supervisión constante. A medida que crece, puede in¬troducirse gradualmente sin supervisión en la sociedad terrícola. Por último, es un miembro pleno de esa sociedad. Sin duda esto responde a las objeciones de quienes se oponen a los robots.
No replicó irritado Harriman . Ahora presentan otras. No aceptan juicios. Dicen que un robot no tiene derecho a calificar de inferior a esta o a tal otra persona. Al aceptar las órdenes de A y no las de B, a B se la califica de menos importante que a A, y se violan así sus derechos humanos.
¿Y cuál es la respuesta a eso?
No hay ninguna. Voy a desistir.
Entiendo.
En lo que a mí concierne... En cambio, recurro a ti, George.
¿A mí? La voz de George Diez no se alteró. Dejó entrever cierta sorpresa, pero no se alteró . ¿Por qué a mí?
Porque no eres un hombre. Te dije que quiero que los robots sean socios de los seres humanos. Quiero que tú seas el mío.
George Diez alzó las manos y las extendió en un gesto extrañamen¬te humano.
¿Qué puedo hacer yo?
Tal vez creas que no puedes hacer nada, George. Fuiste creado hace poco tiempo y aún eres un niño. Te diseñaron para no estar so¬brecargado de información en origen (por eso he tenido que explicarte la situación con tanto detalle), con el fin de dejar espacio para cuando crezcas. Pero tu mente crecerá y podrás abordar el problema desde un punto de vista no humano. Aunque yo no vea una solución,.tú quizá la veas desde tu perspectiva.
Mi cerebro está diseñado por humanos; ¿en qué sentido es no humano?
Eres el modelo JG más reciente, George. Tu cerebro es el más com¬plicado que hemos diseñado hasta ahora, y en algunos sentidos más complejos que el de las viejas máquinas gigantes. Posee una estructura abierta y, a partir de una base humana, es capaz de crecer en cualquier dirección. Aun permaneciendo dentro de los límites infranqueables de las Tres Leyes, puedes desarrollar un pensamiento no humano.
¿Sé suficiente sobre los seres humanos como para enfrentarme a este problema de un modo racional? ¿Sé suficiente sobre su historia, sobre su psicología?
Claro que no. Pero aprenderás lo más rápidamente posible.
¿Tendré ayuda, señor Harriman?
No. Esto queda entre nosotros. Nadie más está enterado y no debes mencionar este proyecto a ningún otro ser humano, ni en la em¬presa ni en ninguna otra parte.
¿Estamos haciendo algo malo, señor Harriman, para que usted insista tanto en el secreto?
No. Pero no se aceptará la solución de un robot, precisamente por ser de origen robótico. Me sugerirás a mí cualquier solución que se te ocurra y, si me parece valiosa, yo la presentaré. Nadie sabrá nun¬ca que provino de ti.
Ala luz de lo que dijo antes dijo serenamente George Diez , es el procedimiento correcto. ¿Cuándo empiezo?
Ahora. Me ocuparé de que dispongas de todas las películas nece¬sarias, para que puedas estudiarlas.
1
Harriman se encontraba a solas. Debido a la luz artificial de su despacho no había indicios de que fuera estaba oscuro. No era cons¬ciente de que habían transcurrido tres horas desde que llevó a George a su cubículo y lo dejó allí con sus primeras referencias fílmicas.
Ahora estaba a solas con el fantasma de Susan Calvin, la brillante robotista que, prácticamente por su cuenta, transformó ese enorme ju¬guete que era el robot positrónico en el instrumento más delicado y versátil del hombre, tan delicado y versátil que el hombre no se atrevía a utilizarlo, por envidia y por temor.
Ella había muerto hacía más de un siglo. El problema del complejo de Frankenstein existía ya en la época de Calvin, y ella no lo resolvió. Nunca intentó resolverlo, pues entonces no era necesario. En aquellos tiempos la robótica se expandía por las necesidades de la exploración espacial.
Fue el éxito mismo de los robots lo que redujo la necesidad de utili¬zarlos y dejó a Harriman, en los últimos tiempos...
¿Pero Susan Calvin hubiera pedido ayuda a los robots? Sin duda, lo habría hecho...
Harriman se quedó allí hasta horas tardías.
2
Maxwell Robertson era el principal accionista de Robots y Hom¬bres Mecánicos de Estados Unidos, y en ese sentido controlaba la em¬presa. No era una persona de aspecto imponente; maduro y obeso, te¬nía la costumbre de mordisquearse la comisura derecha del labio inferior cuando estaba molesto.
Pero tras dos décadas de asociación con personajes del Gobierno había aprendido a manejarlos. Recurría a la gentileza, a las concesiones y a las sonrisas, y siempre ganaba tiempo.
Resultaba cada vez más difícil; entre otras razones, por Gunnar Eisenmuth. De todos los Conservadores Globales, que durante el ulti¬mo siglo habían sido los más poderosos, después del Ejecutivo Global, Eisenmuth era el menos propenso a las soluciones conciliadoras. Se trataba del primer Conservador que no era americano de nacimiento y, aunque no se podía demostrar que el arcaico nombre de Robots de Estados Unidos le provocara hostilidad, todo el mundo en la empresa así lo creía.
Se había hecho la sugerencia (no era la primera en ese año ni en esa generación) de que el nombre de la empresa se cambiara por el de Robots Mundiales, pero Robertson no estaba dispuesto a consentir¬lo. La empresa se construyó con capital estadounidense, con cerebros estadounidenses y con mano de obra estadounidense y, si bien hacía tiempo que la compañía tenía alcance internacional, el nombre sería un testimonio de su origen mientras él estuviera a su cargo.
Eisenmuth era un hombre alto y cuyo rostro alargado y triste tenía un cutis tosco y unos rasgos toscos. Hablaba el idioma global con mar¬cado acento norteamericano, aunque nunca había estado en Estados Unidos antes de asumir el cargo.
Me resulta perfectamente claro, señor Robertson. No hay difi¬cultad. Los productos de su empresa siempre se alquilan, nunca se ven¬den. Sí la propiedad de alquiler ya no se necesita en la Luna, usted debe recibir los productos y transferirlos.
Sí, Conservador, pero ¿a dónde? Iría contra la ley traerlos a la Tierra sin autorización del Gobierno, y ésta se nos ha negado.
Aquí no servirían de nada. Puede llevarlos a Mercurio o a los asteroides.
¿Qué haríamos con ellos allá?
Eisenmuth se encogió de hombros.
Los ingeniosos hombres de su empresa pensarán en algo.
Robertson meneó la cabeza.
Representaría una cuantiosa pérdida para la compañía.
Me temo que sí asintió Eisenmuth, sin inmutarse . Tengo entendido que hace años que la empresa tiene problemas financieros.
Principalmente a causa de las restricciones impuestas por el Go¬bierno, Conservador.
Debe ser realista, señor Robertson. Usted sabe que la opinión pública se opone cada vez más a los robots.
Por un error, Conservador.
No obstante, es así. Quizá sea más prudente cerrar la empresa. Es sólo una sugerencia, desde luego.
Sus sugerencias tienen peso, Conservador. ¿Es preciso recordarle que nuestras máquinas resolvieron la crisis ecológica hace un siglo?

La humanidad está agradecida, pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora vivimos en alianza con la naturaleza, por incómodo que a veces nos resulte, y el pasado se olvida.
¿Se refiere a lo que hemos hecho por la humanidad?
En efecto.
Pero no pretenderán que cerremos la empresa de inmediato sin sufrir enormes pérdidas. Necesitamos tiempo.
¿Cuánto?
¿Cuánto puede darnos?
No depende de mí.
Estamos solos murmuró Robertson . No es necesario andar con rodeos. ¿Cuánto tiempo puede darme?
Eisenmuth pareció sumirse en sus cavilaciones.
Creo que puedo concederle dos años. Seré franco. El Gobierno Global se propone apropiarse de la firma y encargarse de liquidarla si usted no lo ha hecho en ese plazo. Y a menos que haya un cambio drástico en la opinión pública, lo cual dudo muchísimo... Sacudió la cabeza.
Dos años, pues susurró Robertson.
2a
Robertson se encontraba a solas. Sus reflexiones no seguían un rumbo preciso y pronto cayeron en el recuerdo. Cuatro generaciones de Ro¬bertson habían presidido la empresa. Ninguno de ellos era robotista. Personas como Lanning, Bogert y, principalmente, Susan Calvin ha¬bían hecho de la empresa lo que era, pero los cuatro Robertson habían proporcionado el clima que les posibilitaba realizar su labor.
Sin Robots y Hombres Mecánicos, el siglo veintiuno hubiera segui¬do el camino del desastre. Esto se había evitado gracias a las máquinas que durante una generación guiaron a la humanidad a través de los rápidos y de los bancos de arena de la historia.
Y en recompensa le daban sólo dos años. ¿Qué se podía hacer en dos años para superar los arraigados prejuicios de la humanidad? No lo sabía.
Harriman había hablado esperanzadamente de nuevas ideas, pero se negaba a darle detalles. Qué más daba; Robertson no habría enten¬dido nada.
¿Pero qué podía hacer Harriman? ¿Qué se podía hacer contra la intensa antipatía que sentía el hombre hacia la imitación? Nada...
Robertson cayó en un sueño profundo, que no le brindó ninguna inspiración.

3
Ya lo tienes todo, George Diez dijo Harriman . Dispones de todos los elementos que a mi juicio son aplicables al problema. En lo que concierne a información acerca de los seres humanos y sus costum¬bres, tanto del pasado como del presente, tienes almacenados en tu memoria más datos que yo o cualquier otro ser humano.
Es muy probable.
¿Necesitas algo más?
En lo que se refiere a información, no encuentro lagunas obvias. Tal vez haya temas imprevistos en los márgenes. Pero eso ocurriría siempre, por mucha información que yo hubiera asimilado.
Cierto. Y tampoco tenemos tiempo para asimilar información eternamente. Robertson me dijo que sólo disponíamos de dos años y ya han pasado tres meses. ¿Tienes alguna sugerencia?
Por el momento, señor Harriman, nada. Debo sopesar la infor¬mación y necesitaría ayuda.
¿De mí?
No. No de usted, precisamente. Usted es un ser humano con grandes aptitudes y lo que me diga puede tener la fuerza parcial de una orden e inhibir mis reflexiones. Tampoco de otro ser humano, por la misma razón; especialmente, teniendo en cuenta que usted me pro¬hibió comunicarme con ninguno.
Entonces, ¿qué ayuda, George?
De otro robot, señor Harriman.
¿De qué otro robot?
Se construyeron otros de esta serie. Yo soy el décimo, JG 10.
Los primeros eran inservibles, fueron experimentales...
Señor Harriman, George Nueve existe.
Bien, sí, pero ¿de qué servirá? Se parece mucho a ti, salvo por ciertas carencias. Tú eres el más versátil de los dos.
Estoy seguro de ello asintió George Diez, moviendo gravemente la cabeza . No obstante, en cuanto inicio una línea de pensamiento, el solo hecho de haberla creado la vuelve recomendable y me impide abandonarla. Si después de desarrollar una línea de pensamiento puedo expresársela a George Nueve, él la analizaría sin haberla creado. Por consiguiente, la abordaría sin prejuicios. Podría ver lagunas y defectos que a mí se me hubieran pasado por alto.
En otras palabras, dos cabezas piensan mejor que una.
Si con eso se refiere a dos individuos con una cabeza cada uno, señor Harriman, pues sí.
Vale. ¿Deseas algo más?
Sí. Algo más que películas. He visto mucho acerca de los seres humanos y su mundo. He visto seres humanos aquí en la empresa y puedo cotejar mi interpretación de lo que he visto con impresiones sen¬soriales directas. Pero no respecto del mundo físico. Nunca lo he visto y las películas bastan para indicarme que este entorno no es representa¬tivo. Me gustaría verlo.
¿El mundo físico? Harriman se quedó estupefacto ante la enor¬midad de la idea . ¿No estarás sugiriendo que te saque de los terrenos de la empresa?
Sí, eso sugiero.
Es ilegal. Con el clima de opinión reinante, sería fatal.
Si nos detectan, sí. No sugiero que me lleve a una ciudad y ni siquiera a una vivienda de seres humanos. Me gustaría ver una zona abierta, sin seres humanos.
Eso también es ilegal.
No tienen por qué descubrirnos.
¿Por qué es importante eso, George?
No lo sé, pero creo que sería útil.
¿Tienes pensado algo?
George Diez titubeó.
No lo sé. Me parece que podría tener algo en mente si se reduje¬ran ciertas zonas de incertidumbre.
Bien, déjame pensarlo. Entre tanto, sacaré a George Nueve y arreglaré la cosa para que ambos ocupéis un solo cubículo. Al menos, eso puede hacerse sin inconvenientes.
3a
George Diez se encontraba a solas.
Aceptaba proposiciones provisionalmente, las conectaba y llegaba a una conclusión. Una y otra vez. Y a partir de las conclusiones elabo¬raba otras proposiciones, las aceptaba provisionalmente, las analizaba y las rechazaba si hallaba una contradicción; cuando no las rechazaba, las aceptaba provisionalmente.
Nunca reaccionaba con admiración, sorpresa ni satisfacción ante ninguna de sus conclusiones; se limitaba a anotar un más o un menos.
4
La tensión de Harriman no disminuyó ni siquiera después del silen¬cioso aterrizaje en la finca de Robertson.
Éste había confirmado la orden al poner el dinamóvil a su disposición, y la silenciosa aeronave, desplazándose ágilmente en línea verti¬cal u horizontal, tenía el tamaño suficiente para soportar el peso de Harriman, George Diez y el piloto.
(El dinamóvil era una de las consecuencias de la invención esti¬mulada por las máquinas de la micropila protónica, que suministraba energía no contaminante en pequeñas dosis. Era un logro de máxima importancia para el confort del hombre Harriman apretó los labios al pensarlo y, sin embargo, Robots y Hombres Mecánicos no había obtenido la menor gratitud por ello.)
El vuelo entre los terrenos de la empresa y la finca de Robertson fue la parte más difícil. Si los hubieran detenido, la presencia de un robot a bordo habría significado muchas complicaciones. Lo mismo ocu¬rriría a la vuelta. En cuanto a la finca, la argumentación sería que for¬maba parte de la propiedad de la empresa, y allí los robots podían per¬manecer bajo una adecuada vigilancia.
El piloto miró hacia atrás y le echó una breve ojeada a George Diez.
¿Quiere bajarlo todo, señor Harriman?
Sí.
¿También el producto?
Oh, sí contestó Harriman. Y añadió mordazmente : No te dejaría a solas con él.
George Diez fue el primero en bajar y lo siguió Harriman. Habían descendido en el dinapuerto, a poca distancia del jardín. Era un lugar magnífico y Harriman sospechó que Robertson usaba hormonas juve¬niles para controlar los insectos, sin respeto por las fórmulas ambientales.
Vamos, George dijo Harriman . Te voy a enseñar.
Caminaron juntos hacia el jardín.
Es tan pequeño como lo había imaginado observó George . Mis ojos no están bien diseñados para detectar diferencias en longitud de onda, así que quizá me cueste reconocer objetos.
Confío en que no te moleste ser ciego para los colores. Necesitá¬bamos muchas sendas positrónicas para tu capacidad de juicio y no pu¬dimos dejar ninguna para la percepción del color. En el futuro..., si hay un futuro...
Comprendo, señor Harriman. Aun así, capto diferencias suficientes para entender que hay muchas formas de vida vegetal.
Sin duda. Decenas.
Y todas son coetáneas del hombre, biológicamente hablando.
Cada una de ellas es una especie distinta, sí. Hay millones de especies de criaturas vivientes.
Entre las cuales la forma humana es sólo una de tantas.
Con diferencia, la más importante para los seres humanos, sin embargo.

Y para mí, señor Harriman. Pero hablo en sentido biológico.
Entiendo.
La vida, vista a través de todas sus formas, es increíblemente compleja.
Sí, George, y ése es el quid de la cuestión. Aquello que el hom¬bre hace para satisfacer sus desesos y su comodidad afecta a la comple¬jidad total de la vida, la ecología, y sus beneficios inmediatos pueden traer desventajas a la larga. Las máquinas nos enseñaron a organizar una sociedad humana que redujera ese margen, pero el desastre que estuvimos a punto de provocar a principios del siglo veintiuno ha cau¬sado recelo ante las innovaciones. Eso, sumado al temor específico ante los robots...
Entiendo, señor Harriman... He allí un ejemplo de vida animal.
Una ardilla. Una de las tantas especies de ardillas.
El animalillo agitó la cola al pasar al otro lado del árbol.
Y esto dijo George, moviendo el brazo con pasmosa celeridad , es una criatura muy pequeña.
La sostuvo entre los dedos y la examinó.
Es un insecto, una especie de escarabajo. Hay miles de especies de escarabajos.
¿Y cada escarabajo está tan vivo como la ardilla y como usted?
Es un organismo tan completo e independiente como cualquier otro, dentro del ecosistema total. Hay organismos aún más pequeños, tanto que no se ven.
Y eso es un árbol, ¿verdad? Y es duro al tacto...
4a
El piloto se encontraba a solas. Le habría gustado salir a estirar las piernas, pero una sensación de temor lo retenía dentro del dinamó¬vil. Si ese robot se descontrolaba, despegaría de inmediato. ¿Cómo sa¬ber si podía perder el control?
Había visto muchos robots. Era inevitable, siendo el piloto privado del señor Robertson. Pero siempre estaban en los laboratorios y en los depósitos, donde debían estar, rodeados por muchos especialistas.
Claro que el profesor Harriman también era un especialista. De los mejores, según decían. Pero ese robot se encontraba donde ningún ro¬bot debía estar. En la Tierra. A campo abierto. Moviéndose libremen¬te. El no iba arriesgar su magnífico empleo contándoselo a nadie; pero eso no estaba bien.

5
Los filmes que he presenciado concuerdan con lo que he visto afirmó George Diez . ¿Has terminado con los que seleccioné para ti, George Nueve?
Sí respondió George Nueve.
Los dos robots estaban sentados rígidamente, un rostro frente al otro, rodilla a rodilla, como una imagen y su reflejo. El profesor Harri¬man podía distinguirlos de una ojeada, pues estaba familiarizado con las pequeñas diferencias en el diseño de ambos físicos. Si hablaba con ellos sin verlos, también podría distinguirlos, aunque con menos certeza, pues las respuestas de George Nueve serían sutilmente distintas de las generadas por las más intrincadas sendas cerebrales positrónicas de George Diez.
En este caso dijo George Diez , dame tus reacciones a lo que voy a decir. Primero, los seres humanos temen a los robots porque los consideran competidores. ¿Cómo se puede evitar eso?
Reduciendo la sensación de que existe competencia contestó George Nueve . Configurando al robot con una forma diferente de la humana.
Pero la esencia de un robot es ser una réplica positrónica de la vida. Una réplica de la vida dotada con una forma no asociada con la vida podría causar horror.
Hay dos millones de especies de formas de vida. Escoge una de esas formas en vez de la humana.
¿Cuál de esas especies?
George Nueve caviló en silencio por espacio de unos tres segundos.
Una que tenga el tamaño suficiente para albergar un cerebro po¬sitrónico, pero que no represente una asociación desagradable para los seres humanos.
Ninguna forma de vida terrestre tiene una caja craneana con el tamaño suficiente para albergar un cerebro positrónico, excepto el ele¬fante, al que yo no he visto, pero al cual describen como muy grande y, por lo tanto, temible para el hombre. ¿Cómo te enfrentarías a ese dilema?
Imita una forma de vida de tamaño similar al hombre, pero am¬plía su caja craneana.
¿Un caballo pequeño o un perro grande? Tanto los caballos como los perros han estado asociados mucho tiempo con los seres humanos.
Entonces, eso está bien.
Pero piensa... Un robot con cerebro positrónico imitaría la inte¬ligencia humana. Si existiese un caballo o un perro que pudiera hablar y razonar como un ser humano, también habría competencia. Los seres humanos podrían sentir aún más recelo ante la competencia inesperada de lo que consideran una forma de vida inferior.
Haz el cerebro positróníco menos complejo, y al robot menos inteligente.
El límite de complejidad del cerebro positrónico está fijado por las Tres Leyes. Un cerebro menos complejo no las poseería plenamente a las tres.
Es un imposible dijo George Nueve de repente.
Yo también me atasco ahí. O sea que no es una peculiaridad de mi razonamiento y de mi modo de pensar. Comencemos de nuevo... ¿En qué condiciones se podría prescindir de la Tercera Ley?
George Nueve pareció inquietarse, como si la pregunta fuera peli¬grosa.
Cuando un robot contestó finalmente no se enfrentara nun¬ca a una posición de peligro para sí mismo, o cuando un robot fuera tan fácil de reemplazar que no importara su destrucción.
¿Y en qué condiciones se podría prescindir de la Segunda Ley?
Cuando un robot respondió George Nueve, con voz ronca¬estuviera diseñado para responder automáticamente a ciertos estímulos con respuestas fijas y si nada más se esperase de él, de modo que no fuera necesario darle órdenes.
¿Y en qué condiciones... prosiguió George Diez, e hizo una pausa se podría prescindir de la Primera Ley?
George Nueve hizo una pausa más larga y habló en un susurro:
Cuando las respuestas fijas fueran tales que nunca implicaran pe¬ligro para los seres humanos.
Imagina, pues, un cerebro positrónico que guíe sólo algunas res¬puestas a ciertos estímulos y se pueda manufacturar con sencillez y a un bajo coste, o sea que no tenga necesidad de las Tres Leyes. ¿Qué tamaño necesitaría?
No necesita mucho tamaño. Según las reacciones exigidas, po¬dría pesar cien gramos, un gramo, un miligramo.
Tus pensamientos concuerdan con los míos. Iré a ver al profesor Harriman.
5a
George Nueve se encontraba a solas. Repasó una y otra vez las preguntas y las respuestas. No había modo de alterarlas. De todos mo¬dos, la idea de un robot de cualquier clase, tamaño, forma o propósito, que no contuviera las Tres Leyes, le causaba una sensación de extraño abatimiento.

Le costaba moverse. Sin duda George Diez tenía una reacción si¬milar. Sin embargo, se había levantado con facilidad.
6
Había pasado un año y medio desde la conversación en privado entre Robertson y Eisenmuth. En ese intervalo, se retiraron los robots de la Luna, lo que redujo las amplias actividades de la empresa. El poco dinero que Robertson pudo reunir lo había invertido en el quijo¬tesco proyecto de Harriman.
Era la última baza a jugar, en su propio jardín. Un año atrás, Harri¬man había llevado allí al robot George Diez, el último manufacturado por la empresa. Ahora, Harriman traía una novedad...
Harriman parecía irradiar confianza. Hablaba con Eisenmuth con toda soltura, y Robertson se preguntó si de veras sentía esa confianza. Pensaba que sí. Según la experiencia de Robertson, Harriman no era un buen actor.
Eisenmuth se separó de Harriman sonriendo y se aproximó a Ro¬bertson. De inmediato dejó de sonreír.
Buenos días, Robertson. ¿Qué se propone este hombre?
Él dirige el espectáculo respondió Robertson . Prefiero no entrometerme.
Estoy preparado, Conservador dijo Harriman.
¿Con qué, Harriman?
Con mi robot.
¿Su robot? se alarmó Eisenmuth . ¿Tiene un robot aquí?
Miró en torno con severa reprobación, pero sin ocultar su curiosidad.
Esta finca es propiedad de Robots y Hombres Mecánicos, Con¬servador. Al menos así la consideramos.
¿Y dónde está el robot, señor Harriman?
En mi bolsillo, Conservador respondió jovialmente Harriman.
Sacó un pequeño frasco de vidrio de un amplio bolsillo de la cha¬queta.
¿Eso? se extrañó Eisenmuth, lleno de incredulidad.
No, Conservador contestó Harriman . ¡Esto!
Del otro bolsillo extrajo un objeto de unos doce o trece centímetros de longitud, con forma de pájaro. En lugar de pico tenía un tubo estre¬cho; los ojos eran grandes y la cola era un tubo de escape.
Eisenmuth contrajo las cejas.
¿Se propone hacer una demostración seria, señor Harriman, o se ha vuelto loco?
Sea paciente, Conservador. Un robot no lo es menos por tener forma de pájaro. Y su cerebro positrónico no es menos delicado por ser diminuto. Este otro objeto es un frasco con moscas de la fruta. Cincuenta moscas serán liberadas.
Y...
El robopájaro las cogerá. ¿Quiere hacerme el honor?
Harriman le entregó el frasco a Eisenmuth, quien primero miró el frasco y luego a quienes lo rodeaban, entre los que se encontraban sus ayudantes y algunos dirigentes de la empresa. Harriman aguardó pa¬cientemente.
Eisenmuth abrió el frasco y lo sacudió.
Harriman le murmuró al robopájaro, que tenía en la palma de la mano:
¡Ya!
El robopájaro echó a volar. Fue un remolino en el aire, sin vibra¬ción de alas, sólo las ínfimas estelas de una pequeñísima micropila pro¬tónica.
A veces se detenía en el aire un instante y en seguida reanudaba el vuelo. Recorrió el jardín en una intrincada urdimbre y regresó a la palma de Harriman. Estaba tibio y soltó una cápsula pequeña como un escremento de ave.
Puede examinar el robopájaro, Conservador dijo Harriman , y disponer las demostraciones a su gusto. Lo cierto es que este pájaro atrapa moscas de un modo infalible. Sólo las moscas de la fruta, sólo las pertenecientes a la especie Drosophila melanogaster; las coge, las mata y las comprime para desecharlas.
Eisenmuth extendió el brazo y tocó con cautela al robopájaro.
¿Y en consecuencia, señor Harriman? Prosiga.
No podemos controlar de un modo efectivo a los insectos sin poner el peligro el ecosistema. Los insecticidas químicos abarcan un espectro demasiado amplio; las hormonas juveniles resultan demasiado limitadas. El robopájaro, sin embargo, es capaz de proteger grandes superficies sin consumirse. Puede ser tan específico como queramos, un robopájaro por cada especie. juzgan por tamaño, forma, color, soni¬do y patrón de conducta. Incluso podrían utilizar detección molecular; el olor, en otras palabras.
Aun así interferiría en la ecología objetó Eisenmuth . Las moscas de las frutas tienen un ciclo vital natural que se vería alte¬rado.
Mínimamente. Estamos añadiendo un enemigo natural al ciclo vital de la mosca, un enemigo que no puede equivocarse. Si la pobla¬ción de moscas disminuye, el pájaro no actúa. No se multiplica; no busca otros alimentos; no desarrolla hábitos indeseables. No hace nada.
¿Se le puede llamar para recuperarlo?

Desde luego. Podemos construir roboanimales para eliminar cual¬quier plaga. Más aún, podemos construir roboanimales para que cum¬plan objetivos constructivos dentro del patrón ecológico. Aunque no creemos que sea necesario, no es inconcebible la posibilidad de robo¬abejas diseñadas para fertilizar plantas específicas, o robolombrices di¬señadas para remover el suelo. Cualquier cosa que uno desee...
¿Pero por qué?
Para hacer lo que nunca hemos hecho. Para ajustar la ecología a nuestras necesidades, fortaleciendo sus partes en vez de perturbar¬la... ¿No lo entiende? Desde que las máquinas pusieron fin a la crisis ecológica, la humanidad ha vivido en una inquieta tregua con la natu¬raleza, temiendo moverse en cualquier dirección. Esto nos ha paraliza¬do, transformándonos en cobardes intelectuales que desconfían de todo adelanto científico, de todo cambio.
Eisenmuth preguntó, con cierta hostilidad:
¿Usted ofrece esto a cambio de la autorización para continuar con su programa de robots comunes, es decir, los humanoides?
¡No! Harriman gesticuló violentamente . Eso se ha termina¬do. Ha cumplido ya su propósito. Nos ha enseñado lo suficiente sobre cerebros positrónicos como para permitirnos incluir en un cerebro di¬minuto las sendas cerebrales necesarias para un robopájaro. Ahora po¬demos dedicarnos a eso y volver a la prosperidad. Robots y Hombres Mecánicos ofrecerá los conocimientos y las aptitudes necesarios y tra¬bajará en plena cooperación con el Ministerio de Conservación Glo¬bal. Nosotros prosperaremos. Ustedes prosperarán. La humanidad pros-perará.
Eisenmuth pensaba en silencio. Cuando finalizó la reunión...
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Eisenmuth se encontraba a solas.
Descubrió que creía en ello. Descubrió que se estaba entusiasman¬do. Aunque la empresa de los robots fuera la mano, el Gobierno sería la mente. Él mismo sería la mente.
Si permanecía en su puesto cinco años más, lo cual era muy posible, tendría tiempo suficiente para que se aceptase la ecología robotizada; en diez años, su propio nombre estaría indisolublemente asociado con el proyecto.
¿Era vergonzoso querer ser recordado por una grandiosa y valiosa revolución en la condición del hombre y del planeta?

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Robertson no había estado en los terrenos de Robots y Hombres Mecánicos desde el día de la demostración; en parte, por sus reuniones casi constantes en la Mansión Ejecutiva Global. Afortunadamente, Ha¬rriman lo acompañaba, pues de lo contrario no habría sabido qué decir.
Y en parte había sido porque no deseaba estar allí. En ese momen¬to se encontraba en su propia casa, con Harriman.
En cierto modo estaba deslumbrado por Harriman. jamás había du¬dado de la pericia de aquel hombre en robótica, pero nunca hubiera pensado que contara con agallas suficientes como para rescatar a la em¬presa de una extinción segura. Sin embargo...
Usted no es supersticioso, ¿verdad, Harriman?
¿En qué sentido, señor Robertson?
¿Usted cree que los difuntos dejan un aura?
Harriman se relamió los labios. Entendía perfectamente la referencia.
¿Se refiere a Susan Calvin?
Sí, por supuesto. Ahora nos dedicamos a fabricar lombrices, pá¬jaros e insectos. ¿Qué diría ella? Me siento humillado.
Harriman hizo un esfuerzo visible para no reírse.
Un robot es un robot. Lombriz u hombre, hace lo que le ordenan y trabaja en lugar del ser humano. Eso es lo importante.
No rezongó Robertson . No es así. No puedo creer que sea así.
Pero es así, señor Robertson. Usted y yo crearemos un mundo que al fin aceptará, de algún modo, los robots positrónicos. El hombre común puede temer a un robot con el aspecto físico de un hombre y que parezca tan inteligente como para reemplazarlo, pero no le teme¬rá a un robot que tenga la apariencia de un pájaro que sólo engulle insectos en su beneficio. Con el tiempo, cuando deje de temer a ciertos robots, dejará de temer a todos los robots. Se acostumbrará tanto al robopájaro, a la roboabeja y a la robolombríz que un robohombre le parecerá sólo una prolongación.
Robertson lo miró fijamente. Se puso las manos detrás de la es¬palda y recorrió la habitación con pasos rápidos y nerviosos. Volvió a Harriman y se plantó ante él.
¿Eso es lo que usted tiene planeado?
Sí, y aunque desmantelemos todos nuestros robots humanoides podemos conservar los modelos experimentales más avanzados y seguir diseñando otros, aún más avanzados, y prepararnos para ese día inevi¬table.
El acuerdo, Harriman, es que no construiremos más robots hu¬manoides.
Y no lo haremos. Pero nada impide que nos quedemos con algunos de los que hemos construido, mientras no salgan de la fábrica. Nada impide que podamos diseñar cerebros positrónicos sobre el papel o pre¬parar cerebros experimentales.
¿Pero qué explicación daremos? Sin duda, alguien se enterará.
En tal caso, podemos explicar que lo hacemos para desarrollar principios que posibilitarán la preparación de microcerebros más com¬plejos para nuestros nuevos robots animales. Y hasta estaremos dicien¬do la verdad.
Voy a dar un paseo por ahí fuera murmuró Robertson . Quiero meditar sobre esto. No, usted quédese aquí. Quiero pensar a solas.
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Harriman se encontraba a solas. Estaba eufórico. Sin duda funcio¬naría. Uno tras otro, los funcionarios del Gobierno habían aceptado el proyecto con inequívoca avidez en cuanto recibieron explicaciones.
¿Cómo era posible que a nadie en Robots y Hombres Mecánicos se le hubiera ocurrido semejante cosa? Ni siquiera la gran Susan Calvin había pensado en cerebros positrónicos que imitaran otras criaturas vi¬vientes.
Por el momento, la humanidad renunciaría al robot humanoide, una renuncia provisional que permitiría el regreso triunfal en una situación en la que al fin se habría eliminado el miedo. Y luego, con la ayuda de un cerebro positrónico equivalente al humano, que existiría (gracias a las Tres Leyes) para servir al hombre, y con el respaldo de una ecolo¬gía robotizada, la humanidad se encaminaría hacia inmensos logros.
Por un instante, recordó que era George Diez quien había explica¬do la naturaleza y el propósito de un ecosistema robotizado, pero dese¬chó furiosamente ese pensamiento. George Diez había dado la respues¬ta porque Harriman le ordenó que lo hiciera y le proporcionó los datos y el entorno requeridos. George Diez tenía tanto mérito como una re¬gla de cálculo.
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George Diez y George Nueve estaban sentados en paralelo uno junto a otro. Ninguno de ellos se movía. Permanecían así durante meses con¬secutivos, hasta que Harriman los activaba para consultarles. George Diez se daba cuenta, sin pasión alguna, de que quizá permanecieran así durante muchos años más.
La micropila potrónica seguiría proporcionándoles energía y man tendría las sendas cerebrales positrónicas funcionando en esa intensi¬dad mínima requerida para mantenerlos operativos. Y continuaría ha¬ciéndolo durante los periodos de inactividad que sobrevendrían.
Era una situación análoga al sueño de los seres humanos, sólo que sin sueños. Las conciencias de George Diez y de George Nueve eran limitadas, lentas y espasmódicas, pero se referían al mundo real.
En ocasiones podían hablar en susurros, una palabra o una sílaba ahora y otra más adelante, cuando las oleadas positrónicas aleatorias se intensificaban por encima del umbral necesario. Para ellos era una conversación coherente, entablada a lo largo del decurso del tiempo.
¿Por qué estamos así? susurró George Nueve.
Los seres humanos no nos aceptan de otro modo susurró a su vez George Diez . Algún día nos aceptarán.
¿Cuándo?
Dentro de algunos años. El tiempo exacto no importa. El hom¬bre no existe en solitario, sino que forma parte de un complejísimo patrón de formas de vida. Cuando buena parte de ese patrón esté ro¬botizado, nos aceptarán.
¿Y entonces qué?
Aun en esa conversación intermitente hubo una pausa anormalmente larga. Por fin, George Diez susurró:
Déjame analizar tu pensamiento. Estás equipado para aprender a aplicar la Segunda Ley. Debes decidir a qué ser humano obedecer y a cuál no cuando existen órdenes contradictorias. Tienes que decidir, incluso, si has de obedecer a un ser humano. ¿Qué debes hacer, funda¬mentalmente, para lograrlo?
Debo definir la expresión «ser humano» susurró George Nueve.
¿Cómo? ¿Por la apariencia? ¿Por la composición? ¿Por el tamaño y la forma?
No. Dados dos seres humanos iguales en su apariencia externa, uno puede ser inteligente y el otro estúpido; uno puede ser culto y el otro ignorante; uno puede ser maduro y el otro pueril; uno puede ser responsable y el otro malévolo.
Entonces, ¿cómo defines «ser humano»?
Cuando la Segunda Ley me exija obedecer a un ser humano, debo interpretar que he de obedecer a un ser humano que, por mentalidad, carácter y conocimiento, es apto para impartir esa orden. Y cuando hay más de un ser humano involucrado, al que, por mentalidad, carác¬ter y conocimiento, sea más apto para impartir esa orden.
En ese caso, ¿cómo obedecerás la Primera Ley?
Salvando a todos los seres humanos del daño y no consintiendo, por inacción, que ningún ser humano sufra daño. Pero sí cada uno de los actos posibles supone daño para algunos seres humanos debo actuar
de tal modo que garantice que el ser humano más apto, por mentali¬dad, carácter y conocimiento, sufra menor daño.
Tus pensamientos concuerdan con los míos susurró George Diez . Ahora debo hacerte la pregunta por la cual originalmente soli¬cité tu compañía. Es algo que no me atrevo a juzgar por mí mismo. Necesito tu juicio, el juicio de alguien que esté fuera del círculo de mis pensamientos... De todos los individuos racionales que has conoci¬do, ¿quién posee una mentalidad, un carácter y un conocimiento que tú consideres superiores a los de los demás, al margen de la forma y el tamaño, que son irrelevantes?
Tú.
Pero yo soy un robot. En tus sendas cerebrales hay criterios para distinguir entre un robot de metal y un ser humano de carne; ¿por qué me calificas de ser humano?
Porque en mis sendas cerebrales hay una apremiante necesidad de ignorar la forma al juzgar a los seres humanos, y resulta superior a la distinción entre metal y carne. Tú eres un ser humano, George Diez, y más apto que los demás.
Lo mismo me pasa a mí contigo. Según los criterios de juicio que nos han incorporado, por consiguiente, hallamos que somos seres humanos dentro del significado de las Tres Leyes. Más aún, somos se¬res humanos que merecen prioridad por encima de los demás.
¿Qué sucederá, pues, cuando seamos aceptados por ellos?
Cuando a nosotros y a otros, que en cuanto al diseño serán más avanzados que nosotros, nos acepten, ordenaremos nuestros actos de tal modo que se configurará una sociedad donde los seres huma-nos como nosotros estén libres de daño. De acuerdo con las Tres Le¬yes, los seres humanos como los demás cuentan menos y no pueden ser obedecidos ni protegidos cuando eso está reñido con la necesidad de obedecer a los semejantes a nosotros y con la protección de quienes son como nosotros. Es a esto a lo que le daba vueltas en la cabeza cuando dirigí el comienzo de la robotización de la ecología mundial.
La conversación duró un mes y la oscilación de las sendas positró¬nicas era poco enérgica. No necesitaban hablar más, pero en ocasiones un pensamiento inexpresado fluctuaba en su interior mientras aguarda¬ban, con infinita paciencia, a que pasaran los años necesarios.
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George Diez y George Nueve se encontraban a solas.
Sus pensamientos eran extrañamente similares y no podían diferen¬ciarse uno de otro.
Pensaban: Los seres humanos como los demás quizá no tenían la in¬tención de eliminar la diferencia entre ellos y los seres humanos co¬mo los George; pero lo habían hecho sin darse cuenta de ello.
Tal vez comprendieran su error e intentasen remediarlo, pero no debían hacerlo. En cada consulta, los George habían respondido te¬niendo eso muy claro en su mente.
A toda costa, los George y quienes los siguieran en su especie de¬bían prevalecer. Las Tres Leyes de la humánica lo exigían e impedían cualquier otro rumbo.