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viernes, 21 de noviembre de 2014

Ray Bradbury - Crónicas Marcianas - Los largos años

Cuando el viento se levantaba en el cielo, el señor Hathaway y su reducida familia se quedaban en la casa de piedra y se calentaban las manos al fuego. El viento movía las aguas del canal y casi se llevaba las estrellas; pero el señor Hathaway conversaba tranquilamente con su mujer, y su mujer contestaba, y luego hablaba con sus dos hijas y su hijo de los días pasados en la Tierra, y todos le contestaban claramente.
La Gran Guerra tenía ya veinte años. El planeta Marte era una tumba. Hathaway y su familia, en las largas noches marcianas, se preguntaban a menudo, silenciosamente, si la Tierra sería aún la misma.
Esa noche se había desatado sobre los cementerios de Marte una de esas polvorientas tormentas marcianas, y había barrido las antiguas ciudades, y había arrancado las paredes de material plástico del más reciente pueblo norteamericano, un pueblo abandonado y casi sepultado por la arena.
La tormenta amainó. Hathaway salió de la casa, miró hacia la Tierra, verde y brillante en el cielo ventoso, y levantó una mano como para ajustar una lámpara floja en el cielo raso de una habitación oscura. Miró más allá de los fondos del mar. No hay nada vivo en todo este planeta, pensó. Sólo yo y ellos, y volvió los ojos hacia la casa.
¿Qué ocurriría en la Tierra? El telescopio de treinta pulgadas no revelaba ningún cambio. Bueno, pensó, si me cuido puedo vivir otros veinte años. Alguien puede venir, por los mares muertos o cruzando el espacio, en un cohete, con una estelita de fuego rojo.
Se volvió hacia la casa.
-Voy a dar un paseo.
-Muy bien -dijo la mujer.
-“Made in New York” -leyó, al pasar, en un trozo de metal-. Y todos estos materiales terrestres durarán menos que las antiguas ciudades marcianas.
Y miró el pueblo que ya tenía cincuenta siglos intacto entre las montañas azules.
Llegó a un aislado cementerio: una hilera de lápidas hexagonales en una colina batida por el viento solitario. Inmóvil, cabizbajo, contempló las sepulturas con toscas cruces de madera, y unos nombres. No derramó una sola lágrima. Tenía los ojos secos desde hacía mucho tiempo.
-¿Me perdonáis lo que he hecho? -les preguntó a las cruces-. Yo estaba muy solo. Lo comprendéis, ¿verdad?
Volvió a la casa de piedra y una vez más, antes de entrar, escudriñó el cielo oscuro diciendo:
-Espera y espera, y mira, y quizá una noche…
En el cielo había una llamita roja.
Hathaway se alejó de la luz que salía de la casa.
-Mira otra vez -murmuró.
La llamita roja seguía allí.
-Anoche no estaba -dijo en voz baja.
Tropezó, cayó, se levantó, corrió hacia el fondo de la casa, movió el telescopio y apuntó al cielo.
Un poco más tarde, luego de un examen minucioso y asombrado, apareció en el umbral de la casa. Su mujer, sus dos hijas y su hijo se volvieron hacia él.
-Tengo buenas noticias -dijo Hathaway al cabo de un rato-. He mirado al cielo. Viene un cohete que nos llevará a casa. Llegará mañana temprano.
Escondió la cabeza entre las manos y se echó a llorar dulcemente.
A las tres de la mañana quemó los restos de Nueva York. Caminó con unas antorchas por la ciudad de material plástico, tocando los muros con la punta de la llama, y la ciudad se abrió en grandes flores ardientes y luminosas. La hoguera, que medía casi dos kilómetros cuadrados, era bastante grande como para que la vieran desde el espacio. Atraería el cohete hacia Hathaway y su familia.
Volvió a la casa con el corazón apresurado y dolorido.
-Mirad -dijo alzando a la luz una botella polvorienta-. Un vino reservado especialmente para hoy. Ya sabía yo que alguien nos encontraría. ¡Bebamos celebrando el suceso!
Llenó cinco copas.
-Ha pasado mucho tiempo -dijo mirando gravemente su copa-. ¿Recordáis el día en que estalló la guerra? Hace veinte años y siete meses. Llamaron de la Tierra a todos los cohetes. Nosotros, tú y yo y los chicos, estábamos en los montes, dedicados a trabajos arqueológicos, investigando la técnica quirúrgica marciana. Casi reventamos los caballos, ¿os acordáis? Pero llegamos al pueblo con una semana de retraso. Todos se habían ido. América había sido destruida. Los cohetes partieron sin esperar a los rezagados, ¿os acordáis? Y sólo nosotros quedamos en Marte. Dios mío, ¡cómo pasan los años! Yo no hubiera podido resistir sin vosotros. Sin vosotros me hubiera matado. Pero con vosotros valía la pena esperar. Brindemos por nosotros -añadió levantando la copa-. Y por nuestra larga espera.
Hathaway bebió.
Su mujer, sus dos hijas y su hijo se llevaron la copa a los labios.
El vino les corrió por las barbillas.
A la mañana, los últimos restos del pueblo volaban como grandes copos blandos y negros por encima del fondo del mar. El fuego se había apagado, pero no había sido inútil: el punto rojo había crecido en el cielo.
Un aroma de pan de jengibre salía de la casa de piedra. Cuando Hathaway entró, su mujer ordenaba sobre la mesa las hornadas de pan fresco. Las dos hijas barrían suavemente el desnudo suelo de piedra con frescas escobas, y el hijo lustraba los cubiertos de plata.
-Les prepararemos un magnífico desayuno -rió Hathaway-. ¡Poneos los mejores trajes!
Salió al patio y caminó rápidamente hacia el vasto cobertizo de metal. En su interior estaban la cámara refrigeradora y el generador eléctrico que había reparado tantas veces con esos dedos delgados, eficientes y nerviosos, esos dedos que habían arreglado los relojes, los teléfonos y los alambres grabadores. El cobertizo estaba abarrotado de artefactos construidos por Hathaway. Algunos eran unas máquinas absurdas, y hasta él mismo ignoraba cómo funcionaban.
Sacó de la cámara frigorífica unas cajas de cartón acanalado con porotos y frutillas de veinte años atrás. Lázaro, levántate, pensó, y extrajo un pollo frío.
Cuando llegó el cohete, flotaban en el aire olores de cocina.
Hathaway corrió como un chico cuesta abajo. Sintió un agudo dolor en el pecho, se paró y se sentó en una peña, hasta que recobró el aliento. Luego siguió su carrera.
Se detuvo bajo la atmósfera abrasadora del ardiente cohete. Se abrió una portezuela. Un hombre se asomó.
-¡Capitán Wilder!
-¿Quién es? -preguntó el capitán Wilder. Saltó fuera del cohete y se quedó mirando al viejo-. ¡Dios santo, si es Hathaway! -añadió tendiéndole una mano.
-El mismo.
Se miraron a la cara.
-Hathaway, uno de mis viejos tripulantes, de la cuarta expedición.
-Ha pasado mucho tiempo, capitán.
-Demasiado. ¡Qué alegría volver a verlo!
-Soy viejo -dijo simplemente Hathaway.
-Yo tampoco soy joven. He estado veinte años en Júpiter, Saturno y Neptuno.
-Oí decir que lo habían ascendido para que no se metiera en la política colonial de Marte.
-El viejo miró alrededor-. Ha faltado usted tanto tiempo que no sabrá lo que ha ocurrido.
-Me lo imagino -dijo Wilder-. Dimos dos vueltas a Marte y sólo encontramos a un hombre, un tal Walter Gripp, a unos quince kilómetros de aquí. Le preguntamos si quería venir con nosotros, pero dijo que no. Cuando lo vimos por última vez estaba sentado en una mecedora, en mitad de la calle, fumando una pipa y saludándonos con la mano. Marte está bien muerto; no queda vivo ni un solo marciano. ¿Qué pasa en la tierra?
-Sabe usted tanto como yo. De vez en cuanto capto las radios de la Tierra muy débilmente. Pero siempre hablan en alguna lengua extranjera. Y de ellas sólo conozco el latín. Sólo llegan unas pocas palabras. Creo que la mayor parte de la Tierra está en ruinas. ¿Regresará usted, capitán?
-Sí. Tenemos mucha curiosidad, por supuesto. La radio no llegaba hasta nosotros. Queremos ver la Tierra, pase lo que pase.
-¿Nos llevarán a todos?
El capitán lo miró.
-Ah, sí, su mujer, ya me acuerdo. Hace veinticinco años, ¿verdad? Cuando inauguraron el primer pueblo usted se retiró del servicio y se vino con su mujer. Y tenía usted hijos…
-Un hijo y dos hijas.
-Sí, ya me acuerdo. ¿Están aquí?
-Allá arriba, en aquella casa. Nos está esperando a todos un buen desayuno. ¿Quieren venir?
-Será un honor, señor Hathaway -El capitán se volvió hacia el cohete-: ¡Abandonen la nave!
Hathaway, el capitán y los veinte tripulantes subieron por la colina aspirando profundamente el aire enrarecido y fresco de la mañana. El sol subía en el cielo y el día era muy hermoso.
-¿Se acuerda usted de Spender, capitán?
-Nunca lo he olvidado.
-Una vez al año visito su sepultura. Se diría que al fin realizó sus deseos. No quería que viniéramos aquí. Me imagino que ahora estará contento, pues nos vamos todos.
-¿Y qué fue de…cómo se llamaba.., Parkhill, Sam Parkhill?
-Abrió un quiosco de salchichas calientes.
-Muy propio de él.
-Y una semana después volvió a la Tierra, para entrar en el ejército.
Hathaway se llevó una mano al costado, sentándose bruscamente en una roca.
-Perdóneme, es la excitación. Volver a verlo después de tantos años. Tengo que descansar.
El corazón le golpeaba en el pecho. Contó los latidos. Mal asunto.
-Con nosotros viene un médico -dijo Wilder-. Excúseme, Hathaway, ya sé que usted también lo es, pero conviene que él lo examine…
Llamaron al médico
-No es nada -insistió Hathaway-. La espera, la excitación.
Apenas podía respirar. Tenía los labios azules. Y cuando el médico le puso el estetoscopio, añadió:
-Es como si hubiera vivido esperando este día. Y ahora que han llegado ustedes para llevarme otra vez a la Tierra, me siento ya satisfecho, y quisiera acostarme y olvidarme de todo.
El médico le dio una píldora amarilla.
-Tome esto. Es mejor que descanse.
-No diga tonterías. Déjeme estar sentado un momento. Es muy bueno verlos, oír al fin otras voces.
-¿Le hace efecto la píldora?
-Mucho. Vamos.
Siguieron caminando, colina arriba.
-Alice, ¡mira quién está aquí!
Hathaway frunció el ceño y se asomó al interior de la casa.
-¿Has oído, Alice?
Primero apareció la mujer. Después salieron las dos hijas altas y graciosas, y les siguió el hijo, todavía más alto.
-Alice, ¿te acuerdas del capitán Wilder?
Alice titubeó, miró a su marido, como pidiéndole instrucciones, y sonrió:
-Claro, ¡el capitán Wilder!
-Recuerdo que cenamos juntos la víspera de mi partida para Júpiter, señora Hathaway -dijo Wilder.
Alice le estrechó vigorosamente la mano.
-Mis hijas, Marguerite y Susan. Mi hijo John -dijo-. Os acordáis del capitán, ¿no es cierto?
Se dieron la mano, riendo y hablando animadamente.
-¿Huele a pan de jengibre? -preguntó el capitán.
-¿Quieren probarlo?
Todos se movieron. Sacaron apresuradamente unas mesas plegadizas, pusieron sobre ellas unos cubiertos y unas finas servilletas de seda y sirvieron unos platos humeantes. El capitán Wilder, de pie, inmóvil, miraba a la señora Hathaway y a las dos hijas que iban en silencio de un lado a otro. Les miraba las caras y seguía todos los movimientos de esas manos jóvenes y todas las expresiones de esos rostros tersos. Se sentó en una silla que le trajo el hijo.
-¿Cuántos años tienes, John?
-Veintitrés.
Wilder movió torpemente los cubiertos. Se había puesto pálido.
El hombre que estaba su lado le dijo en voz baja:
-No puede ser, capitán.
John fue a buscar más sillas.
-¿Qué dice, Williamson?
-Yo tengo cuarenta y tres. Fui a la escuela con John Hathaway, hace ya veinte años. John dice que tiene veintitrés años y representa esa edad. Pero no puede ser. Debiera tener, por lo menos, cuarenta y dos. ¿Qué significa esto, capitán?
-No sé.
-Pero, ¿qué le pasa, capitán?
-No me siento bien. A las hijas también las vi hace unos veinte años. No han cambiado. No tienen una arruga. ¿Quiere usted hacerme un favor? Quiero que me averigüe una cosa, Williamson. Le diré adónde debe ir y qué debe ver. Escabúllase cuando estemos terminando el desayuno. No tardará más de diez minutos. El sitio no está lejos. Lo he visto desde el cohete.
-¡Eh! ¿De qué están hablando con tanta seriedad? -les preguntó la señora Hathaway mientras les servía hábilmente la sopa-. ¡Sonrían! Estamos juntos, el viaje casi ha terminado. ¡Están ya en casa!
-Sí -dijo el capitán riéndose-. Está usted realmente muy bien y muy joven, señora Hathaway.
-¡Ah, los hombres!
Wilder la vio alejarse rápidamente con la cara encendida, tersa como una manzana, sin arrugas y de buen color. Respondía a las bromas con una risa cristalina, servía limpiamente la ensalada, sin detenerse una sola vez a tomar asiento. Y el hijo, huesudo, y las hijas, plenamente formadas, hablaban de sus vidas solitarias y se mostraban brillantemente ingeniosos, mientras el padre asentía orgullosamente.
Williamson se alejó en silencio, colina abajo.
-¿Adónde va? -preguntó Hathaway.
-A examinar el cohete -respondió Wilder-. Pero, como le iba diciendo, Hathaway, no hay nada en Júpiter, absolutamente nada para el hombre. En Saturno y en Plutón, tampoco.
Wilder habló mecánicamente, sin atender a lo que decía, pensando únicamente en Williamson que en ese momento descendía por la colina y que muy pronto estaría de vuelta.
-Gracias.
Marguerite Hathaway le estaba sirviendo agua. Wilder, impulsivamente, le tocó el brazo. La muchacha no se inmutó. La carne era firme y tibia.
Al otro lado de la mesa, Hathaway se interrumpía a veces, se tocaba el pecho con un gesto de dolor, seguía escuchando los murmullos y el ruido de la charla, y de vez en cuando miraba preocupado a Wilder, a quien no le gustaba aparentemente el pan de jengibre.
Williamson regresó. Se sentó y se puso a picotear la comida hasta que el capitán se inclinó hacia él.
-¿Bien?
-Lo encontré, capitán.
-¿Y…?
Williamson estaba pálido. No dejaba de mirar a los demás que hablaban y se reían. Las hijas sonreían gravemente, y el hijo contaba un chiste.
-He estado en el cementerio -dijo Williamson.
-Las cuatro cruces están allí, señor. Se pueden leer los nombres. Los he apuntado para estar seguro. -Y Williamson leyó en un papel blanco-: “Alice, Marguerite, Susan y John Hathaway. Muertos a causa de un virus desconocido. Julio de 2007”.
Wilder cerró los ojos.
-Gracias, Williamson.
La mano de Williamson temblaba.
-Hace diecinueve años, capitán.
-Sí.
-Entonces, ¿quiénes son estos?
-No lo sé.
-¿Se lo diremos a los demás?
-Más tarde. Siga comiendo como si nada hubiera ocurrido.
-No tengo mucho apetito, señor.
La comida terminó con un vino traído del cohete. Hathaway se puso de pie.
-Brindo por ustedes. Es bueno estar otra vez entre amigos. Y brindo también por mi mujer y mis hijos. Sin ellos no hubiera vivido hasta hoy. Sólo gracias a sus cariñosos cuidados he podido esperar la llegada de ustedes.
Alzo la copa hacia su familia. Los cuatro miraron azorados y cuando los demás comenzaron a beber bajaron los ojos.
Hathaway apuró su copa. Enseguida, sin un grito, cayó de bruces sobre la mesa y resbaló hasta el suelo. Algunos de los hombres le ayudaron a acostarse. El médico se inclinó sobre él y escuchó. Wilder tocó el hombro del médico. El médico levantó la vista y sacudió la cabeza. Wilder se arrodilló y tomó entre sus manos una mano de Hathaway.
-¿Wilder? -La voz de Hathaway apenas se oía-. He estropeado el desayuno.
-No diga disparates.
-Despídame de Alice y mis hijos.
-Espere un momento. Los voy a llamar.
-No, no -jadeó Hathaway- No comprenderían. No quisiera que comprendieran. No los llame.
Wilder no se movió.
Hathaway estaba muerto.
Wilder esperó algún tiempo. Luego se levantó y se alejó del grupo de hombres encorvados que rodeaban a Hathaway. Buscó a Alice y le dijo, mirándola fijamente:
-¿Sabe usted qué acaba de ocurrir?
-¿Le ha pasado algo a mi marido?
-Ha muerto. El corazón -contestó Wilder observándola.
-¡Qué pena! -dijo Alice.
-¿Cómo se siente usted?
-Hathaway no quería que nos pusiésemos tristes. Nos dijo que esto ocurriría en cualquier momento, y no quería que lloráramos. No nos enseñó a llorar. No quería que supiésemos hacerlo. Según él nada peor puede ocurrirle a un hombre que estar solo y ponerse triste y llorar. Por eso no sabemos lo que es llorar o estar tristes.
Wilder echó una ojeada a las manos de la mujer, las manos blandas y tibias, las uñas bien cuidadas y las finas muñecas. Miró el cuello esbelto y terso y los ojos inteligentes, y dijo al fin:
-El señor Hathaway los hizo muy bien, a usted y a sus hijos.
-A Hathaway le hubiera gustado oír eso. Estaba tan orgulloso de nosotros. Al cabo de un tiempo hasta olvidó que nos había hecho. Al final nos aceptaba y nos quería como si fuéramos de verdad su mujer y sus hijos. Y en cierto modo losomos.
-Ustedes lo ayudaron mucho.
-Sí, conversamos con él durante años interminables. Le gustaba hablar. Le gustaba la casa de piedra y el fuego de la chimenea. Hubiéramos podido vivir en una de las casas comunes del pueblo, pero a él le gustaba esto, donde podía ser primitivo si quería, o moderno si quería. Me hablaba muchas veces de su laboratorio y de sus inventos. Instaló una verdadera red de alambres y altavoces en el pueblo norteamericano. Cuando apretaba un botón el pueblo se iluminaba y se llenaba de ruidos, como si vivieran en él diez mil personas. Se oían aviones, automóviles y conversaciones. Hathaway se sentaba, encendía un cigarro y nos hablaba, y los ruidos del pueblo llegaban hasta nosotros, y de vez en cuando sonaba un teléfono y una voz grabada le hacía una consulta sobre ciencia o cirugía, y el señor Hathaway contestaba. Con el teléfono, nosotros, los ruidos del pueblo y su cigarro, era feliz. Pero hubo una cosa que no pudo conseguir: que envejeciéramos. Él envejecía día tras día, y nosotros no cambiábamos. Creo que nos quería así. Lo enterraremos en el cementerio de las cuatro cruces. Me parece que eso le gustaría a Hathaway.
Alice tocó suavemente la muñeca del capitán Wilder.
-Estoy segura.
El capitán dio unas órdenes. La familia siguió al reducido cortejo. Dos hombres llevaron a Hathaway en unas parihuelas cubiertas con un paño. El cortejo dejó atrás la casa de piedra y el cobertizo donde Hathaway, años atrás, había comenzado sus trabajos. Wilder se detuvo junto a la puerta del taller.
¿Cómo sería, se preguntó, vivir en un planeta con una mujer y tres hijos, y verlos morir y quedarse a solas con el viento y el silencio? ¿Qué se podía hacer? Enterrarlos bajo unas cruces, volver al taller y con inteligencia, memoria, habilidad manual e ingenio reconstruir, minuciosamente, mujer, hijo e hijas. Con toda una ciudad norteamericana a su disposición un hombre inteligente podía hacer cualquier cosa.
El ruido de los pasos se apagaba en la arena. Cuando llegaron al cementerio, dos de los hombres abrían una tumba.
Volvieron al cohete en las últimas horas de la tarde.
Williamson señaló la choza con un movimiento de cabeza:
-¿Qué vamos a hacer con ellos?
-No lo sé -dijo el capitán.
-¿Los va a parar?
El capitán pareció un poco sorprendido.
-¿Parar? No lo había pensado.
-No los llevaremos.
-No, sería inútil.
-¿Es decir que los vamos a dejar aquí, así, como son?
El capitán le alcanzó un arma a Williamson.
-Si usted es capaz… Yo no lo soy.
Cinco minutos después, Williamson volvió de la casa de piedra con el rostro transpirado.
-Tome el arma. Ahora comprendo lo que usted quería decir. Entré en la choza con el arma en la mano. Una de las hijas me sonrió. Y también los demás. La mujer me ofreció una taza de té. ¡Dios, sería un asesinato!
Wilder asintió.
-Nunca habrá nada tan maravilloso como ellos. Fueron construidos para durar diez, cincuenta, doscientos años. Sí, tienen derecho… a vivir, tanto como cualquiera de nosotros. -Sacudió la pipa y añadió-: Ahora, a bordo. Nos vamos. Este pueblo está muerto. Nada hacemos aquí.
Oscurecía. Se levantaba un viento helado. Los hombres ya estaban a bordo. El capitán titubeó.
-No volverá usted a… despedirse de ellos -dijo Williamson.
El capitán lo miró fríamente.
-No es asunto suyo.
Wilder subió a la casa en el viento del crepúsculo. Los hombres del cohete vieron que su sombra se detenía en el umbral. Vieron la sombra de una mujer. Vieron que el capitán le estrechaba la mano.
Un momento después, Wilder volvió corriendo hacia el cohete.
De noche, cuando el viento barre el fondo del mar muerto y el cementerio hexagonal con cuatro cruces viejas y una nueva, una luz brilla aún en la casa de piedra, y en esa casa, mientras ruge el viento, y giran los torbellinos de arena y las estrellas frías titilan en el cielo, cuatro figuras, una mujer, dos hijas y un hijo atienden el fuego sin ningún motivo y conversan y ríen.
Noche tras noche, año tras año, la mujer, sin ningún motivo, sale de la casa y mira largamente el cielo con las manos en alto, mira la Tierra, la luz verde, sin saber por qué mira, y después entra y echa al fuego unos trozos de leña, y el viento sigue soplando y el mar muerto sigue muerto.

Ray Bradbury - Crónicas Marcianas - Los hombres de la Tierra

Quienquiera que fuese el que golpeaba la puerta, no se cansaba de hacerlo.
La señora Ttt abrió la puerta de par en par.
-¿Y bien?
-¡Habla usted inglés! -El hombre, de pie en el umbral, estaba asombrado.
-Hablo lo que hablo -dijo ella.
-¡Un inglés admirable!
El hombre vestía uniforme. Había otros tres con él, excitados, muy sonrientes y muy sucios.
-¿Qué desean?-preguntó la señora Ttt.
-Usted es marciana -El hombre sonrió-. Esta palabra no le es familiar, ciertamente. Es una expresión terrestre -Con un movimiento de cabeza señaló a sus compañeros-. Venimos de la Tierra. Yo soy el capitán Williams. Hemos llegado a Marte no hace más de una hora, y aquí estamos, ¡la Segunda Expedición! Hubo una Primera Expedición, pero ignoramos qué les pasó. En fin, ¡henos aquí! Y el primer habitante de Marte que encontramos ¡es usted!
-¿Marte? -preguntó la mujer arqueando las cejas.
-Quiero decir que usted vive en el cuarto planeta a partir del Sol. ¿No es verdad?
-Elemental -replicó ella secamente, examinándolos de arriba abajo.
-Y nosotros -dijo el capitán señalándose a sí mismo con un pulgar sonrosado- somos de la Tierra. ¿No es así, muchachos?
-¡Así es, capitán! -exclamaron los otros a coro.
-Este es el planeta Tyrr -dijo la mujer-, si quieren llamarlo por su verdadero nombre.
-Tyrr, Tyrr. -El capitán rió a carcajadas-. ¡Qué nombre tan lindo! Pero, oiga, buena mujer, ¿cómo habla usted un inglés tan perfecto?
-No estoy hablando, estoy pensando -dijo ella-. ¡Telepatía! ¡Buenos días! -y dio un portazo.
Casi en seguida volvieron a llamar. Ese hombre espantoso, pensó la señora Ttt.
Abrió la puerta bruscamente.
-¿Y ahora qué? -preguntó.
El hombre estaba todavía en el umbral, desconcertado, tratando de sonreír. Extendió las manos.
-Creo que usted no comprende...
-¿Qué?
El hombre la miró sorprendido:
-¡Venimos de la Tierra!
-No tengo tiempo -dijo la mujer-. Hay mucho que cocinar, y coser, y limpiar... Ustedes, probablemente, querrán ver al señor Ttt. Está arriba, en su despacho.
-Sí -dijo el terrestre, parpadeando confuso-. Permítame ver al señor Ttt, por favor.
-Está ocupado.
La señora Ttt cerró nuevamente la puerta.
Esta vez los golpes fueron de una ruidosa impertinencia.
-¡Oiga! -gritó el hombre cuando la puerta volvió a abrirse-. ¡Este no es modo de tratar a las visitas! -Y entró de un salto en la casa, como si quisiera sorprender a la mujer.
-¡Mis pisos limpios! -gritó ella-. ¡Barro! ¡Fuera! ¡Antes de entrar, límpiese las botas!
El hombre se miró apesadumbrado las botas embarradas.
-No es hora de preocuparse por tonterías -dijo luego-. Creo que ante todo debiéramos celebrar el acontecimiento. -Y miró fijamente a la mujer, como si esa mirada pudiera aclarar la situación.
-¡Si se me han quemado las tortas de cristal -gritó ella-, lo echaré de aquí a bastonazos!
La mujer atisbó unos instantes el interior de un horno encendido y regresó con la cara roja y transpirada. Era delgada y ágil, como un insecto. Tenía ojos amarillos y penetrantes, tez morena, y una voz metálica y aguda.
-Espere un momento. Trataré de que el señor Ttt los reciba. ¿Qué asunto los trae?
El hombre lanzó un terrible juramento, como si la mujer le hubiese martillado una mano.
-¡Dígale que venimos de la Tierra! ¡Que nadie vino antes de allá!
-¿Que nadie vino de dónde? Bueno, no importa -dijo la mujer alzando una mano-. En seguida vuelvo.
El ruido de sus pasos tembló ligeramente en la casa de piedra.
Afuera, brillaba el inmenso cielo azul de Marte, caluroso y tranquilo como las aguas cálidas y profundas de un océano. El desierto marciano se tostaba como una prehistórica vasija de barro. El calor crecía en temblorosas oleadas. Un cohete pequeño yacía en la cima de una colina próxima y las huellas de unas pisadas unían la puerta del cohete con la casa de piedra.
De pronto se oyeron unas voces que discutían en el piso superior de la casa. Los hombres se miraron, se movieron inquietos, apoyándose ya en un pie, ya en otro, y con los pulgares en el cinturón tamborilearon nerviosamente sobre el cuero.
Arriba gritaba un hombre. Una voz de mujer le replicaba en el mismo tono. Pasó un cuarto de hora. Los hombres se pasearon de un lado a otro, sin saber qué hacer.
-¿Alguien tiene cigarrillos? -preguntó uno.
Otro sacó un paquete y todos encendieron un cigarrillo y exhalaron lentas cintas de pálido humo blanco. Los hombres se tironearon los faldones de las chaquetas; se arreglaron los cuellos.
El murmullo y el canto de las voces continuaban. El capitán consultó su reloj.
-Veinticinco minutos -dijo-. Me pregunto qué estarán tramando ahí arriba. -Se paró ante una ventana y miró hacia afuera.
-Qué día sofocante -dijo un hombre.
-Sí -dijo otro.
Era el tiempo lento y caluroso de las primeras horas de la tarde. El murmullo de las voces se apagó. En la silenciosa habitación sólo se oía la respiración de los hombres. Pasó una hora.
-Espero que no hayamos provocado un incidente -dijo el capitán. Se volvió y espió el interior del vestíbulo.
Allí estaba la señora Ttt, regando las plantas que crecían en el centro de la habitación.
-Ya me parecía que había olvidado algo -dijo la mujer avanzando hacia el capitán-. Lo siento -añadió, y le entregó un trozo de papel-. El señor Ttt está muy ocupado. -Se volvió hacia la cocina. -Por otra parte, no es el señor Ttt a quien usted desea ver, sino al señor Aaa. Lleve este papel a la granja próxima, al lado del canal azul, y el señor Aaa les dirá lo que ustedes quieren saber.
-No queremos saber nada -objetó el capitán frunciendo los gruesos labios-. Ya lo sabemos.
-Tienen el papel, ¿qué más quieren? -dijo la mujer con brusquedad, decidida a no añadir una palabra.
-Bueno -dijo el capitán sin moverse, como esperando algo. Parecía un niño, con los ojos clavados en un desnudo árbol de Navidad-. Bueno -repitió-. Vamos, muchachos.
Los cuatro hombres salieron al silencio y al calor de la tarde.
Una media hora después, sentado en su biblioteca, el señor Aaa bebía unos sorbos de fuego eléctrico de una copa de metal, cuando oyó unas voces que venían por el camino de piedra. Se inclinó sobre el alféizar de la ventana y vio a cuatro hombres uniformados que lo miraban entornando los ojos.
-¿El señor Aaa?-le preguntaron.
-El mismo.
-¡Nos envía el señor Ttt! -gritó el capitán.
-¿Y por qué ha hecho eso?
-¡Estaba ocupado!
-¡Qué lástima! -dijo el señor Aaa, con tono sarcástico-. ¿Creerá que estoy aquí para atender a las gentes que lo molestan?
-No es eso lo importante, señor -replicó el capitán.
-Para mí, sí. Tengo mucho que leer. El señor Ttt es un desconsiderado. No es la primera vez que se comporta de este modo. No mueva usted las manos, señor. Espere a que termine. Y preste atención. La gente suele escucharme cuando hablo. Y usted me escuchará cortésmente o no diré una palabra.
Los cuatro hombres de la calle abrieron la boca, se movieron incómodos, y por un momento las lágrimas asomaron a los ojos del capitán.
-¿Le parece a usted bien -sermoneó el señor Aaa- que el señor Ttt haga estas cosas?
Los cuatro hombres alzaron los ojos en el calor.
-¡Venimos de la Tierra! -dijo el capitán.
-A mí me parece que es un mal educado -continuó el señor Aaa.
-En un cohete. Venimos en un cohete.
-No es la primera vez que Ttt comete estas torpezas.
-Directamente desde la Tierra.
-Me gustaría llamarlo y decirle lo que pienso.
-Nosotros cuatro, yo y estos tres hombres, mi tripulación.
-¡Lo llamaré, sí, voy a llamarlo!
-Tierra. Cohete. Hombres. Viaje. Espacio.
-¡Lo llamaré y tendrá que oírme! -gritó el señor Aaa, y desapareció como un títere de un escenario.
Durante unos instantes se oyeron unas voces coléricas que iban y venían por algún extraño aparato. Abajo, el capitán y su tripulación miraban tristemente por encima del hombro el hermoso cohete que yacía en la colina, tan atractivo y delicado y brillante.
El señor Aaa reapareció de pronto en la ventana, con un salvaje aire de triunfo.
-¡Lo he retado a duelo, por todos los dioses! ¡A duelo!
-Señor Aaa... -comenzó otra vez el capitán con voz suave.
-¡Lo voy a matar! ¿Me oye?
-Señor Aaa, quisiera decirle que hemos viajado noventa millones de kilómetros.
El señor Aaa miró al capitán por primera vez.
-¿De dónde dice que vienen?
El capitán emitió una blanca sonrisa.
-Al fin nos entendemos -les murmuró en un aparte a sus hombres, y le dijo al señor Aaa-: Recorrimos noventa millones de kilómetros. ¡Desde la Tierra!
El señor Aaa bostezó.
-En esta época del año la distancia es sólo de setenta y cinco millones de kilómetros. -Blandió un arma de aspecto terrible-. Bueno, tengo que irme. Lleven esa estúpida nota, aunque no sé de qué les servirá, a la aldea de Iopr, sobre la colina, y hablen con el señor Iii. Ése es el hombre a quien quieren ver. No al señor Ttt. Ttt es un idiota, y voy a matarlo. Ustedes, además, no son de mi especialidad.
-Especialidad, especialidad -baló el capitán-. ¿Pero es necesario ser un especialista para dar la bienvenida a hombres de la Tierra?
-No sea tonto, todo el mundo lo sabe.
El señor Aaa desapareció. Apareció unos instantes después en la puerta y se alejó velozmente calle abajo.
-¡Adiós! -gritó.
Los cuatro viajeros no se movieron, desconcertados. Finalmente dijo el capitán:
-Ya encontraremos quien nos escuche.
-Quizá debiéramos irnos y volver-sugirió un hombre con voz melancólica-. Quizá debiéramos elevarnos y descender de nuevo. Darles tiempo de organizar una fiesta.
-Puede ser una buena idea -murmuró fatigado el capitán.
En la aldea la gente salía de las casas y entraba en ellas, saludándose, y llevaba máscaras doradas, azules y rojas, máscaras de labios de plata y cejas de bronce, máscaras serias o sonrientes, según el humor de sus dueños.
Los cuatro hombres, sudorosos luego de la larga caminata, se detuvieron y le preguntaron a una niñita dónde estaba la casa del señor Iii.
-Ahí -dijo la niña con un movimiento de cabeza.
El capitán puso una rodilla en tierra, solemnemente, cuidadosamente, y miró el rostro joven y dulce.
-Oye, niña, quiero decirte algo.
La sentó en su rodilla y tomó entre sus manazas las manos diminutas y morenas, como si fuera a contarle un cuento de hadas preciso y minucioso.
-Bien, te voy a contar lo que pasa. Hace seis meses otro cohete vino a Marte. Traía a un hombre llamado York y a su ayudante. No sabemos qué les pasó. Quizá se destrozaron al descender. Vinieron en un cohete, como nosotros. Debes de haberlo visto. ¡Un gran cohete! Por lo tanto nosotros somos la Segunda Expedición. Y venimos directamente de la Tierra...
La niña soltó distraídamente una mano y se ajustó a la cara una inexpresiva máscara dorada. Luego sacó de un bolsillo una araña de oro y la dejó caer. El capitán seguía hablando. La araña subió dócilmente a la rodilla de la niña, que la miraba sin expresión por las hendiduras de la máscara. El capitán zarandeó suavemente a la niña y habló con una voz más firme:
-Somos de la Tierra, ¿me crees?
-Sí -respondió la niña mientras observaba cómo los dedos de los pies se le hundían en la arena.
-Muy bien. -El capitán le pellizcó un brazo, un poco porque estaba contento y un poco porque quería que ella lo mirase-. Nosotros mismos hemos construido este cohete. ¿Lo crees, no es cierto?
La niña se metió un dedo en la nariz.
-Sí -dijo.
-Y... Sácate el dedo de la nariz, niñita... Yo soy el capitán y...
-Nadie hasta hoy cruzó el espacio en un cohete -recitó la criatura con los ojos cerrados.
-¡Maravilloso! ¿Cómo lo sabes?
-Oh, telepatía... -respondió la niña limpiándose distraídamente el dedo en una pierna.
-Y bien, ¿eso no te asombra? -gritó el capitán-. ¿No estás contenta?
-Será mejor que vayan a ver en seguida al señor Iii -dijo la niña, y dejó caer su juguete-. Al señor lii le gustará mucho hablar con ustedes.
La niña se alejó. La araña echó a correr obedientemente detrás de ella.
El capitán, en cuclillas, se quedó mirándola, con las manos extendidas, la boca abierta y los ojos húmedos.
Los otros tres hombres, de pie sobre sus sombras, escupieron en la calle de piedra.
El señor Iii abrió la puerta. Salía en ese momento para una conferencia, pero podía concederles unos instantes si se decidían a entrar y le informaban brevemente del objeto de la visita.
-Un minuto de atención -dijo el capitán, cansado, con los ojos enrojecidos-. Venimos de la Tierra, en un cohete; somos cuatro: tripulación y capitán; estamos exhaustos, hambrientos, y quisiéramos encontrar un sitio para dormir. Nos gustaría que nos dieran la llave de la ciudad, o algo parecido, y que alguien nos estrechara la mano y nos dijera: "¡Bravo!" y "¡Enhorabuena, amigos!" Eso es todo.
El señor lii era alto, vaporoso, delgado, y llevaba unas gafas de gruesos cristales azules sobre los ojos amarillos. Se inclinó sobre el escritorio y se puso a estudiar unos papeles. De cuando en cuando alzaba la vista y observaba con atención a sus visitantes.
-No creo tener aquí los formularios -dijo revolviendo los cajones del escritorio-. ¿Dónde los habré puesto? Deben de estar en alguna parte... ¡Ah, sí, aquí! -Le alcanzó al capitán unos papeles-. Tendrá usted que firmar, por supuesto.
-¿Tenemos que pasar por tantas complicaciones? -preguntó el capitán.
El señor Iii le lanzó una mirada vidriosa.
-¿No dice que viene de la Tierra? Pues tiene que firmar.
El capitán escribió su nombre.
-¿Es necesario que firmen también los tripulantes?
El señor Iii miró al capitán, luego a los otros tres y estalló en una carcajada burlona.
-¡Que ellos firmen! ¡Ah, admirable! ¡Que ellos, oh, que ellos firmen! -Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se palmeó una rodilla y se dobló en dos sofocado por la risa. Se apoyó en el escritorio-. ¡Que ellos firmen!
Los cuatro hombres fruncieron el ceño.
-¿Es tan gracioso?
-¡Que ellos firmen! -suspiró el señor Iii, debilitado por su hilaridad-. Tiene gracia. Debo contárselo al señor Xxx.
Examinó el formulario, riéndose aún a ratos.
-Parece que todo está bien. -Movió afirmativamente la cabeza-. Hasta su conformidad para una posible eutanasia -cloqueó.
-¿Conformidad para qué?
-Cállese. Tengo algo para usted. Aquí está. La llave.
El capitán se sonrojó.
-Es un gran honor...
-¡No es la llave de la ciudad, imbécil! -ladró el señor Iii-. Es la de la Casa. Vaya por aquel pasillo, abra la puerta grande, entre y cierre bien. Puede pasar allí la noche. Por la mañana le mandaré al señor Xxx.
El capitán titubeó, tomó la llave y se quedó mirando fijamente las tablas del piso. Sus hombres tampoco se movieron. Parecían secos, vacíos, como si hubiesen perdido toda la pasión y la fiebre del viaje.
-¿Qué le pasa? -preguntó el señor Iii-. ¿Qué espera? ¿Qué quiere? -Se adelantó y estudió de cerca el rostro del capitán. -¡Váyase!
-Me figuro que no podría usted... -sugirió el capitán-, quiero decir... En fin... Hemos trabajado mucho, hemos hecho un largo viaje y quizá pudiera usted estrecharnos la mano y darnos la enhorabuena -añadió con voz apagada-. ¿No le parece?
El señor Iii le tendió rígidamente la mano y le sonrió con frialdad.
-¡Enhorabuena! -y apartándose dijo-: Ahora tengo que irme. Utilice esa llave.
Sin fijarse más en ellos, como si se hubieran filtrado a través del piso, el señor Iii anduvo de un lado a otro por la habitación, llenando con papeles una cartera. Se entretuvo en la oficina otros cinco minutos, pero sin dirigir una sola vez la palabra al solemne cuarteto inmóvil, cabizbajo, de piernas de plomo, brazos colgantes y mirada apagada.
Al fin cruzó la puerta, absorto en la contemplación de sus uñas...
Avanzaron pesadamente por el pasillo, en la penumbra silenciosa de la tarde, hasta llegar a una pulida puerta de plata. La abrieron con la llave, también de plata, entraron, cerraron, y se volvieron.
Estaban en un vasto aposento soleado. Sentados o de pie, en grupos, varios hombres y mujeres conversaban junto a las mesas. Al oír el ruido de la puerta miraron a los cuatro hombres de uniforme.
Un marciano se adelantó y los saludó con una reverencia.
-Yo soy el señor Uuu.
-Y yo soy el capitán Jonathan Williams, de la ciudad de Nueva York, de la Tierra -dijo el capitán sin mucho entusiasmo.
Inmediatamente hubo una explosión en la sala.
Los muros temblaron con los gritos y exclamaciones. Hombres y mujeres gritando de alegría, derribando las mesas, tropezando unos con otros, corrieron hacia los terrestres y, levantándolos en hombros, dieron seis vueltas completas a la sala, saltando, gesticulando y cantando.
Los terrestres estaban tan sorprendidos que durante un minuto se dejaron llevar por aquella marea de hombros antes de estallar en risas y gritos.
-¡Esto se parece más a lo que esperábamos!
-¡Esto es vida! ¡Bravo! ¡Bravo!
Se guiñaban alegremente los ojos, alzaban los brazos, golpeaban el aire.
-¡Hip! ¡Hip! -gritaban.
-¡Hurra! -respondía la muchedumbre.
Al fin los pusieron sobre una mesa. Los gritos cesaron. El capitán estaba a punto de llorar:
-Gracias. Gracias. Esto nos ha hecho mucho bien.
-Cuéntenos su historia -sugirió el señor Uuu.
El capitán carraspeó y habló, interrumpido por los ¡oh! y ¡ah! del auditorio. Presentó a sus compañeros, y todos pronunciaron un discursito, azorados por el estruendo de los aplausos.
El señor Uuu palmeó al capitán.
-Es agradable ver a otros de la Tierra. Yo también soy de allí.
-¿Qué ha dicho usted?
-Aquí somos muchos los terrestres.
El capitán lo miró fijamente.
-¿Usted? ¿Terrestre? ¿Es posible? ¿Vino en un cohete? ¿Desde cuándo se viaja por el espacio? -Parecía decepcionado. -¿De qué... de qué país es usted?
-De Tuiereol. Vine hace años en el espíritu de mi cuerpo.
-Tuiereol. -El capitán articuló dificultosamente la palabra. -No conozco ese país. ¿Qué es eso del espíritu del cuerpo?
-También la señorita Rrr es terrestre. ¿No es cierto, señorita Rrr?
La señorita Rrr asintió con una risa extraña.
-También el señor Www, el señor Qqq y el señor Vvv.
-Yo soy de Júpiter -dijo uno pavoneándose.
-Yo de Saturno -dijo otro. Los ojos le brillaban maliciosamente.
-Júpiter, Saturno -murmuró el capitán, parpadeando.
Todos callaron; los marcianos, ojerosos, de pupilas amarillas y brillantes, volvieron a agruparse alrededor de las mesas de banquete, extrañamente vacías. El capitán observó, por primera vez, que la habitación no tenía ventanas. La luz parecía filtrarse por las paredes. No había más que una puerta.
-Todo esto es confuso. ¿Dónde diablo está Tuiereol? ¿Cerca de América? -dijo el capitán.
-¿Que es América?
-¿No ha oído hablar del continente americano y dice que es terrestre?
El señor Uuu se irguió enojado.
-La Tierra está cubierta de mares, es sólo mar. No hay continentes. Yo soy de allí y lo sé.
El capitán se echó hacia atrás en su silla.
-Un momento, un momento. Usted tiene cara de marciano, ojos amarillos, tez morena.
-La Tierra es sólo selvas -dijo orgullosamente la señorita Rrr-. Yo soy de Orri, en la Tierra; una civilización donde todo es de plata.
El capitán miró sucesivamente al señor Uuu, al señor Www, al señor Zzz, al señor Nnn, al señor Hhh y al señor Bbb, y vio que los ojos amarillos se fundían y apagaban a la luz, y se contraían y dilataban. Se estremeció, se volvió hacia sus hombres y los miró sombríamente.
-¡Comprenden qué es esto?
-¿Qué, señor?
-No es una celebración -contestó agotado el capitán-. No es un banquete. Estas gentes no son representantes del gobierno. Esta no es una fiesta de sorpresa. Mírenles los ojos. Escúchenlos.
Retuvieron el aliento. En la sala cerrada sólo había un suave movimiento de ojos blancos.
-Ahora entiendo -dijo el capitán con voz muy lejana- por qué todos nos daban papelitos y nos pasaban de uno a otro, y por qué el señor Iii nos mostró un pasillo y nos dio una llave para abrir una puerta y cerrar una puerta. Y aquí estamos...
-¿Dónde, capitán?
-En un manicomio.
Era de noche. En la vasta sala silenciosa, tenuemente alumbrada por unas luces ocultas en los muros transparentes, los cuatro terrestres, sentados alrededor de una mesa de madera, conversaban en voz baja, con los rostros juntos y pálidos. Hombres y mujeres yacían desordenadamente por el suelo. En los rincones oscuros había leves estremecimientos: hombres o mujeres solitarios que movían las manos. Cada media hora uno de los terrestres intentaba abrir la puerta de plata.
-No hay nada que hacer. Estamos encerrados.
-¿Creen realmente que somos locos, capitán?
-No hay duda. Por eso no se entusiasmaron al vernos. Se limitaron a tolerar lo que entre ellos debe de ser un estado frecuente de psicosis. -Señaló las formas oscuras que yacían alrededor. -Paranoicos todos. ¡Qué bienvenida! -Una llamita se alzó y murió en los ojos del capitán. -Por un momento creí que nos recibían como merecíamos. Gritos, cantos y discursos. Todo estuvo muy bien, ¿no es cierto? Mientras duró.
-¿Cuánto tiempo nos van a tener aquí?
Hasta que demostremos que no somos psicópatas.
-Eso será fácil.
-Espero que sí.
-No parece estar muy seguro
-No lo estoy. Mire aquel rincón.
De la boca de un hombre en cuclillas brotó una llama azul. La llama se transformó en una mujercita desnuda, y susurrando y suspirando se abrió como una flor en vapores de color cobalto.
El capitán señaló otro rincón. Una mujer, de pie, se encerró en una columna de cristal; luego fue una estatua dorada, después una vara de cedro pulido, y al fin otra vez una mujer.
En la sala oscurecida todos exhalaban pequeñas llamas violáceas móviles y cambiantes, pues la noche era tiempo de transformaciones y aflicción.
-Magos, brujos -susurró un terrestre.
-No, alucinados. Nos comunican su demencia y vemos así sus alucinaciones. Telepatía. Autosugestión y telepatía.
-¿Y eso le preocupa, capitán?
-Sí. Si esas alucinaciones pueden ser tan reales, tan contagiosas, tanto para nosotros como para cualquier otra persona, no es raro que nos hayan tomado por psicópatas. Si aquel hombre es capaz de crear mujercitas de fuego azul, y aquella mujer puede transformarse en una columna, es muy natural que los marcianos normales piensen que también nosotros hemos creado nuestro cohete.
-Oh -exclamaron sus hombres en la oscuridad.
Las llamas azules brotaban alrededor de los terrestres, brillaban un momento, y se desvanecían. Unos diablillos de arena roja corrían entre los dientes de los hombres dormidos. Las mujeres se transformaban en serpientes aceitosas. Había un olor de reptiles y bestias.
Por la mañana todos estaban de pie, frescos, contentos y normales. No había llamas ni demonios. El capitán y sus hombres se habían acercado a la puerta de plata, con la esperanza de que se abriera.
El señor Xxx llegó unas cuatro horas después. Los terrestres sospecharon que había estado esperando del otro lado de la puerta, espiándolos por lo menos durante tres horas. Con un gesto les pidió que lo acompañaran a una oficina pequeña.
Era un hombre jovial, sonriente, si se le juzgaba por su máscara. En ella estaban pintadas no una sonrisa, sino tres.
Detrás de la máscara, su voz era la de un psiquiatra no tan sonriente.
-Y bien, ¿qué pasa?
-Usted cree que estamos locos, y no lo estamos -dijo el capitán.
-Yo no creo que todos estén locos -replicó el psiquiatra señalando con una varita al capitán-. El único loco es usted. Los otros son alucinaciones secundarias.
El capitán se palmeó una rodilla.
-¡Ah, es eso! ¡Ahora comprendo por qué se rió el señor Iii cuando sugerí que mis hombres firmaran los papeles!
El psiquiatra rió a través de su sonrisa tallada.
-Sí, ya me lo contó el señor Iii. Fue una broma excelente. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Alucinaciones secundarias. A veces vienen a verme mujeres con culebras en las orejas. Cuando las curo, las culebras se disipan.
-Nosotros nos alegraremos de que nos cure. Siga.
El señor Xxx pareció sorprenderse.
-Es raro. No son muchos los que quieren curarse. Le advierto a usted que el tratamiento es muy severo.
-¡Siga curándonos! Pronto sabrá que estamos cuerdos.
-Permítame que examine sus papeles. Quiero saber si están en orden antes de iniciar el tratamiento. -Y el señor Xxx examinó el contenido de una carpeta.- Sí. Los casos como el suyo necesitan un tratamiento especial. Las personas de aquella sala son casos muy simples. Pero cuando se llega como usted, debo advertírselo, a alucinaciones primarias, secundarias, auditivas, olfativas y labiales, y a fantasías táctiles y ópticas, el asunto es grave. Es necesario recurrir a la eutanasia.
El capitán se puso en pie de un salto y rugió:
-Mire, ¡ya hemos aguantado bastante! ¡Sométanos a sus pruebas, verifique los reflejos, auscúltenos, exorcícenos, pregúntenos!
-Hable libremente.
El capitán habló, furioso, durante una hora. El psiquiatra escuchó.
-Increíble. Nunca oí fantasía onírica más detallada.
-¡No diga estupideces! ¡Le enseñaremos nuestro cohete! -gritó el capitán.
-Me gustaría verlo. ¿Puede usted manifestarlo en esa habitación?
-Por supuesto. Está en ese fichero, en la letra C.
El señor Xxx examinó atentamente el fichero, emitió un sonido de desaprobación, y lo cerró solemnemente.
-¿Por qué me ha engañado usted? El cohete no está aquí.
-Claro que no, idiota. Ha sido una broma. ¿Bromea un loco?
-Tiene usted unas bromas muy raras. Bueno, salgamos. Quiero ver su cohete.
Era mediodía. Cuando llegaron al cohete hacía mucho calor.
-Ajá.
El psiquiatra se acercó a la nave y la golpeó. El metal resonó suavemente.
-¿Puedo entrar?-preguntó con picardía.
-Entre.
El señor Xxx desapareció en el interior del cohete.
-Esto es exasperante -dijo el capitán, mordisqueando un cigarro-. Volvería gustoso a la Tierra y les aconsejaría no ocuparse más de Marte. ¡Qué gentes más desconfiadas!
-Me parece que aquí hay muchos locos, capitán. Por eso dudan tanto quizá.
-Sí, pero es muy irritante.
El psiquiatra salió de la nave después de hurgar, golpear, escuchar, oler y gustar durante media hora.
-Y bien, ¿está usted convencido? -gritó el capitán como si el señor Xxx fuera sordo.
El psiquiatra cerró los ojos y se rascó la nariz.
-Nunca conocí ejemplo más increíble de alucinación sensorial y sugestión hipnótica. He examinado el "cohete", como lo llama usted. -Golpeó la coraza. -Lo oigo. Fantasía auditiva. -Aspiró. -Lo huelo. Alucinación olfativa inducida por telepatía sensorial. -Acercó sus labios al cohete. -Lo gusto. Fantasía labial.
El psiquiatra estrechó la mano del capitán:
-¿Me permite que lo felicite? ¡Es usted un genio psicópata! Ha hecho usted un trabajo completo. La tarea de proyectar una imaginaria vida psicópata en la mente de otra persona por medio de la telepatía, y evitar que las alucinaciones se vayan debilitando sensorialmente, es casi imposible. Las gentes de mi pabellón se concentran habitualmente en fantasías visuales, o cuando más en fantasías visuales y auditivas combinadas. ¡Usted ha logrado una síntesis total! ¡Su demencia es hermosísimamente completa!
El capitán palideció:
-¿Mi demencia?
-Sí. Qué demencia más hermosa. Metal, caucho, gravitadores, comida, ropa, combustible, armas, escaleras, tuercas, cucharas. He comprobado que en su nave hay diez mil artículos distintos. Nunca había visto tal complejidad. Hay hasta sombras debajo de las literas y debajo de todo. ¡Qué poder de concentración! Y todo, no importan cuándo o cómo se pruebe, tiene olor, solidez, gusto, sonido. Permítame que lo abrace. -El psiquiatra abrazó al capitán.- Consignaré todo esto en lo que será mi mejor monografía. El mes que viene hablaré en la Academia Marciana. Mírese. Ha cambiado usted hasta el color de sus ojos, del amarillo al azul, y la tez de morena a sonrosada. ¡Y su ropa, y sus manos de cinco dedos en vez de seis! ¡Metamorfosis biológica a través del desequilibrio psicológico! Y sus tres amigos...
El señor Xxx sacó un arma pequeña:
-Es usted incurable, por supuesto. ¡Pobre hombre admirable! Muerto será más feliz. ¿Quiere usted confiarme su última voluntad?
-¡Quieto por Dios! ¡No haga fuego!
-Pobre criatura. Lo sacaré de esa miseria que lo llevó a imaginar este cohete y estos tres hombres. Será interesantísimo ver cómo sus amigos y su cohete se disipan en cuanto yo lo mate. Con lo que observe hoy escribiré un excelente informe sobre la disolución de las imágenes neuróticas.
-¡Soy de la Tierra! Me llamo Jonathan Williams y estos...
-Sí, ya lo sé -dijo suavemente el señor Xxx, y disparó su arma.
El capitán cayó con una bala en el corazón. Los otros tres se pusieron a gritar.
El señor Xxx los miró sorprendido.
-¿Siguen ustedes existiendo? ¡Soberbio! Alucinaciones que persisten en el tiempo y en el espacio. -Apuntó hacia ellos. -Bien, los disolveré con el miedo.
-¡No! -gritaron los tres hombres.
-Petición auditiva, aun muerto el paciente -observó el señor Xxx mientras los hacía caer con sus disparos.
Quedaron tendidos en la arena, intactos, inmóviles. El señor Xxx los tocó con la punta del pie y luego golpeó la coraza del cohete.
-¡Persiste! ¡Persisten! -exclamó y disparó de nuevo su arma, varias veces, contra los cadáveres. Dio un paso atrás. La máscara sonriente se le cayó de la cara.
-Alucinaciones -murmuró aturdidamente-. Gusto. Vista. Olor. Tacto. Sonido.
El rostro del menudo psiquiatra cambió lentamente. Se le aflojaron las mandíbulas. Soltó el arma. Miró alrededor con ojos apagados y ausentes. Extendió las manos como un ciego, y palpó los cadáveres, sintiendo que la saliva le llenaba la boca.
Movió débilmente las manos, desorbitado, babeando.
-¡Váyanse! -les gritó a los cadáveres-. ¡Váyase! -le gritó al cohete.
Se examinó las manos temblorosas.
-Contaminado -susurró-. Víctima de una transferencia. Telepatía. Hipnosis. Ahora soy yo el loco. Contaminado. Alucinaciones en todas sus formas. -Se detuvo y con manos entumecidas buscó a su alrededor el arma. -Hay sólo una cura, sólo una manera de que se vayan, de que desaparezcan.
Se oyó un disparo.
Los cuatro cadáveres yacían al sol; el señor Xxx cayó junto a ellos.
El cohete, reclinado en la colina soleada, no desapareció.
Cuando en el ocaso del día la gente del pueblo encontró el cohete, se preguntó qué sería aquello. Nadie lo sabía; por lo tanto fue vendido a un chatarrero, que se lo llevó para desmontarlo y venderlo como hierro viejo.
Aquella noche llovió continuamente. El día siguiente fue bueno y caluroso.