miércoles, 24 de mayo de 2017

La máscara de la Muerte Roja - Edgar Allan Poe

La máscara de la Muerte Roja - Edgar Allan Poe

La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

jueves, 14 de mayo de 2015

Romance de Gerineldo y la infanta

ROMANCE
de Gerineldo y la infanta


                          -Gerineldo, Gerineldo,
                                     paje del rey más querido,
                                  quién te tuviera esta noche
                                        en mi jardín florecido.
                                       Válgame Dios, Gerineldo,
                                       cuerpo que tienes tan lindo.
                                        –Como soy vuestro criado,
                                        señora, burláis conmigo.
                                        –No me burlo, Gerineldo
                                  que de veras te lo digo.
                                -¿Y cuándo, señora mía,
                                   cumpliréis lo prometido?
                                  –Entre las doce y la una,
                                   que el rey estará dormido.
                                     Media noche ya es pasada.
                                Gerineldo no ha venido.
                                    “¡Oh, malhaya, Gerineldo,
                                    quien amor puso contigo!”
                                   –Abráisme, la mi señora,
                                   abráisme, cuerpo garrido.
                                -¿Quién a mi estancia se atreve,
                                   quién llama así a mi postigo?
                                    –No os turbéis, señora mía,
                                    que soy vuestro dulce amigo.
                                   Tomáralo por la mano
                                  y en el lecho lo ha metido;
                                    entre juegos y deleites
                                la noche se les ha ido,
                                   y allá hacia el amanecer
                                    los dos se duermen vencidos.
                                    Despertado había el rey
                                de un sueño despavorido.
                                   “O me roban a la infanta
                                 o traicionan el castillo.”
                                  Aprisa llama a su paje
                               pidiéndole los vestidos:
”¡Gerineldo, Gerineldo,
                                   el mi paje más querido!”
                                    Tres veces le había llamado,
                                    ninguna le ha respondido.
                                    Puso la espada en la cinta,
                                    a donde la infanta ha ido;
                                    vio a su hija, vio a su paje
                                    como mujer y marido.
                                  “¿Mataré yo a Gerineldo,
                                   a quien crié desde niño?
                                  Pues si matare a la infanta,
                                    mi reino queda perdido.
                                    Pondré mi espada por medio,
                                    que me sirva de testigo.”
                                    Y salióse hacia el jardín
                                    Sin ser de nadie sentido.
                                    Rebullíase la infanta
                                    tres horas ya el sol salido;
                                    con el frior de la espada
                                    la dama se ha estremecido.
                                    –Levántate, Gerineldo,
                                    levántate, dueño mío,
                                    la espada del rey mi padre
                                    entre los dos ha dormido.
                                    -¿Y adónde iré, mi señora,
                                    que del rey no sea visto?
                                    –Vete por ese jardín
                                    cogiendo rosas y lirios;
                                    pesares que te vinieren
                                    yo los partiré contigo.
                                    -¿Dónde vienes, Gerineldo,
                                    tan mustio y descolorido?
                                    –Vengo del jardín, buen rey,
                                    por ver cómo ha florecido;
                                    la fragancia de una rosa
                                    la color me ha desvaído.
                                    –De esa rosa que has cortado
                                    mi espada será testigo.
                                    –Matadme, señor, matadme,
                                    bien lo tengo merecido.
                                       Ellos en estas razones,
                                    la infanta a su padre vino:
                                    –Rey y señor, no lo mates,
                                    mas dámelo por marido.
                                    O si lo quieres matar

                                    la muerte será conmigo.

domingo, 3 de mayo de 2015

Frederic Bastiat - Gobierno

Gobierno

Por Frederic Bastiat (1850)

Yo desearía que alguien ofreciera un premio por una buena, simple e inteligente
definición de la palabra "Gobierno".
¡Qué gran servicio le conferiría a la sociedad!
¡El Gobierno! ¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Qué debe hacer? Todo lo
que sabemos es, que es un misterioso personaje; y, seguramente, es el más
solicitado, el más atormentado, el más abrumado, el más admirado, el más
acusado, el más invocado y el más provocado de todos los personajes en el
mundo.
No tengo el placer de conocer a mi lector pero yo apostaría diez a uno que por
seis meses ha estado construyendo Utopías, y de ser así, está esperando que el
Gobierno las haga realidad.
Y si sucediera que el lector es una dama: no dudo que ella está sinceramente
deseosa de ver que se remedien todos los males de la sufrida humanidad, y que
ella piensa que esto sería fácilmente realizable, si tan solo el Gobierno lo
emprendiera.
Pero, ¡qué pena! Ese pobre e infortunado personaje, cual Fígaro, no sabe a quien
escuchar, ni a quien acudir. Las cien mil bocas de la prensa y de la tribuna claman
todas a la vez.
"Organice el trabajo y a los trabajadores."
"Reprima la insolencia y la tiranía del capital."
"Conduzca experimentos sobre estiércol y huevos."
"Cubra el país con ferrocarriles."
"Irrigue las llanuras."
"Siembre los cerros."
"Construya granjas modelos."
3"Funde talleres sociales."
"Nutra a los niños."
"Eduque a la juventud."
"Ayude a los ancianos."
"Envíe a los habitantes de la ciudad al campo."
"Iguale las ganancias de todos los negocios."
"Preste dinero sin interés a todos los que desean préstamos."
"Emancipe a la gente oprimida en todas partes."
"Críe y perfeccione el caballo ensillado."
"Estimule las artes, y provéanos de músicos, pintores, y arquitectos."
"Restrinja el comercio, y al mismo tiempo cree una naviera mercante."
"Descubra la verdad, y ponga un poquito de razón en nuestras cabezas. La misión
del gobierno es iluminar, desarrollar, extender, fortificar, espiritualizar, y santificar
el alma de la gente."
"Tengan un poco de paciencia caballeros" dice el Gobierno, en un tono suplicante.
"Haré lo que pueda para satisfacerlos, pero para esto deberé tener recursos. He
estado preparando planes para cinco o seis impuestos, los cuales son bastante
nuevos, y casi nada opresivos. Ustedes verán con cuanta voluntad la gente los
pagará."
Entonces surge una gran exclamación: - "¡No! ¡En verdad! ¿Dónde reside el mérito
de hacer algo con recursos? ¡Así, no merece el nombre de Gobierno!"
En vez de cargarnos con nuevos impuestos, haremos que retires los antiguos.
Debes suprimir
"El impuesto al tabaco."
"El impuesto al licor."
"El impuesto a las cartas."
"El impuesto a las aduanas."
"Patentes."
En medio de este tumulto, y ahora que el país ha cambiado una y otra vez la
administración por no haber satisfecho todas las demandas, yo he querido
mostrarles que ellos se contradecían a sí mismos. Pero, ¿en qué he estado
pensando? ¡Debí haber guardado esta desafortunada observación para mí mismo!
¡He perdido mi carácter para siempre! Se me mira como un hombre sin corazón y
sin sentimientos -un filósofo seco, un individualista, un plebeyo- en una palabra, un
economista de la escuela práctica. Pero, les pido perdón, sublimes escritores,
quienes no se detienen ante nada, ni siquiera ante las contradicciones. Estoy
equivocado, sin ninguna duda, y estoy dispuesto a retractarme. Yo debería estar
suficientemente contento, pueden estar seguros, si ustedes realmente ya han
descubierto un benéfico e inagotable ser, que se llama a sí mismo Gobierno, el
cual tiene pan para todas las bocas, trabajo para todas las manos, capital para
todas las empresas, crédito para todos los proyectos, aceites para todas las
heridas, bálsamos para todos los sufrimientos, consejos para todos los problemas,
4 soluciones para todas las dudas, verdades para todos los intelectos, diversiones
para todos los que las quieren, leche para la infancia, y vino para los adultos - que
puede proveer todos nuestros deseos, satisfacer todas las curiosidades, corregir
todos nuestros errores, reparar todas nuestras fallas, y eximirnos por lo tanto de la
necesidad de previsión, prudencia, juicio, sagacidad, experiencia, orden,
economía, templanza y actividad.
¿Qué razón podría yo tener para no desear ver tal descubrimiento realizado? En
verdad, más que lo pienso, más que veo que nada podría ser más conveniente
que todos tuviéramos dentro de nuestro alcance una fuente inagotable de riqueza
y conocimiento - un médico universal, un tesoro ilimitado, y un consultor infalible,
tal como ustedes describen que es el gobierno. Por esa razón es que quiero
señalarlo y definirlo, y un premio debe ser ofrecido al primer descubridor del Fénix.
Nadie pensaría en afirmar que este precioso descubrimiento ha sido hecho
todavía, si hasta ahora todo lo presentado bajo el nombre de Gobierno ha sido en
algún momento trastocado por la gente, precisamente porque este no satisface las
condiciones bastante contradictorias del programa.
Me aventuraría a decir que temo que somos, en este aspecto, las víctimas de una
de las más extrañas ilusiones que han hecho presa de la mente humana.
El hombre se aparta de los problemas - del sufrimiento; y, sin embargo, la
naturaleza lo condena al sufrimiento de privarse de todo, si él decide no tomarse el
problema de trabajar. Entonces, tiene que elegir, entre estos dos males. ¿Qué
medios puede adoptar el hombre para evadir ambos? Hay sólo una forma y
siempre la habrá, esta es, la de disfrutar del trabajo de otros. Ese modo de
proceder evade el problema y la satisfacción en su proporción natural, y causa que
todo el problema sea un peso para un grupo de personas y toda la satisfacción
para otro grupo de personas. Este es el origen de la esclavitud y del robo, en
cualquier forma que tome -ya sea como guerra, impuestos, violencia, restricciones,
fraudes, etc. - abusos monstruosos, pero consistentes con el pensamiento que les
ha dado origen. Se debe odiar y resistir la represión, difícilmente puede llamársela
absurda.
¡La esclavitud está desapareciendo, gracias a Dios! Y, por otra parte, nuestra
disposición a defender nuestra propiedad impide que nos roben en una forma
directa y abierta fácilmente.
Una cosa, sin embargo permanece - es la inclinación original existente en todos
los hombres de dividir el peso de vida en dos partes, lanzando el problema hacia
otros, y manteniendo la satisfacción para ellos. Aun falta por demostrar bajo que
nuevas formas esta triste tendencia se manifiesta.
El opresor ahora no ejerce directamente y con sus propios poderes sobre su
víctima. No, nuestra conciencia se ha hecho demasiada sensitiva para esto. El
tirano y su víctima todavía están presentes, pero hay una persona intermediaria
entre ellos, la cual es el Gobierno -esto es, la Ley misma. ¿Quién puede ser mejor
5indicado para silenciar nuestros escrúpulos y, tal vez, mejor apreciado para
impedir toda resistencia? Por lo tanto, nosotros reclamamos, bajo un pretexto u
otro, y pedimos al Gobierno. Le decimos, "Estoy insatisfecho ante la proporción de
mi trabajo y mis gozos. Me gustaría para restaurar el equilibrio deseado, tomar
parte de lo que otro posee. Pero esto podría ser peligroso. ¿Podrías facilitarme
esto para mí? ¿No me podrías encontrar un buen lugar? o ¿chequear la industria
de mis competidores o, tal vez, prestarme gratuitamente algo de capital, el cual, se
lo puedes quitar de su poseedor? ¿No podrías mantener a mis hijos a costa del
gasto público? ¿O darme algunos premios O garantizarme una competencia
cuando haya alcanzado mi cincuentavo año? De esta manera cumpliré mis fines
con una conciencia tranquila, ya que la ley a habrá actuado por mí, y yo tendré
todas las ventajas del robo, ¡sin el riesgo o su desgracia!"
Como es seguro, por una parte, que todos nosotros estamos haciendo similares
pedidos al Gobierno; y como por otra parte, está comprobado que el Gobierno no
puede satisfacer a un grupo sin añadirle trabajo a los otros, hasta que pueda
obtener otra definición de la palabra Gobierno me siento autorizado a dar mi
propia. ¿Quién sabe si ella obtendrá el premio? Aquí esta:
"Gobierno es la gran ficción a través de la cual todos nos empeñamos por vivir a
expensas de los demás."
Ahora, como antes, cada uno trata de beneficiarse más o menos, del trabajo de
los demás. Nadie se atrevería a expresar tal sentimiento, aun se lo oculta a sí
mismo, y entonces qué es lo que se hace? Se busca un medio; se pide al
gobierno, y cada clase cuando le toca el turno se dirige al gobierno y le dice: "Tu,
quien puede tomar justificada y honestamente, toma del publico, y nosotros
participaremos." ¡Qué bien! El gobierno, está muy bien dispuesto a seguir este
diabólico consejo, para ello está conformado de ministros y empleados- de
hombres, en pocas palabras, quienes, como todos los otros hombres, desean en
sus corazones, y siempre agarran cada oportunidad con anhelo, para incrementar
su riqueza e influencia. El gobierno no es nada lento en percibir las ventajas que
puede obtener de la parte que el público le confía. Está contento de ser el juez y
el amo de los destinos de todos; tomará mucho, porque entonces le quedará una
porción más grande para sí mismo; multiplicara el número de sus agentes; y
agrandará el círculo de sus privilegios; acabará apropiándose de una ruinosa
proporción.
Pero lo más notable de todo esto es la sorprendente ceguera del público ante todo
esto. Cuando los soldados triunfantes solían reducir a los conquistados en
esclavos, eran bárbaros, pero no absurdos. Su objetivo, como el nuestro, era de
vivir a la expensa de otros, y no fracasaron en ello. ¿Qué debemos pensar de una
gente que nunca sospecha que el robo recíproco no es menos robo porque es
recíproco; que no es menos criminal porque es llevada a cabo legalmente y con
orden; que no aporta nada al bien público; que lo disminuye, en la misma
proporción de lo que cuesta mantener el costoso medio al cual llamamos el
Gobierno?
6 Y esta es la gran quimera que la nación francesa, por ejemplo, colocó en 1848
para que sirva de inspiración a su gente, como un frontispicio a su Constitución.
Lo siguiente es el principio del preámbulo de esta Constitución: -
"Francia se ha constituido en una república con el propósito de llevar a todos sus
ciudadanos a un incremento contínuo en el grado de moralidad, ilustración y
bienestar."
De modo que es Francia, o una abstracción, la que debe elevar a los franceses a
la moralidad, bienestar, etc. ¿No es entregándonos a esta extraña ilusión que se
nos ha inducido a esperar todo de una energía que no es la nuestra? ¿No es este
supuesto, ciertamente gratuito, que existe entre Francia y los franceses, entre una
denominación simple, abreviada y abstracta de todas las individualidades y estas
individualidades mismas - relaciones como de padre a hijo, tutor a pupilo, profesor
y alumno? Sabemos que a menudo se dice, metafóricamente, "el país es una
tierna madre." Sin embargo, para mostrar cuan insana es esta proposición
constitucional, se necesita únicamente mostrar que se la puede revertir, no sólo
sin ningún inconveniente sino con ventaja. Sería menos preciso decir:

"Los Franceses se han constituido ellos mismos en una república para llevar a
Francia a un incremento continuo en el grado de moralidad, ilustración y
bienestar."
Pero, ¿cuál es el valor de un axioma donde el sujeto y el atributo pueden cambiar
de lugar sin ningún inconveniente? Todos entendemos lo que quiere decir: " La
madre alimentará al niño." Pero sería ridículo afirmar: "El niño alimentará a la
madre".
Los americanos sugieren otra idea de las relaciones de los ciudadanos con el
gobierno cuando pusieron estas palabras tan simples al principio de su
Constitución:
"Nosotros, las personas de los Estados Unidos, con el propósito de formar una
unión más perfecta, de establecer justicia, de dar tranquilidad interior, de proveer
nuestra defensa común, de incrementar el bienestar general y de defender los
beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posteridad, decreta," etc.
Aquí no hay una creación quimérica, no una abstracción, de donde los ciudadanos
puedan demandar todo. Ellos no esperan nada excepto de ellos mismos y de su
propia energía.
Si se me permite criticar las primeras palabras de la Constitución Francesa de
1848, yo diría, que de lo que me quejo es algo más que una simple sutileza
metafísica, como pudiera pensarse a primera vista.
Yo planteo que esta personificación del Gobierno ha sido, en el pasado y en el
porvenir, una fuente fértil de calamidades y revoluciones.
7De un lado está el público, el Gobierno en el otro, considerados como dos seres
distintos; este último obligado a otorgarle al primero, y el primero tiene el derecho
a reclamarle al segundo todos los beneficios humanos imaginables. ¿Cuales serán
las consecuencias?
De hecho, el Gobierno no es un lisiado, y no puede serlo. Tiene dos manos - una
para recibir y otra para dar; en otras palabras, tiene una mano áspera y otra
suave. La actividad de la segunda necesariamente está subordinada a la actividad
de la primera. Estrictamente el gobierno puede tomar y no reponer. Esto es
evidente, y puede ser explicado por la naturaleza porosa y absorbente de sus
manos, que siempre retienen una parte, y otras veces todo de lo que tocan. Pero
lo que nunca se ha visto, y nunca será visto o concebido, es que el Gobierno le
pueda reponer a las personas más de lo que ha tomado de ellas. Es radicalmente
imposible para el gobierno otorgar un beneficio particular a cualquiera de los
individuos que conforman la comunidad, sin inferir un daño mayor a la comunidad
como un todo.
Nuestras demandas, por consiguiente, lo ponen en un dilema. Si rehúsa
otorgarnos lo que le pedimos, es acusado de debilidad, mala voluntad e
incapacidad. Si decide concedérnoslo, está obligado a gravar a las personas con
impuestos nuevos- para hacer más mal que bien, y atraerá hacia sí los reclamos
del sector afectado. Así, el público tiene dos esperanzas, y el Gobierno hace dos
promesas -muchos beneficios y no impuestos. Esperanzas y promesas, que al ser
contradictorias, nunca podrán hacerse realidad.
¿Pero, no es esta la causa de todas nuestras revoluciones? Porque entre el
Gobierno, que prodiga promesas imposibles de alcanzar, y el público, que ha
concebido esperanzas imposibles de realizar, se interponen dos clases de
hombres - Los Ambiciosos y los Utópicos. Son las circunstancias las que le dan a
estos las señales para actuar. Es suficiente que estos vasallos de la popularidad
vociferen ante la gente: "Las autoridades están engañándolos, si nosotros
estuviéramos en su lugar, los llenaríamos de beneficios y quedarían exentos de
impuestos".

Y la gente cree, y la gente tiene esperanza, y la gente hace la revolución!

Frederic Bastiat - Petición de los vendedores de candelas...

PETICIÓN de los fabricantes de candelas, velas, lámparas, candeleros, faroles, apagavelas, apagadores y productores de sebo, aceite, resina, alcohol y generalmente de todo lo que concierne al alumbrado

A los señores miembros de la Cámara de Diputados
Señores:
Ustedes están en el buen camino. Rechazan las teorías abstractas; la abundancia y el buen mercado les impresionan poco. Se preocupan sobre todo por la suerte del productor. Ustedes le quieren liberar de la competencia exterior; en una palabra, ustedes le reservan el mercado nacional al trabajo nacional.
Venimos a ofrecerles a Ustedes una maravillosa ocasión para aplicar su... ¿Cómo diríamos? ¿Su teoría? No, nada es más engañoso que la teoría. ¿Su doctrina? ¿Su sistema? ¿Su principio? Pero Ustedes no aman las doctrinas, Ustedes tienen horror a los sistemas y, en cuanto a los principios, declaran que no existen en economía social; diremos por tanto su práctica, su práctica sin teoría y sin principios.
Nosotros sufrimos la intolerable competencia de un rival extranjero colocado, por lo que parece, en unas condiciones tan superiores a las nuestras en la producción de la luz que inunda nuestro mercado nacional a un precio fabulosamente reducido; porque, inmediatamente después de que él sale, nuestras ventas cesan, todos los consumidores se vuelven a él y una rama de la industria francesa, cuyas ramificaciones son innumerables, es colocada de golpe en el estancamiento más completo. Este rival, que no es otro que el sol, nos hace una guerra tan encarnizada que sospechamos que nos ha sido suscitado por la pérfida Albión (¡buena diplomacia para los tiempos que corren!) en vista de que tiene por esta isla orgullosa consideraciones de las que se exime respecto a nosotros.
Demandamos que Ustedes tengan el agrado de hacer una ley que ordene el cierre de todas las ventanas, tragaluces, pantallas, contraventanas, póstigos, cortinas, cuarterones, claraboyas, persianas, en una palabra, de todas las aberturas, huecos, hendiduras y fisuras por las que la luz del sol tiene la costumbre de penetrar en las casa, en perjuicio de las bellas industrias con las que nos jactamos de haber dotado al país, pues sería ingratitud abandonarnos hoy en una lucha así de desigual.
Quieran los señores Diputados no tomar nuestra petición como una sátira y no rechazarla sin al menos escuchar las razones que tenemos que hacer valer para apoyarla.
Primero, si Ustedes cierran tanto como sea posible todo acceso a la luz natural, si Ustedes crearan así la necesidad de luz artificial, ¿cuál es en Francia la industria que, de una en una, no sería estimulada?
Si se consume más sebo, serán necesarios más bueyes y carneros y, en consecuencia, se querrá multiplicar los prados artificiales, la carne, la lana, el cuero y sobre todo los abonos, base de toda la riqueza agrícola.
Si se consume más aceite, se querrá extender el cultivo de la adormidera, del olivo, de la colza. Estas plantas ricas y agotadoras del suelo vendrían a propósito para sacar ganancias de esta fertilidad que la cría de las bestias ha comunicado a nuestro territorio.
Nuestros páramos se cubrirán de árboles resinosos. Numerosos enjambres de abejas concentrarán en nuestras montañas tesoros perfumados que se evaporan hoy sin utilidad, como las flores de las que emanan. No habría por tanto una rama de la agricultura que no tuviera un gran desarrollo.
Lo mismo sucede con la navegación: millares de buques irán a la pesca de la ballena y dentro de poco tiempo tendremos una marina capaz de defender el honor de Francia y de responder a la patriótica susceptibilidad de los peticionarios firmantes, mercaderes de candelas, etc.
¿Pero qué diremos de los artículos París? Vean las doraduras, los bronces, los cristales en candeleros, en lámparas, en arañas, en candelabros, brillar en espaciosos almacenes comparados con lo que hoy no son más que tiendas.
No hay pobre resinero, en la cumbre de su duna, o triste minero, en el fondo de su negra galería, que no vean aumentados su salario y su bienestar.
Quieran reflexionarlo, señores, y quedarán convencidos que no puede haber un francés, desde opulento accionista de Anzin hasta el más humilde vendedor de fósforos, a quien el éxito de nuestra demanda no mejore su condición.
Prevemos sus objeciones, señores; pero Ustedes no nos opondrán una sola que no hayan recogido en los libros usados por los partidarios de la libertad comercial. Osamos desafiarlos a pronunciar una palabra contra nosotros que no se regrese al instante contra Ustedes mismos y contra el principio que dirige toda su política.
¿Nos dirán que, si ganamos esta protección, Francia no ganará nada porque el consumidor hará los gastos?
Les responderemos:
Ustedes no tienen el derecho de invocar los intereses del consumidor. Cuando se les ha encontrado opuestos al productor, en todas las circunstancias los han sacrificado. Ustedes lo han hecho para estimular el trabajo, para acrecentar el campo de trabajo. Por el mismo motivo, lo deben hacer todavía.
Ustedes mismos han salido al encuentro de la objeción cuando han dicho: el consumidor está interesado en la libre introducción del hierro, de la hulla, del ajonjolí, del trigo y de las telas. - Sí, dijeron Ustedes, pero el productor está interesado en su exclusión. - Y bien, si los consumidores están interesados en la admisión de la luz natural, los productores lo están en su prohibición.
Pero, dirán Ustedes todavía, el productor y el consumidor no son más que uno solo. Si el fabricante gana por la protección, hará ganar al agricultor. Si la agricultura prospera, abrirá mercado a las fábricas. - ¡Y bien! Si nos confieren el monopolio del alumbrado durante el día, primero compraremos mucho sebo, carbón, aceite, resinas, cera, alcohol, plata, hierro, bronces, cristales, para alimentar nuestra industria y, además, nosotros y nuestros numerosos abastecedores nos haremos ricos, consumiremos mucho y esparciremos bienestar en todas las ramas del trabajo nacional.
¿Dirán Ustedes que la luz del sol es un don gratuito y que rechazar los dones gratuitos sería rechazar la riqueza misma bajo el pretexto de estimular los medios para adquirirla?
Pero pongan atención a que Ustedes llevan la muerte en el corazón de su política; pongan atención a que hasta aquí ustedes han rechazado siempre el producto extranjero porque él se aproxima a ser don gratuito y precisamente porque se aproxima a ser don gratuito. Para cumplir las exigencias de otros monopolizadores, Ustedes tenían un semi-motivo; para acoger nuestra demanda, Ustedes tienen un motivo completo y rechazarnos precisamente por usar el fundamento de Ustedes mismos sobre el que nos hemos fundamentado más que los demás sería formular la ecuación + x + = -; en otros términos, sería amontonar absurdo sobre absurdo.
El trabajo y la naturaleza concurren en proporciones diversas, según los países y los climas, a la creación de un producto. La parte que pone la naturaleza es siempre gratuita; la parte del trabajo es la que le da valor y por la que se paga.
Si una naranja de Lisboa se vende a mitad de precio que una naranja de París es porque el calor natural y por consecuencia gratuito hace por una lo que la otra debe a un calor artificial y por tanto costoso.
Luego, cuando una naranja nos llega de Portugal, se puede decir que nos ha sido dada la mitad gratuitamente, la mitad a título oneroso o, en otros términos, a mitad de precio en relación con aquella de París.
Ahora bien, es precisamente esta semi-gratuidad (perdón por la palabra) lo que Ustedes alegan para excluirla. Ustedes dicen: ¿Cómo el trabajo nacional podría soportar la competencia del trabajo extranjero cuando aquél tiene que hacer todo y éste no cumple más que la mitad de la tarea, pues el sol se encarga del resto? Pero si la semi-gratuidad les decide a rechazar la competencia, ¿cómo la gratuidad entera les llevará a admitir la competencia? O no son lógicos o deberían rechazar la semi-gratuidad como dañina a nuestro trabajo nacional, rechazar a fortiori y con el doble más de celo la gratuidad entera.
Otra vez, cuando un producto, hulla, hierro, trigo o tela, nos viene de fuera y podemos adquirirlo con menos trabajo que si lo hiciéramos nosotros mismos, la diferencia es un don gratuito que se nos confiere. Este don es más o menos considerable conforme la diferencia sea más o menos grande. Es de un cuarto, la mitad o tres cuartos del valor del producto si el extranjero no nos pide más que tres cuartos, la mitad o un cuarto del pago. Es tan completo como podría ser cuando el donador, como hace el sol por la luz, no nos pide nada. La cuestión, lo postulamos formalmente, es saber si Ustedes quieren para Francia el beneficio del consumo gratuito o las pretendidas ventajas de la producción onerosa. Escojan, pero sean lógicos; porque, en tanto que Ustedes rechacen, como lo han hecho, la hulla, el hierro, el trigo y los tejidos extranjeros en la proporción en que su precio se aproxima a cero, qué inconsecuente sería admitir la luz del sol, cuyo precio es cero durante todo el día.

Frédéric Bastiat (1801-1850), Sofismas Económicos (1845), cap. VII