lunes, 1 de febrero de 2010

Análisis de la escena II del Acto Segundo -el encuentro nocturno de Romeo y Julieta-

Análisis de la escena II del Acto Segundo
-el encuentro nocturno de Romeo y Julieta- (por martín palacio gamboa)

Después de analizar el diálogo de Mercucio y Romeo, escena que anticipa no sólo una de las situaciones dramáticas más importantes de la obra sino que perfila -de manera definida- los personajes en cuestión a modo de etopeya, nos centraremos en el nocturno encuentro de Romeo y Julieta.
Uno de los aspectos a tener en cuenta son las coordenadas espaciotemporales que el discurso acotacional define y que, a su vez, se vuelve indicio de algunos trucos escenográficos de Shakespeare. Veamos: respecto a los espacios, Romeo y Julieta hace uso de los mismos desde una perspectiva dual, o sea, nos encontramos con espacios abiertos y cerrados. En el conjunto total de la obra, los primeros se centran en la plaza pública, la calle (por ejemplo, la de la escena IV del acto primero), un cementerio; en relación con los cerrados, el dormitorio de Julieta, y el panteón de los Capuletos. Como espacio intermedio, se encuentra el interior del jardín de los Capuletos, de profunda significación en la escena que estamos estudiando ahora. Por otro lado, recordemos que cada uno de estos espacios apunta siempre a lo siguiente: en los lugares abiertos ocurren los enfrentamientos entre las dos familias, con los consecuentes derramamientos de sangre; esto, a su vez, da pie a que la misma gente de la ciudad sienta muy cercano este conflicto. En los lugares cerrados, hay dos tipos de modalidades: por un lado, la sala en casa de los Capuletos como símbolo de una rigidez y una austeridad a toda prueba; por otro, los relacionados propiamente tal con los dos protagonistas, con ese amor guardado en el más absoluto silencio, si tomamos como puntos de excepción la presencia de Fray Lorenzo y la nodriza. El jardín, ya como primera ubicación espacial de la declaración apasionada de los protagonistas, recupera también su sentido simbólico -propio de la tradición religiosa que comparte la cultura europea de la época- de paraíso terrenal y celestial, del vínculo perfecto entre lo divino y lo humano (recuérdese el proceso dialéctico que subyace en la poesía amatoria y que se inaugura con la canción trovadoresca de origen cátaro y el dolce stil nuovo entre los siglos XI y XIV: lo divino se humaniza a través de la pasión humanamente carnal a la vez que esta última se diviniza, se realiza una exaltación del cuerpo y su belleza como indicios de la perfección inherente a la Creación). Pero también téngase en cuenta que el jardín rodeado de muros, al que sólo se puede acceder a través de una puerta estrecha, simboliza también -desde una perspectiva netamente masculina- la intimidad del cuerpo femenino, lo que no se contradice con la fuerte carga erótica de la trama y el acto de entrega que Julieta verbalizará un poco después del comienzo de esta escena.
Respecto al tiempo, este factor juega un papel fundamental en la tragedia; incluso, podemos decir que se transforma en un elemento trágico. Da la sensación de que Shakespeare tuvo especial cuidado en estructurar las acciones en función de las categorías temporales. Si vamos al caso, la acción dramática en general se desarrolla en pocos días; esa condensación está marcada en el simbolismo otorgado a lo que es la noche (hora del encuentro amoroso) y la mañana (la imposibilidad de ese mismo encuentro. Léase uno de los parlamentos últimos de Julieta en el balcón: “El día se acerca. Quisiera que ya te hubieses marchado, y al mismo tiempo deseo que no te alejes”) desde la perspectiva de los protagonistas. Una observación curiosa: en esta obra la noche representa una instancia de la reafirmación vital de los amantes pero, por otro lado, no deja de suscitar la presencia de lo irracional, lo inconsciente y la muerte como posibilidad cercana a través de los reiterados usos de la prolepsis: “La felicidad de esta noche tiene un empuje demasiado impetuoso, que me inspira recelo y temor. Es como el relámpago ardiente que brilla, pasa y muere antes que hayamos tenido tiempo de decir: “¡Qué relámpago!...”. Y es de destacar que en esta coordenada temporal se conjugan, oximorónicamente, dos fuerzas contrarias que irrumpirán en la trama argumental arrasando con la existencia de Romeo y Julieta y los demás personajes. Novalis, poeta alemán de finales del siglo XVIII y que anticipa el movimiento romanticista del siglo XIX, desarrollará una idea similar: la noche siempre tendrá una preponderancia mayor sobre el reino de la luz porque en la oscuridad se vuelve a instalar la unidad de los seres, del mundo y la naturaleza, tal como era al inicio de los tiempos, recuperando así la armonía perdida entre el hombre y el cosmos (en el caso del texto dramático estudiado, el restablecimiento de la armonía perdida entre las dos familias en pugna a través de la pasión de los amantes). El día, sin embargo, representa con su claridad el predominio de una razón que llega a ser tiránica y establece la división en todas las escalas de la creación por excederse en la evidencia aparente de las diferencias (como ya se ha visto, la imposición de la ley y el orden, pero paradójicamente también de la violencia latente en el entorno social de la ciudad de Verona). Volviendo a la obra estudiada, hemos de puntualizar que, tan importante como el tiempo cronológico, también lo es el tiempo interior y subjetivo. Esto lo visualizamos con claridad en los personajes principales: desde que se conocieron, viven en función del otro, a pesar de que el ser amado no pueda estar presente: Romeo, al final de esta escena, dice que “el amante, cuando se aproxima al objeto amado, marcha veloz y contento; pero cuando se aleja, lleva en la frente el sello de la melancolía y camina con paso tardo y vacilante, como el niño que va a la escuela”. De manera similar Julieta, al preguntar a Romeo a qué hora quiere que le envíe un mensajero para el próximo encuentro, y él le contesta que a las nueve, ella repone que “no lo olvidaré. De aquí a entonces voy a creer que pasan veinte años”. Así, los encuentros amorosos de Romeo y Julieta están caracterizados por una mágica detención del tiempo (atemporalidad) y por la poesía que irradian sus presencias.
Estructuralmente hablando, se destaca al inicio de esta escena la recurrencia al monólogo, especialmente el lírico, ya que en él se expresan sentimientos y emociones; es decir, si bien Romeo y Julieta comparten el mismo espacio (aunque desde perspectivas distintas: Romeo junto al muro, en ademán de estar escuchando las bromas de sus amigos; luego, Julieta, en un balcón), el contacto total -dialógico- no se manifiesta hasta después de la declaración de amor que la muchacha hace pensando estar sola. Como modalidad teatral que consiste en presentar el discurso de un solo hablante, el monólogo se erige también como lenguaje interiorizado entre un yo locutor y un yo receptor. Con frecuencia el yo locutor es el único que habla, pero el yo receptor permanece presente; su presencia es necesaria y suficiente para volver significativa la enunciación del yo locutor. Y, aparte de romper la objetividad del drama y abrir una especie de paréntesis en la acción, el monólogo generalmente aparece cuando el (o los) protagonista(s) descubre(n) una lucha de conciencia o llevan a cabo el repaso de su situación: Romeo trata de ordenar en su intimidad el impacto causado por la recíproca atracción súbita entre él y Julieta; ella toma conciencia inmediata y lúcida de lo que implica socialmente el aceptar las consecuencias de esa pasión que no ha hecho sino comenzar. Esas dos posiciones psicológicas, aparentemente antitéticas, se complementan, aunque las diferenciaciones discursivas subyacentes son demasiado obvias como para no detenernos en ellas. Mientras el autor coloca en los parlamentos del muchacho ciertos recursos de estilo como el anacoluto y la hipérbole que reflejan su desasosiego (“¡Silencio! ¡Oigo abrir una ventana! ¿Qué luz veo brillar en ella? ¡Oh, claridad bienhechora y pura! ¡Es Julieta! ¡Julieta! ¡Sol y aurora de mi vida!”), en Julieta aparecen frases interjectivas de dolor (“¡Ay de mí!”) y evocaciones de la impresión que le dejó “el joven Montesco” a través de un lenguaje sereno que refleja resignación y aceptación fatalista de su destino: “¡Romeo!¡Romeo!¿Por qué eres tú, Romeo? Reniega de tu padre, abjura de tu nombre, y si no quieres hacer eso, jura que me amarás, y yo cesaré de ser Julieta Capuleto”. Respecto a los diálogos, ya vimos que se destacan en ellos la personificación del amor como fuerza o potencia que arrastra a todos los que la vivencian, al igual que la “Canción” de Dante Alighieri y que recuerda al “daimon” del que hablaba Sócrates en El Banquete:

JULIETA - ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Para qué estás ahí? Dímelo. Los muros de este jardín son muy altos y difíciles de escalar. Este sitio representa la muerte para ti, que eres un Montesco, si es que te encuentra alguno de mis parientes.
ROMEO - El amor me prestó sus alas, y desaparecieron todos los obstáculos. ¿Qué es el amor una muralla de piedra? A todo lo que quiere se atreve, y yo no temo la cólera de tus parientes.
JULIETA - ¡Si te viesen, te matarían!
ROMEO - Hay para mí más peligro en tus ojos que afrontar veinte espadas desnudas. Concédeme tan sólo una dulce mirada, y eso me basta para desafiar el furor de todos.
JULIETA - Por el mundo entero, no quisiera que te viesen aquí.
ROMEO - El manto de la noche me cubre y me oculta a sus ojos. Ámame tú, que lo demás me importa poco. La vida sin tu amor no es nada para mí; preferiré que me la quiten.
JULIETA - ¿Pero cómo has venido hasta aquí? ¿Quién te ha guiado?
ROMEO - Sólo el amor. Él ha guiado mis ojos y mis pasos; yo no he hecho más que seguirle. No soy piloto; pero si para encontrarte fuera necesario ir a las playas más lejanas, atravesando toda la extensión del mar, iría sin vacilar a probar fortuna, arrostrando los naufragios, y arriesgándolo todo para conseguir un tesoro tan precioso como eres tú.

Pero recuérdese que también se hace presente esa concatenación de metáforas y paralelismos psicocósmicos -en un tono enfático otorgado por las interjecciones y los signos de exclamación- que remarcan la interrelación de la naturaleza en todas sus manifestaciones con el despertar de la pasión de los jóvenes amantes. Incluso es dable relacionarlo con el planteo de León Hebreo, filósofo sefardí, para quien el amor es el principio que rige todos los seres del universo; o sea, es la idea de las ideas, tiene un origen divino y es la finalidad de toda forma de movimiento. La realidad de cada ser no es sino su grado de amor (o como diría Romeo, repitiendo la cita ya hecha al respecto, “ámame tú, que lo demás me importa poco. La vida sin tu amor no es nada para mí; preferiré que me la quiten”. Por su parte, Julieta afirmará más adelante que “mi deseo de agradarte no tiene límites, como no los tiene el ancho mar; mi amor es tan profundo como él. Cuando más te doy, más tengo. Mi amor y el mar son infinitos”), lo que se contrapone a la visión escéptica de Mercucio en la escena IV del acto primero al opinar que si la vida del hombre se parece a un sueño y el sueño no es más que el vacío de una cabeza desocupada, entonces el hombre sólo es no siendo, es decir, en la muerte, en su propia aniquilación. Igualmente es observable, en los parlamentos de Romeo y Julieta, otras influencias como la de Marsilio Ficino. Para este filósofo italiano, el amor humano es una preparación para el amor divino ya que todo parte de la semejanza. Y cuando el amor es verdadero los amantes se identifican el uno con el otro, haciendo que el amor solitario pase a ser amor recíproco. O sea, semejanza y reciprocidad fundamentan su estructura: “La semejanza es lo que genera el amor. La semejanza es una cierta naturaleza igual en varios. Pues si yo soy semejante a ti, tu también eres necesariamente semejante a mí. Por lo tanto, la misma semejanza que me impele a que yo te ame -así como tú me amas- te obliga también a que me ames”. Esa característica es observable en la mutua divinización que la joven pareja realiza de sí misma: en el primer monólogo Romeo, refiriéndose a la visión que tiene de Julieta, le dice “Mensajero de Dios”, a quien “los mortales levantan la cabeza”, trastornándolos “su asombro”, quedando “con los ojos fijos en el cielo, sin poder apartarlos de la contemplación del prodigio”. Y cuando él le pregunta a su amada qué juramento quiere que le haga como demostración de amor, ella contesta: “Ninguno; o mejor, toma por testigo a mi dios, a mi ídolo sagrado, a ti mismo, que eres mi ídolo encantador: entonces tendré fe en tu juramento”. En otros términos, por medio de esta experiencia, el amador se transforma en la cosa amada haciendo que posea en sí mismo lo más deseado. Ahora bien, y siguiendo con el razonamiento de Ficino, a pesar de esa profunda unión, los amantes no saben exactamente que es lo que uno busca en el otro. Quieren siempre más y ya no saben lo que significa ese más. Sienten una nostalgia arraigada, pero difícilmente logren determinar toda su extensión. Sufren cuando aman y desconocen el por qué sufren, y de ahí que la semejanza y la reciprocidad no resuelvan tal misterio. En primera instancia, porque la sed de quien ama no se aplaca al ver o al tocar el cuerpo del ser amado. No desea este cuerpo o aquel; lo que sí desea es el resplandor divino manifestado en el otro. Según Ficino, en sus Comentarios al Banquete, la presencia de Dios es como un suave perfume que hace presentir el sabor de un fruto ignorado. Igualmente, el temor y la reverencia del amante al ver su amado (o viceversa) es un temor inconsciente ante la teofanía:

ROMEO (alto, a Julieta) – Te cojo la palabra, Julieta. Dime tan sólo: “¡Amado mío!”, dame ese nuevo bautismo, y nunca, ¡oh!, nunca volveré a ser Romeo.
JULIETA (mirando debajo del balcón) - ¿Quién eres tú, que me escuchas? ¿Tú, a quien la noche envuelve y que sorprende mis pensamientos más secretos?
ROMEO – No me atrevo a decirte mi nombre; es un nombre que aborrezco, ¡oh, mi adorada santa!... Le detesto por ser enemigo de la que amo. ¡Si lo tuviese escrito aquí ante mis ojos, haría pedazos las letras que lo componen!

Tal vez por eso mismo es que el amor se transforma, a partir de este momento, en una fuerza transgresora: va más allá de los prejuicios y los valores establecidos por un conjunto social. También va más allá de lo de lo que el lenguaje mismo puede expresar: los conceptos tan sólo obstruyen la verdadera esencia de las cosas y los seres, apenas son convenciones arbitrarias que no permiten captar su sentido real: las palabras no constituyen la identidad de lo que nombran. O sea, se plantea aquí una crítica al alcance de la comunicabilidad humana respecto a la vivencia amorosa en toda su intensidad. Julieta lo dice bellamente en su breve monólogo, incluso jugando verbalmente con la enumeración sinecdóquica, en el siguiente fragmento: “Tú no eres mi enemigo; lo es tu nombre, tu nombre solo. Tú eres tú y no eres un Montesco. ¿Qué es un Montesco? Esos brazos, esa cabeza, esos cabellos, no componen un Montesco... Todo eso te compone a ti... ¡Cambia de nombre! ¡Un nombre no es nada! Demos a una rosa otro nombre, y no por ello dejará de agradarnos: su perfume no será por eso menos suave. Si Romeo tuviese otro nombre, toda su gracia y su perfección quedarían en él, que es a quien yo amo. ¡Borra tu nombre, oh Romeo, ese nombre que no es nada, ese nombre que no constituye tu ser!”. De allí que lo inexpresable de la pasión y su vínculo afectivo sólo se diga a través de la metáfora y la comparación, reiteradas en términos como “luz”, “relámpago”, “halcón”, “esclava” y “señor”. En relación a la acción, la misma se logra en el fragmento estudiado con un diálogo movido aunque, para promover un clima de expectación en el que todo cuidado es poco, Shakespeare incorpora algunos recursos escénicos como los datos exteriores por boca de la misma muchacha respecto a la probable furia de su parentela, y la voz de la nodriza -que hasta ese momento no sabe nada de lo que está ocurriendo y que, por eso mismo, no deja de ser un peligro latente- tras los bastidores. Estos elementos son necesarios para que la construcción de este episodio no corra peligro de volverse monótono, a la vez que fomenta en el espectador una especie de tensión ascendiente (o aumentativa) haciéndole creer que las fuerzas protagónicas lograrán sus objetivos hasta llegar al clímax del tercer acto, cuando Romeo mata a Tibaldo. Lo que en cierta forma pudo haber sido la superación de un difícil obstáculo, ya que Tibaldo es el más empecinado enemigo de Romeo, se transforma finalmente en un callejón sin salida al condenárselo a destierro, desencadenando así una peripecia de desencuentros y malentendidos que originará el final trágico del drama.

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