martes, 26 de febrero de 2013

La Odisea - Canto IX

La Odisea, Canto IX ~ Homero

Relatos ante Alcino.
El Cíclope.

Entonces el ingenioso Ulises le respondió con las siguientes palabras:

—Poderoso Alcino, y el más ilustre entre todos los pueblos, cuán dulce es oír a semejante cantor, que por el encanto de su voz es igual a los dioses. No, sin duda, creo que no es posible proponerse un fin más agradable que el de ver reinar la alegría en todo un pueblo, ver a estos invitados escuchando a un cantor en el palacio, sentados todos alrededor de mesas cargadas de panes y manjares, mientras que el copero saca el vino de las jarras y lo trae para llenar las copas; esto es lo que en mi alma me parece lo más hermoso. Pero, puesto que es tu deseo enterarte de mis lamentables infortunios, es preciso que suspire otra vez derramando lágrimas. ¿Por dónde comenzar y cómo terminar este relato? Los dioses del cielo me han abrumado con muchos dolores. Ahora, pues, te diré mi nombre, para que lo sepas; porque si evito el día funesto, quiero ser tu huésped, aun cuando viva en moradas lejanas. Yo soy el hijo de Laertes, Ulises, que con mis estratagemas me he dado a conocer a todos los hombres y cuya gloria ha subido hasta los cielos. Habito en la occidental isla de Itaca; en ella hay una soberbia montaña, el Nerito, cubierto de árboles; en derredor se encuentran islas numerosas y próximas las unas de las otras: Duliquio, Same, Zante sombreada por bosques; Itaca, cuya orilla apenas destaca del mar, y la más próxima a poniente (las otras se encuentran frente a la aurora del sol), está cubierta de peñascos; pero ella alimenta a una juventud vigorosa. No puedo ver ningún otro lugar que se mea más dulce que mi país. La ninfa Calipso me retuvo mucho tiempo en sus profundas grutas, deseando con ardor que yo fuera su esposo; asimismo la astuta Circe, que reina en la isla de Ea, me retuvo en su palacio, deseando también que fuera su esposo; pero ni la una ni la otra logró persuadir mi corazón. No, nada hay más querido para el hombre que su patria y sus padres, aun cuando habitase en una rica mansión en tierra extranjera, lejos de su familia. Pero, puesto que lo deseas, voy a contarte mi regreso, con todos los males que me envió Zeus cuando partí de Troya.

"Al salir de Ilion, los vientos me llevaron al país de los ciconios, hacia la ciudad de Ismaro; yo asolé esa ciudad e hice perecer a sus habitantes. Después de raptar a sus esposas y apoderamos de numerosas riquezas, hici-mos el reparto, y nadie se fue sin tener una parte igual. Yo les exhorté a huir con pie ligero; pero los insensatos no me obedecieron. Allí, bebiendo el vino en abundancia sacrificaban en la orilla numerosos rebaños de bueyes y de ovejas. Durante ese tiempo, habiendo huido algunos ciconios, llaman a otros ciconios sus vecinos más próximos y los más valientes, que habitan el interior de las tierras, que saben, en un carro, combatir a sus enemigos y también esperarlos a pie firme. Tan pronto como clarea el día, acuden, numerosos como las hojas y las flores en la estación de la primavera; enton-ces el funesto destino de Zeus se adhiere a nosotros, desventurados, para hacemos padecer muchos males. Alineados, nos libran combate delante de las naves, y sucesivamente nos atacan con sus lanzas de cobre. Durante toda la mañana y mientras se eleva el astro sagrado del día, resistimos a nuestros enemigos, aun cuando superiores en número; pero cuando el sol declina y trae la hora en que son desatados los bueyes, los ciconios se arrojan contra los griegos y los ponen en fuga. Cada una de mis naves perdió seis guerreros, los otros escaparon a la muerte.

"Volvemos a embarcar, contentos de haber evitado la muerte, pero con el corazón apesadumbrado por haber perdido a nuestros compañeros. Sin embargo, nuestras grandes naves no se alejan sin que hayamos llamado tres veces a los amigos infortunados que perecieron en esa orilla, vencidos por los ciconios. Entonces el poderoso Zeus suscita contra nosotros el viento Bóreas, acompañado de una espantosa tempestad, y oculta bajo densas nubes la tierra y las olas; la noche cae de repente desde el cielo. Nuestras naves son arrastradas a lo lejos sin dirección, y las velas son desgarradas en jirones por la violencia del viento; las depositamos en las naves para evitar la muerte y dirigimos en seguida la flota hacia el continente más cercano. Durante dos días y dos noches permanecemos en esa ribera, con el corazón devorado por los dolores y los tormentos. Pero cuando la Aurora de hermosa cabellera hubo traído el día tercero, levantamos los mástiles, desplegamos las velas y volvemos a subir a las naves, conducidas por el viento y los pilotos. Yo esperaba por fin llegar felizmente a las tierras de la patria, cuando, al doblar el cabo Maleo, Bóreas y las rápidas corrientes del mar me rechazan y me alejan de Citera.

"Durante nueve días fui llevado por los vientos contrarios en el mar rico en peces; pero al día décimo fui a parar al país de los lotófagos, que se alimentan de la flor de una planta. Bajamos a la playa y sacamos agua de las fuentes; luego, mis compañeros comen junto a las naves. Cuando hemos terminado de comer y de beber, yo decido enviar a mis compañeros a explorar, escogiendo a dos de entre ellos; el tercero que les acompañaba era un heraldo, para informarse de cuáles eran los pueblos que en aquellos lugares se alimentaban de los frutos de la tierra. Habiendo, pues, partido éstos, se mezclaron a los pueblos lotófagos; pero los lotófagos, que no tenían inten-ción de dar muerte a nuestros compañeros, les dieron a probar el loto. Aquellos que comieron el dulce fruto del loto no querían venir a dar cuenta del mensaje ni regresar, sino que, por el contrario, deseaban quedarse entre los pueblos lotófagos, y para alimentarse del loto se olvidaban de regresar. Sin embargo, yo les obligué a que llorando volvieran a subir a las naves, y los até a los bancos de los remeras. Al instante ordeno a mis otros compa-ñeros que suban a las ligeras naves, temiendo que también ellos, comiendo el loto, se olviden de regresar. Suben en seguida, se colocan en los bancos, y todos sentados en orden baten con sus remos el mar espumoso.

"Lejos de estos lugares comenzamos de nuevo a navegar, con el corazón transido de dolor. Llegamos en seguida al país de los violentos Cíclopes, que viven sin leyes, y que, confiando en los dioses inmortales, no siembran ninguna planta con sus manos y no labran la tierra; pero allí todas las cosas crecen sin ser sembradas ni cultivadas: la lluvia de Zeus hace crecer para ellos la cebada, el trigo, y las vides que, cargadas de uvas, dan un vino delicioso. No tienen ni asambleas, ni para celebrar el consejo, ni para administrar la justicia; sino que viven en las cimas de las montañas, en grutas profundas; cada uno de ellos gobierna a sus hijos y a su esposa, y no se preocupan los unos por los otros.

"Frente al puerto, ni demasiado cerca, ni demasiado lejos del país de los Cíclopes, hay una isla de escasa extensión, y cubierta de bosques; allí nacen en gran número cabras monteses, porque los pasos de los hombres nunca las ponen en fuga. Esa isla no es visitada por los cazadores, que soportan tantas fatigas en los bosques recorriendo las cumbres de las montañas; no está habitada por pastores ni labradores, sino que está desprovista, de hombres, sigue siempre sin siembra ni cultivo, y solamente alimenta a las baladoras cabras. Porque entre los Cíclopes no hay naves de proa de bermellón, con las cuales se realizan toda clase de empresas y se visitan las ciudades de los pueblos; tales son los numerosos proyectos que realizan los hombres al cruzar los mares. Así, los Cíclopes habrían podido cultivar esa isla y hacerla habitable: ella no es estéril, y produciría frutos en cualquier estación. Allí, en la orilla del mar espumoso, se extienden prados húmedos y tupidos; las vides serían allí sobre todo de larga duración. Es fácil de labrar; en ella se recogería en la estación correspondiente una abundante cosecha, porque el suelo es graso y fértil. Esta isla posee todavía un puerto cómodo, donde nunca hay necesidad de cordaje, donde no se echa el ancla, donde ningún vínculo amarra las naves; cuando abordan a esos lugares, permanecen en ellos hasta que los navegantes desean partir y empiezan a soplar los vientos. En el extremo de ese puerto corre un agua límpida, el manantial se halla bajo una gruta; en derredor se elevan unos chopos. Fue allí adonde arribamos, y un dios nos condujo durante la noche oscura: ningún objeto hería entonces nuestra vista; una espesa niebla envolvía a nuestras naves, y la luna no brillaba en el cielo; estaba oculta por las nubes. Ninguno de nosotros había descubierto aquella isla; ni siquiera advertimos las enormes olas que iban a estrellarse a la orilla, antes de que con nuestras naves hubiéramos llegado a ella. Tan pronto como llegamos, plega-mos las velas, luego bajamos a tierra, y nos dormimos en espera de que volviera a brillar la aurora.

"Al día siguiente, a los primeros rayos del día, recorremos esa isla, y quedamos llenos de admiración. Entonces las ninfas, hijas del poderoso Zeus, nos envían las cabras de las montañas para la comida de nuestros compañeros. Luego traemos de las naves los arcos curvos, las largas jabalinas, y divididos en tres grupos, arrojamos nuestros dardos; de pronto un dios nos concede una caza abundante. Doce naves me habían seguido; cada una de ellas obtuvo nueve cabras en la distribución. Mis compañeros escogieron diez para mí solo. Durante todo el día, hasta que el sol se puso, saboreamos los manjares abundantes y el delicioso vino. El vino de nuestras naves no se había agotado, sino que aún nos quedaba una buena cantidad; porque habíamos puesto mucho de nuestras jarras cuando saqueamos la ciudad de los ciconios. Entre tanto, descubrimos a poca distancia el humo que se elevaba en el país de los Cíclopes, y oímos sus voces mezcladas a los balidos de las cabras y de las ovejas. Cuando el sol hubo terminado su carrera, y llegaron las tinieblas de la noche, nos acostamos a la orilla del mar. Cuando volvió a brillar la aurora, yo reuní a todos los míos y les dije:

"—Quedaos en estos lugares, ¡oh mis compañeros fieles!; yo, entre tanto, con aquellos que suban a mi nave, iré a informarme acerca de quiénes son esos hombres; si son crueles, salvajes, sin justicia, o si son hospitalarios, y si su alma respeta a los dioses.

"Dichas estas palabras, yo subo a la nave, ordeno a mis compañeros que me sigan y desaten los cordajes. En seguida suben a la nave, se colocan en los bancos, y todos, también ordenadamente, golpean con sus remos el mar espumoso. Cuando arribamos al país del cual nos encontrábamos tan cerca, vimos en el extremo del puerto, cerca del mar, una gruta elevada, sombreada de laureles: allí reposaban numerosos rebaños de cabras y ovejas; el patio estaba cerrado por un muro de peñascos hundidos en la tierra, por grandes pinos y encinas de alta cabellera. Allí era donde moraba un hombre enorme, el cual, él solo, hacía pacer sus rebaños a lo lejos; no frecuentaba a los otros Cíclopes, sino que, siempre apartado de ellos, no conocía más que la violencia. Era un monstruo horrible, no parecido al hombre que se alimenta de trigo, sino a la cima boscosa de las altas montañas, parecía superar a todos los demás.

"Digo a mis compañeros que se queden a bordo para guardar la nave; solamente, al escoger a doce de los más valientes, me alejé; sin embargo, cogí un odre de piel de cabra lleno de un vino delicioso, que me dio Marón, hijo de Evanteo, sacerdote de Apolo, que vivía en la ciudad de Ismaro, porque, llenos de respeto, le protegimos, a él, a su mujer y a sus hijos. Habitaba el bosque sagrado del radiante Apolo. Me colmó de presentes magníficos; me dio siete talentos de un oro escogido, luego una copa toda de plata, y luego llenó doce jarras de un vino delicioso y puro, brebaje divino. Nadie en la casa, ni sus esclavos, ni sus servidores conocían este vino, solamente él, su mujer y la intendente del palacio. Cuando bebía de aquel licor delicioso y colorado, llenando sólo una copa, la vertía sobre veinte medidas de agua; de la crátera se exhalaba entonces un perfume suave y divino; nadie podía resistir a ese encanto. Yo me llevé, pues, este ordre lleno, y en un saco de cuero metí mis provisiones; porque ya pensaba en el fondo de mi corazón que encontraría un hombre de inmensa fuerza, un hombre cruel, que no conocía ni la justicia ni las leyes.

"Pronto llegamos a su antro; no le encontramos allí, había llevado sus pingües rebaños a los lugares de pasto. Entonces, penetrando en la caverna, admiramos cada cosa: las cestas de junco estaban repletas de quesos, los cabritos y los corderos llenaban el redil, pero estaban separados en distintos recintos; primero aquellos que nacieron primeramente, después los menos grandes, finalmente aquellos que acababan de nacer; todas las vasijas, aquellos que contenían el suero de la leche, los tarros y los cuencas en los que el Cíclope ordeñaba sus rebaños, estaban puestas en orden. Mis compañeros me rogaban que cogiera algunos quesos y volviera a la nave; me exhortaban a que nos llevásemos prestamente cabras, ovejas y las condujésemos a la nave y cruzásemos la onda amarga; pero yo no me dejé persuadir (sin embargo, era la decisión más prudente), porque quería ver al Cíclope, y saber si me concedería los dones de la hospitalidad; pero su presencia no había de resultar afortunada para mis compañeros.

"Habiendo encendido el fuego, hacemos los sacrificios, después, habiendo tomado algunos quesos, los comemos; y permaneciendo sentados en el interior de la caverna, aguardamos el momento en que el Cíclope regresó del campo. Llevaba un enorme haz de leña seca para preparar su comida. Lo arroja fuera de la caverna, y su caída produjo un gran ruido; asustados, huimos hasta el fondo del antro. Entonces hace entrar en esta espaciosa gruta sus rebaños, todos aquellos, por lo menos, que él quería ordeñar, y deja los machos junto a la entrada, los machos cabríos y los carneros permanecen fuera del espacioso patio. Luego, para cerrar su morada levanta una enorme roca: veintidós fuertes carros de cuatro ruedas no habrían podido arrancarla del suelo, tan grande era aquella piedra que él coloca a la entrada del patio. Habiéndose sentado, ordeña con el mayor cuidado sus ovejas, sus cabras baladoras, y en seguida devuelve los corderos a sus madres. Luego, dejando coagular la mitad de aquella leche, la deposita en unas cestas trenzadas con esmero, y pone la otra mitad en unas vasijas para cal-mar la sed y para que constituya su cena. Después de poner fin apresuradamente a todos estos preparativos, enciende el fuego, advierte nuestra pre-sencia y nos dice:

"—Extranjeros, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís a través de las llanuras húmedas? ¿Es por vuestro negocio o acaso sin intención alguna vais errantes como los piratas que recorren los mares exponiendo su vida y llevando la asolación a los extranjeros?

"Dice, y nosotros sentimos rompérsenos el corazón, nos estremecemos al oír esa voz formidable y ante la vista de aquel horrible coloso. Yo, sin embargo, le respondo las siguientes palabras:

"—Somos unos griegos que, desde que partimos de Ilion, arrastrados por los vientos contrarios, hemos recorrido la vasta extensión del mar, y aunque deseosos de volver a nuestra patria, llegamos aquí, desviados de nuestra ruta, y siguiendo otros senderos; así lo ha querido Zeus. Nosotros nos jactamos de ser los soldados de Agamenón, hijo de Atreo, cuya gloria es hoy inmensa bajo la bóveda de los cielos, tan grande es la ciudad que ha derribado y numerosos los pueblos que ha vencido; nosotros, entre tanto, venimos a abrazar tus rodillas, para que nos concedas el don de la hospitalidad, por lo menos que nos concedas algunas subsistencias, como es justo ofrecer a los extranjeros. Poderoso héroe, respeta a los dioses; nosotros somos tus suplicantes. Zeus hospitalario es el vengador de los suplicantes y de los huéspedes; acompaña a los extranjeros que son dignos de respeto.

"Tales fueron mis palabras; pero él, sin piedad, me responde inmediatamente:

"—Extranjero, tú pierdes la razón, o acaso vienes de lejos, tú que me ordenas temer y respetar a los dioses. Los Cíclopes no se preocupan de Zeus ni de los inmortales; somos más poderosos que los dioses bienaventurados. Para evitar la ira de Zeus no pienso perdonar ni a ti ni a tus compa-ñeros, si tal no es mi deseo. Pero dime ahora dónde dejas tu nave; enséñame si está en el extremo de la isla o cerca de aquí, para que yo lo sepa.

"Así hablaba, para probarme; pero yo no olvidé mis numerosos ardides, y le respondí a mi vez con estas palabras engañosas:

"—El poderoso Posidón ha roto mi nave, arrojándola contra un peñasco en el momento en que yo iba a tocar el promontorio que se eleva sobre los hordes de tu isla, y el viento, sobre las olas, ha dispersado los restos; sola-mente yo con mis compañeros hemos podido evitar el perecer.

"Así hablaba yo; el cruel no responde nada a estas razones, pero, adelantándose, lleva sus manos hacia mis compañeros, coge dos de ellos y los "plasta contra una piedra como jóvenes cervatillos; sus sesos corren por el suelo, inundándolo. Entonces, rompiendo los miembros palpitantes, prepara su comida, y come, semejante al león de las montañas, sin dejar vestigios ni de la carne, ni de las entrañas, ni de los huesos llenos de tuétano. A la vista de estas horribles maldades, elevamos llorando las manos hacia Zeus, y la desesperación se apodera de nuestra alma. Cuando el Cíclope ha llenado su vasto cuerpo, devorando la carne humana, bebe una leche pura, y se acuesta en la caverna, tendido en medio de sus rebaños. Yo, sin embargo, quería en mi corazón magnánimo, acercándome a ese monstruo, y sacando la espada que llevaba a mi lado, herirle en el pecho, en el lugar en que los músculos sostienen el hígado, y abatirlo con mi propia mano; pero otro pensamiento me contuvo. Moriríamos allí dentro de muerte horrible; porque con nuestros brazos no podíamos levantar la enorme piedra que él había lanzado delante de la puerta. Aguardamos, pues, suspirando, el regreso de la divina Aurora.

“Al día siguiente, a los primeros rayos del día, el Cíclope enciende el fuego, ordeña sus soberbios rebaños, lo dispone todo con orden, y en seguida devuelve los corderos a sus madres. Después de terminar apresuradamente estos preparativos, cogiendo de nuevo a dos de mis compañeros, hace con ellos su comida. Terminada esta comida, el monstruo hace salir del antro sus pingües ovejas, levantando sin esfuerzo la puerta inmensa; luego vuelve a colocarla en su sitio, como habría colocado la tapa de un carcaj. Entonces el Cíclope, al son de un prolongado silbido, conduce sus gordas ovejas a la montaña. Yo, entretanto me había quedado meditando terribles proyectos, para vengarme, si Atenea quería concederme tal gloria. He aquí el partido que en mi alma se me antojó el mejor. El Cíclope, en el fondo del establo había colocado la enorme rama de un verde olivo, que había cortado para servirse de ella cuando estuviera seca; nosotros la comparábamos al mástil de una grande y pesada nave de veinte remos que un día ha de surcar las vastas ondas; tales nos parecieron su anchura y su altura. Corto unos tres codos, luego doy esta rama a mis compañeros, ordenándoles que reduzcan su grosor; ellos la trabajan y la vuelven muy unida; yo aguzo en seguida la punta, y para endurecerla la paso por la chispeante llama. Entonces la deposito con cuidado y la escondo bajo un gran montón de estiércol que había en el aprisco. A continuación ordeno a mis compañeros que elijan echando suertes a aquellos de entre ellos que hayan de atreverse conmigo a hundir esta estaca en el ojo del Cíclope cuando se disponga a disfrutar del dulce sueño. Los cuatro designados por la suerte, habría querido escogerlos yo mismo; yo hacía el número quinto con ellos. Al atardecer, regresa condu-ciendo sus ovejas de blando vellocino; empuja hacia el interior sus pingües rebaños; entran todos, y el Cíclope no deja a ninguno fuera del patio, ya sea que él mismo hubiera concebido tal proyecto, ya sea que un dios lo hubiera querido así. Luego, levantándola, vuelve a colocar la puerta inmensa, y habiéndose sentado, ordeña sus ovejas, sus cabras baladoras, lo dispone todo con orden, y a continuación devuelve los corderos a sus madres. Después de haber terminado apresuradamente estos preparativos, cogiendo de nuevo a dos de mis compañeros, hace de ellos su comida. En este momento yo me le acerco, teniendo en mis manos una escudilla de hiedra llena de un vino delicioso, y le digo:

"—Cíclope, toma, bebe de este vino, después de comer carne humana; para que sepas cuál es la bebida que yo tenía escondida en mi nave, te la traigo como una libación, en la esperanza de que, apiadándote de mí, me permitirás que regrese a mi patria; tu furor no tiene medida, ¡insensato! ¿Quién, en lo sucesivo, querrá venir a estos lugares? Estás obrando contra toda justicia.

"Así hablaba yo, y él coge la copa y bebe; experimenta un intenso placer al saborear tan dulce brebaje, y me pide que le dé otra vez:

"—Dame más, y ahora, dime en seguida cómo te llamas, para que yo te dé un presente de hospitalidad que pueda alegrarte. La tierra fecunda les produce a los Cíclopes la vid y sus bellos racimos que para ellos hace crecer la lluvia de Zeus; pero esta bebida es una emanación del néctar y de la am-brosía.

"Dijo, y en seguida yo le doy otra vez del licor resplandeciente; tres veces se lo doy al Cíclope y tres veces bebe él sin medida. Y tan pronto como el vino se ha adueñado de su espíritu, yo le digo estas dulces palabras:

"—Cíclope, tú me preguntas mi nombre: voy a decírtelo; pero tú, concédeme el presente de la hospitalidad, tal como me habías prometido. Mi nombre es Nadie; Nadie es como me llaman mi padre, mi madre y todos mis compañeros.

"Tales fueron mis palabras, pero él me responde con la misma ferocidad:

"—Nadie, yo te comeré a ti el último, después de tus compañeros; los otros perecerán antes que tú; tal será para ti el presente de hospitalidad.

"Así hablando, el Cíclope cae tendido de espaldas; su enorme cuerpo queda inclinado sobre sus hombros; y el sueño, que doma todo lo que respira, se apodera de él; de su boca se escapan el vino y los jirones de carne humana, los arroja en su pesada embriaguez. Entonces introduzco la estaca bajo una abundante ceniza, para que se ponga ardiente; y con mis palabras animo a mis compañeros, para que, asustados, no me abandonen. Tan pronto como la rama de olivo se ha calentado lo suficiente, según yo calculo, y aunque verde, cuando brilla ya con una intensa llama, la retiro del fuego, y mis compañeros permanecen a mi alrededor; sin duda un dios me inspiró esta audacia. Ellos, entre tanto, cogiendo aquella rama de olivo afilada, la hunden en el ojo del Cíclope; y yo, apoyándome encima, la hacía girar. Así, cuando un hombre agujerea con un taladro la tabla de una nave, debajo de él, otros obreros, tirando una correa por los dos lados, precipitan el movimiento, y el instrumento gira sin cesar; de la misma manera nosotros hacemos girar la ardiente rama en el ojo del Cíclope, y la sangre corre alrededor de esta estaca. Un ardiente vapor devora las' pestañas y los párpados, la pupila está completamente consumida; sus raíces chillan, desgarradas por la llama. Al igual que un herrero, templando el hierro, ya que en ello reside su fuerza, sumerge en el agua helada una fuerte hacha, o bien una doladera, se estremece con gran ruido; de la misma manera silba su ojo atravesado por In rama de olivo. El Cíclope profiere entonces espantosos alaridos; todo el peñasco resuena; nosotros huimos temblando de miedo. Arranca de su ojo aquel madero que gotea sangre; en seguida, con la mano lo arroja lejos de sí. Entre tanta, llama a grandes gritas a las otros Cíclopes, que habitan en grutas en las cumbres expuestas al viento. Ellos, al oír estos gritos, acuden de todas partes, y colocándose junto a la entrada de la gruta, le preguntan qué es la que le aflige:

"—¿Por qué, Polifemo, profieres tan tristes clamores durante la noche y nos arrancas del sueño? ¿Alguien, entre las mortales, te habrá robado tus rebaños? ¿Alguien te habrá dominado por la astucia o par la violencia?

"Polifemo, desde el fondo de su antro, responde con estas palabras:

"—Amigos míos, Nadie me ha dominado por la astucia y no por la fuerza.

"Las Cíclopes se apresuran a contestarle:

"—Puesto que nadie te ultraja en tu soledad, no es posible apartar los males que te envía el gran Zeus; pero puedes dirigir tus votos a tu padre, el poderoso Posidón.

"Al oír estas palabras, todos los Cíclopes se alejan; yo, sin embargo, me reía en el fondo de mi corazón viendo como ellos eran engañados por este nombre y por mi prudencia irreprochable. Entonces el Cíclope, suspirando, y padeciendo vivos dolores, tantea con las manas, y agarra la piedra que cerraba la entrada; luego, sentándose delante de la puerta, extiende sus manos, con objeto de asir a cualquiera que quisiera escapar, confundiéndose con los rebaños; así es como esperaba en su alma que yo fuese un insensato. Sin embargo, yo pensaba encontrar cuál sería el medio mejor de arrancar a mis compañeros a la muerte y de evitarla yo misma; imaginaba mil ardides, mil estratagemas, porque nuestra vida dependía de ello; un gran peligro nos amenazaba. He aquí, en mi pensamiento, el partido que me pareció prefe-rible. Allí había unos gordos carneros, de espeso vellocino, grandes, hermosos y cubiertos de una lana negra; yo los ato con los flexibles mimbres sobre los cuales dormía el Cíclope, monstruo terrible, hábil en crueldades, y ato juntos a tres de aquellos carneros; el del medio llevaba un hombre, y a cada lado se encontraban los otros dos, que protegían la fuga de mis compañeros. Así tres carneros están destinados a transportar un hombre; en cuanto a mí, como quedara el carnero más hermoso de todos aquellos rebaños, lo agarré por el lomo, y deslizándome bajo su vientre, me cojo de su lana; con las dos manos agarraba aquel espeso vellocino, y con corazón inquebrantable me quedé en él suspendido. Así fue como suspirando aguardábamos el regresa de la divina Aurora.

"Tan pronto coma la Aurora hubo brillado en el cielo, los carneros salen para dirigirse a las pastos, y las ovejas, que el Cíclope no había podido ordeñar, balaban en el interior de la gruta, porque sus ubres estaban repletas de leche. El rey de aquel antro, atormentado por intensos dolores, posa la mano por el lomo de las carneros que se elevaban por encima de las otros; pero el insensato no sospechaba que bajo su tupido vientre estaban atados mis compañeros. Finalmente, el último de todos, el carnero más hermoso del rebaño, franquea la puerta cargada a la vez con su espeso vellocino y conmigo, que concebí un proyecto lleno de prudencia. Entonces el terrible Po-lifemo, acariciándole con la mano, le habla en estas términos:

"—Querida carnero, ¿por qué eres tú el último en salir de la gruta?

Nunca te quedabas detrás de las ovejas; tú eras el primero en pacer las tiernas flores del prado, caminando a grandes pasos, y eras el primero en llegar a las corrientes del río, y tú, el primero también en apresurarte a volver al establo cuando anochecía; sin embargo, he aquí que tú eres hoy el último de todos. ¿Acaso estás triste porque echas de menos el ojo de tu amo? Un vil mortal, ayudado par sus odiosos compañeros, me ha privado de la vista, después de haber domado mis sentidos por la fuerza del vino, Nadie, el cual, así la espero, no evitará la muerte por mucho tiempo. Puesto que tú compartes mis penas, lástima que no estés dotado de palabra, para decirme dónde se oculta ese hombre, huyendo de mi furor; al instante, roto su cráneo contra el suelo, sus sesos serían esparcidos por todas partes en esta caverna; por lo menos entonces mi corazón sentiría un poca de alivio de todos los males que ese miserable Nadie me ha causado.

"Terminado de decir estas palabras, empuja al carnero lejos de la puerta. Cuando nos encontramos a alguna distancia de la gruta y del patio, yo me desato primero de debajo del carnero y a continuación voy a desatar a mis compañeros. Luego escogemos las ovejas más pingües, y las empujamos delante de nosotros hasta que hemos llegado cerca de nuestra nave. Finalmente, ya tranquilao, comparecemos ante nuestros amigos, acabando de eludir la muerte; pero ellos echan de menos a los otros, gimiendo. Sin embargo, yo no les permito que lloren; entonces, haciendo can el ojo una seña a cada uno de ellos, mando conducir rápidamente aquellos soberbios rebaños a la nave, y surcar las amargas ondas. Se embarcan en seguida y van a colocarse en las bancos; luego, sentadas en orden, golpean can sus remos el mar espumoso. Cuando nos hemos alejada una distancia equivalente al alcance de la voz, dirijo al Cíclope estas palabras ofensivas:

"—jOh Cíclope!, no, tú no debías, en el fondo de tu gruta oscura, abusar de mis fuerzas para comerte a los compañeros de un hombre indefenso; tus odiosas maldades habían de ser castigadas, miserable, porque no has temido devorar a unos huéspedes en tu morada; he ahí por qué Zeus y todos las otros dioses te han castigado.

"Es así como yo hablaba; el Cíclope entonces, en el fondo de su corazón, siente redoblar su rabia. Lanza una enorme piedra que arranca de la montaña, la cual va a parar más allá de donde se encuentra la nave de azulada proa; poco faltó para que rozase los bordes del timón; la mar queda trastornada por la caída de esta piedra; conmovida la ola, refluyendo con violencia, rechaza mi nave hacia la tierra, y levantada por las ondas, está a punto de tocar la orilla. Entonces, cogiendo con mis dos manos un fuerte remo, me alejo de la borda; luego, exhortando a mis compañeros, les ordeno, con una señal con la cabeza, que se encorven sobre los remos para evitar la desgracia; ellos entonces, agachándose, reman con esfuerzo. Cuando estuvimos en el mar a una doble distancia lejos, quise dirigirme al Cíclope; pero alrededor de mí mis compañeros tratan a porfía de disuadirme de ello con palabras persuasivas.

"—¡Desdichado! -me dicen- ¿Por qué quieres irritar aún más a ese hombre cruel? Es él quien, lanzando esa masa de roca en el mar ha rechazado nuestra nave hacia la orilla, donde hemos creído morir. Sin duda, si oye de nuevo tu voz y tus amenazas, va a destrozar a la vez nuestras cabezas y las tablas de la nave bajo el peso de una enorme roca; tanta es la fuerza con que es capaz de arrojarla.

"Así hablan mis compañeros; pero ellos no consiguen persuadir mi cora-zón magnánimo. Entonces, en mi ardor, vuelvo a gritar:

"—Cíclope, si alguno entre los mortales te interroga sobre la pérdida funesta de tu ojo, dile que te fue arrebatado por el hijo de Laertes, Ulises, el destructor de ciudades, que posee una casa en Itaca.

"Así hablaba yo; y él, gimiendo, respondió entonces con estas palabras:

"—¡Grandes dioses! He ahí, pues, cumplido aquel oráculo que en otro tiempo me fue revelado. Antaño, en esta isla había un adivino, hombre fuerte y poderoso, Telemo, hijo de Eurimo, que superaba a todos en la adi-vinación y que envejeció en medio de los Cíclopes prediciéndoles el futuro; me anunció todo lo que había de realizarse más tarde, y me dijo que yo perdería la vista en manos de Ulises. Así, yo esperaba siempre ver llegar a mi morada un héroe alto, soberbio y revestido de fuerza; sin embargo, hoy es un hombre pequeño, débil y miserable el que me arranca el ojo, después de dominarme con el vino. Vuelve, pues, Ulises, para que te ofrezca los dones de la hospitalidad, para que suplique a Posidón que te conceda un feliz retorno; yo soy su hijo, él se jacta de ser mi padre; él solo, si tal es su deseo, me curará, sin el auxilio de nadie más, ni de los dioses bienaventura-dos, ni de los hombres mortales.

"Dijo, y yo le respondí con estas palabras:

"—¡Pluguiera a los dioses que yo hubiera podido, al privarte del alma y de la vida, enviarte al rey de Hades, como es seguro que Posidón no curará tu ojo!

"Tal fue mi respuesta; él, sin embargo, imploraba a Posidón, elevando las manos hacia el cielo estrellado.

"—Escúchame, Posidón de azulada cabellera, tú que sostienes la tierra; si realmente soy hijo tuyo, y si tú te enorgulleces de ser mi padre, concédeme que el hijo de Laertes no vuelva a su casa, Ulises, el destructor de ciudades, que posee una casa en Itaca. Si, no obstante, es su destino volver a ver a sus amigos, regresar a su opulento palacio, a las tierras de su patria, que llegue tarde, después de grandes males; que habiendo perdido a todos sus compañeros, llegue a bordo de una nave extranjera, y que encuentre la ruina en su casa.

"Así suplicaba, y Posidón le escuchó. Entonces de nuevo el Cíclope, cogiendo una roca mayor que la primera, la arroja, haciéndola girar en el aire, para darle toda su fuerza. Esta masa cae detrás de la nave de azulada proa; poco faltó para que diera contra la punta del timón. Él fue sacudido con esta caída; las olas impulsan la nave hacia delante, y está a punto de tocar la orilla. Cuando hubimos llegado a la isla en la cual había dejado mis otras naves, encontramos a nuestros compañeros sentados junto a ellos, gimiendo, sin dejar de esperar nuestra llegada; habiendo llegado a dicho lugar, empujamos la nave hacia la arena, y descendimos a la playa. Entonces nos apresuramos a sacar de la nave los rebaños del Cíclope, y los repartimos. Nadie se alejó de mí sin haber recibido una parte igual a los demás. Mis valientes compañeros, cuando hubimos repartido los rebaños, me dieron un carnero reservado para mí solo. Yo lo sacrifico en seguida al hijo de Cronos, Zeus, el de las sombrías nubes, que reina sobre todos los dioses, y quemé los muslos. Él no aceptó mi ofrenda, sino que deliberó el modo de destruir mis fuertes naves y mis amados compañeros. Durante todo el día, hasta la puesta del sol, saboreamos los manjares abundantes y el vino delicioso. Cuando el sol se ha puesto, cuando vienen las tinieblas, nos dormimos a la orilla del mar. Al día siguiente, tan pronto como brilla la Aurora, la hija de la mañana, yo despierto a mis compañeros y les ordeno que suban a bordo y desaten los cordajes. Ellos se apresuran a embarcar, se colocan en los bancos, y todos sentados en orden golpean con sus remos el espumoso mar.

Así nos alejamos de aquellas playas, contentos de haber escapado a la muerte, pero con el corazón apesadumbrado por haber perdido a nuestros queridos compañeros.

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