viernes, 5 de septiembre de 2008

Claudia Amengual - Magnolia

Magnolia

A Xavier Oquendo, poeta, amigo en la risa

A cada uno le llega el día
de pronunciar el gran Sí o el gran
No.
KONSTANTINO KAVAFIS (1901)

Hay un mundo en el que algunos hombres caminan hacia atrás. Y en ese mundo hay una ciudad que se llama Magnolia y un parque circular dentro de esa ciudad. Todos en el parque, sin excepción, caminan hacia adelante. Y hay una gran calle en ese parque, que lo circunda de tal manera que si uno entra por la única verja y va hacia derecha o izquierda, al cabo de mil horas de paso ágil llega al punto desde donde partió. A esa calle le llaman el primer camino y tiene el amarillo triste del albero que recuerda el horror de las plazas de toros. La gente se cita para dar paseos mientras habla de la vida que se va y del pasado a cuestas. Otros trotan a su aire, ajenos al bullicio de las voces y los ecos de las almas que han quedado flotando en el ambiente mareadas de tanto girar. Algunas de ellas salieron para comprobar que ya no tenían cuerpo adonde ir y prefirieron volver a la eternidad segura de ese limbo circular donde nadie pide cuentas.

Algún paisajista maldito debió de diseñar este parque para vengarse de un amor frustrado o de una traición dolorosa que le arruinó las ganas de vivir. Y es de suponer que dedicó a tal fin lo más destilado de sus rencores, y consumió los días en perfeccionar la obra, sin sueño ni descanso. Es necesario mucho amor, o mucho odio, para construir algo tan endiabladamente bello. Solamente quien ha amado alguna vez y ha esperado la llamada que siempre llega tarde, quemando sus horas en una abulia triste que es casi como no ser, solo aquel sabe que en el amor se tocan la vida y la muerte. Solamente quien ha amado, sabe cuánto puede odiar. Por eso ya nadie discute si el parque es hijo del amor o del odio, porque, al final, termina siendo lo mismo.

El primer camino es una trampa. Quien empieza su recorrido hacia el poniente va envejeciendo a cada paso, en tanto, los que van hacia el alba, recuperan la juventud desvanecida. En algún punto, los caminantes se encuentran. Jamás se reconocen porque han perdido la noción del tiempo y son demasiado viejos o demasiado niños como para distinguir a los que vienen en sentido contrario. Lo que estos caminantes ignoran es que ya sea hacia un lado o hacia el otro, el primer camino conduce a la nada. Los que van hacia el poniente devoran las horas de vida con una velocidad insólita y acaban tendiéndose extenuados, las articulaciones vueltas nudos, arrugada la piel, la boca seca. La muerte les llega en silencio, sin una queja y los cuerpos retorcidos se transforman en olivos que coronan el camino a ambos lados. Los que van hacia el alba atraviesan la ternura de la infancia sin plena conciencia del futuro blanco que les espera, y apenas caen al suelo, sin fuerzas en las piernas para caminar, la piel también arrugada, pero rosa, la boca húmeda de balbuceos incomprensibles, es poco después, decía, que desaparecen en la nada de la que alguna vez vinieron.

Lo cierto es que el primer camino está rodeado por una reja de dibujo amplio, con espacios tan grandes entre sus firuletes que dos hombres peleando podrían pasar por ellos. Pero, aun así, a nadie se le ocurre ingresar al parque por otro lado que no sea la verja principal, y el guarda vestido de impecable azul duerme en su caseta un sueño tan apacible que muchos creen que es una pieza de adorno y pasan a su lado sin ver que, cada tanto, los ojos se agitan bajo los párpados cerrados. Del otro lado, acompaña el camino un sendero ancho, donde hay un césped que nadie corta porque crece solo hacia los lados y teje una maraña espesa de hilos verdes que se detienen justo al llegar al camino. No hay cartel que lo indique, pero a nadie se le ocurre pisar este césped, ni tenderse en su frescor después del rocío para adivinar las formas de las nubes.

Al otro lado del sendero, hay un segundo camino, que acompaña la forma de los otros y que, por lo tanto, constituye un círculo más pequeño que el primero, pero igualmente enorme, tan grande que un barrio mediano de la ciudad cabría en el área que encierra. Nadie sabe cómo se accede a él porque lo rodea el sendero del césped que no se pisa. Persiste, por lo tanto, el enigma de saber cómo llegan a sus pedregullos los hombres y mujeres que andan en puntillas para no hacer ruido. Algún observador desprevenido anotó una vez que tal actitud era por no lastimarse los pies, y bastó con que los hombres y mujeres apoyaran sus plantas descalzas y caminaran con fuerza durante unos segundos, para que el ruido atronador de las piedras quebrándose hiciera enloquecer al hombre que desde ese día también va en puntillas y sin zapatos por miedo a ser diferente.

En el parque nunca llueve, pero tampoco hay sol. Una nube ambarina lo cubre de día y se abre en las noches para que entre de lleno la luna a bañar las flores. Estas flores frías, regadas con luz de plata, cubren una franja interior al segundo camino, una franja estrecha que podría abarcarse con los dos brazos extendidos, abiertos en cruz. Pero hay algo inexplicable en la belleza glacial de las flores de luna: quien las mira se congela en un éxtasis que le impide ver al otro lado. Y es común encontrarse a un hombre en puntillas adorando una flor con la mirada ausente sin la menor curiosidad por saber qué mundo gira en el círculo inmediato.

En el círculo inmediato hay un camino azul donde un hombre y una mujer se citan a toda hora, a cada minuto desde que existe el tiempo y hasta que ya no exista. Él está en un extremo del sendero y Ella en el opuesto, separados por un ángulo de perfectos ciento ochenta grados que nunca se altera porque los dos caminan al mismo paso. Da pena verlos buscarse, alimentar la esperanza de que en cualquier momento algo sucederá, un mínimo cambio que tuerza las circunstancias y que, por fin, después de tanto, de siempre, puedan fundirse en un abrazo. Él jadea desesperado cada vez que el viento le trae los olores del cuerpo de Ella; y Ella cierra los ojos sin dormir, a ver si en sueños logra alcanzarlo. Y así se les van las horas, con una frustración inmensa anegando el pensamiento. Bastaría un apurar Él, un enlentecer Ella, un detenerse en un punto, para que el encuentro fuera cuestión de segundos. Pero no lo saben y esperan que algún temblor divino altere la aparente inmutabilidad de las cosas. Mientras tanto se desean y caminan.

Un foso corre por dentro del tercer camino. Tiene agua hasta los bordes y, a falta de lluvia, es posible que se alimente de napas que vienen directamente de las entrañas ardientes de la tierra. Por eso es agua caliente, tan caliente que cualquiera que cayera en ella moriría al instante. Como mueren los pájaros que vienen a beber y quedan flotando con las alas quemadas. Por la noche, los ojos de los pájaros brillan y el foso se cuaja de estrellas. Al otro lado del foso está el cuarto camino que coincide con el centro del parque. Es tan rico en formas y colores, sonidos y perfumes que harían falta todos los libros para contenerlo. En este cuarto camino hay personas, animales, fábricas y selvas. También bosques y desiertos. Se hace el amor tanto como la guerra; la gente nace y muere con naturalidad. Casi todos sufren la conciencia implacable del paso del tiempo. Quizá por eso andan tan apurados, pero si uno les pregunta adónde van, no están muy seguros. Solo saben que caminan hacia una muerte segura. A eso, algunos le llaman Vida.

***

Mañana iré a Magnolia y no venceré la tentación de entrar al parque. Lo sé porque está predestinado, lo llevo marcado en la frente desde que nací. Todos sabemos que algún día habrá que tomar la decisión. Sé de algunos que no se han animado y permanecen fuera del parque engañados por la mentira atroz que se han inventado para justificar la incapacidad de atravesar sus miedos. He vivido todos estos años solo para ese momento en que cruce la verja y el parque me trague con sus fauces alucinantes y ya no pueda volver. Me pregunto si una vez dentro, recordaré lo que ahora sé: que hay cuatro caminos, que uno conduce a la nada, que no hay que acercarse al foso de los pájaros muertos, ni congelarse en la contemplación de las flores de luna, que no me lastimará ser diferente si apoyo la planta plena, que puedo vencer las distancias perennes de ciento ochenta grados con un mínimo cambio en mi ritmo de andar. Me pregunto si llegaré al cuarto camino, si seré persona y haré el amor y la guerra con la misma locura desatada; si el tiempo me acosará con su despotismo, si llamaré Vida a esa carrera desbocada tragando todo a mi paso, amontonando cosas con la ilusión estúpida de ser yo solo por tenerlas. Si creeré, por fin, la mentira más terrible con la que se engañan los hombres que viven afuera. Esa leyenda falsa según la cual el único que se salva es el que camina para atrás.



Cuento inédito

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