domingo, 14 de septiembre de 2008

Educación Social y Cívica - Organización política de las sociedades

Agrupamientos políticos primarios.

Los antiguos romanos dijeron: “Ubi homo, ibi societas”: cuando existe el hombre, existe la sociedad.

La comprensión de ello — unida a la segunda parte de esa sentencia latina: “Ubi societas, ibi jus”: cuando existe la sociedad, existe el Derecho — representó en cierto modo la culminación del desarrollo de la civilización política; la peripecia del género humano para organizar su comunidad y establecer las normas de su convivencia.

En la historia política del hombre, la Historia de los hechos representa, en realidad, el recubrimiento argumental de la verdadera historia humana: la del desarrollo de sus ideas y la de los sistemas que empleó para gobernar sus sociedades, en aplicación de esas ideas acerca del sentido de su vida colectiva, y de su propia existencia individual.

En sus orígenes remotos, el hombre siempre vivió colectivamente; pero los testimonios de la Historia no nos permiten considerar que haya tenido conciencia del problema de su organización social, de la forma más adecuada de establecerla, y de los objetivos y finalidades de esa vida colectiva.

Los que formaron las civilizaciones más antiguas, como la Hitita, las del antiguo Oriente, o la de Egipto faraónico, tuvieron una organización política estrechamente ligada a la fé religiosa; pero no surge de sus documentos que estuvieran esencialmente guiados por una imagen de su propio futuro, por un ideal hacia el cual dirigirse como colectividad.

La religión siguió siendo durante siglos un factor predominante en las concepciones y en las prácticas políticas (y aún productivas, como en materia de agricultura). El cristianismo constituyó, sin duda, un factor importantísimo en la evolución de las concepciones políticas de la humanidad. Pero fue, antes, a partir de la civilización griega antigua, que los hombres empezaron a separar los asuntos del orden sobrenatural y religioso, de los asuntos del orden real y práctico determinados por su organización y su convivencia políticas; aunque fueron los romanos antiguos los que culminaron ese proceso.

Como enseñaba en sus clases el eminente profesor de Historia uruguayo Evangelio Bonilla, en el proceso de la civilización política del hombre, el primer gran paso fue cuando del FAS — el componente religioso, inicialmente único de la organización política de la sociedad — se separó el MOS — el componente no-religioso, sino moral, de la organización política de la sociedad — y luego, cuando del MOS se separó el JUS, es decir, el componente estricamente jurídico, constitucional, de la organización política de la sociedad.

Los antiguos filósofos griegos — uno de cuyos centros de atención fueron las organizaciones de las sociedades humanas — reconocieron la condición natural social del género humano; trasuntada en la repetida expresión de Aristóteles de que “El hombre es un animal político”.

La evolución de las modalidades de vida de las comunidades humanas primitivas — sobre todo el pasaje del estado de vida errante y nómade a los asentamientos agrarios una vez aprendido el arte de hacer cultivos — determinó necesariamente la radicación conjunta de individuos humanos vinculados por lazos de nacimiento; y la formación de aldeas.

Sin embargo, aún antes de ello, las actividades de caza y aquellas de combate y defensa frente a otros grupos humanos compitiendo por los mismos recursos vitales, determinaron que los individuos se constituyeran en agrupamientos de base más vasta que la familia, bajo la autoridad de un jefe: la horda.

El proceso de conformación de unidades sociales y políticas más avanzadas — cuyo estudio y análisis detenido el objeto de otras disciplinas, especialmente la sociología — cubre etapas que comprenden:

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la tribu — en que el factor de cohesión del grupo lo constituye la existencia real o atribuída de un antecesor común y por lo mismo un alto grado de uniformidad racial;
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el genos griego, o la gens romana — que constituye un agrupamiento de base más amplia y donde el elemento cohesivo, aunque invocándose también un supuesto antepasado común, se sustenta más bien en factores de índole cultural, religioso en función de dioses menores (lares), y de relacionamiento social, que de parentesco;
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la polis — forma de estructuración ya de tipo político, en que concurre un componente de convivencia física en la ciudad, con una concepción más institucional de la comunidad, dotada de centros de autoridad diferenciados y estructurados en una organización distinta de las precedentes, en que la autoridad de un jefe era esencialmente una cuestión de poder de hecho, sin un fundamento formal explícito que le asignara legitimidad. De esta forma, puede decirse que en la polis griega antigua, aparece por primer vez el concepto del Estado — la ciudad-estado — como una organización esencialmente política y jurídica de la comunidad social. Y del mismo modo, ese modelo institucional de la ciudad-estado se aplica a las ciudades italianas primitivas, de la época inicial de Roma y la Confederación Latina.



Surgimiento del Estado moderno

Por la propia imposición de su condición gregaria, el hombre ha vivido en agrupamientos sociales desde sus más remotos orígenes.

Sin duda, aún en esos agrupamientos primitivos — en la misma forma que ocurre entre los animales que viven en manada — siempre debió existir lo que el sociólogo francés Léon Duguit definiera como “diferenciación entre gobernantes y gobernados”. La existencia de un jefe en la horda, debió ser resultante de que se destacaba en el combate, por su valentía o su ferocidad. Pero también ha debido ser resultado de una ineludible diferenciación funcional; lo que en otros órdenes suele llamarse “la relación técnica de mando” que resulta imprescindible para coordinar adecuadamente toda actividad humana de carácter colectivo.

En las formas un tanto más avanzadas de organización del mando en las comunidades sociales primitivas, del tipo de la genos griega y la gens romana, la autoridad emanaba principalmente del respeto hacia los progenitores y de la atribución a los más ancianos de una mayor sabiduría consecuente con la experiencia. En ciertas estructuras, esa autoridad no quedaba centrada en un individuo sino en un cuerpo colectivo, un consejo de ancianos o un “consejo de familia”.

En las más antiguas civilizaciones históricas - que poseyeron el instrumento de la escritura - del tipo de los Hititas o los diversos Imperios Egipcios, la autoridad del Estado quedó generalmente vinculada a la figura de un Rey, cuya legitimidad quedaba principalmente referida a fundamentos de carácter religioso.

Las ciudades griegas de la época clásica — cuyo auge tuvo lugar alrededor del siglo V A.C. — constituyen la forma completa de organización política estatal más antigua, históricamente conocida; en que puede advertirse la existencia de un sistema de autoridad institucional, en el cual diversos órganos tenían asignadas funciones propias, que cubrían de hecho todas las necesidades de funcionamiento de la sociedad. Sus detalles, son objeto del estudio de ese período de la Historia; que debiera constituir una secuencia cronológica, apta para proveer al estudiante el sustento de sus conocimientos acerca de las posteriores realizaciones y realidades históricas, así como para percibir el valor de esas tradiciones en la civilización humana.

Es en la antigua ciudad-estado griega, que se configuran en forma muy completa y diferenciada los sistemas de organización del Estado, como una entidad fundamentalmente orientada a atender los asuntos “políticos”. Allí aparece el concepto de la sociedad como centro del poder del Estado, la Asamblea o ágora; y la existencia de órganos definidos a los que se atribuyen determinadas funciones de decidir en cuestiones referidas al interés general de la comunidad, ocupados por personas — funcionarios — cuya legitimidad para ello proviene de haber sido designados cumpliendo con ciertas formalidades. Una de las más importantes innovaciones políticas de la civilización griega, en este sentido, ha sido la de asignar un plazo para esos mandatos; aunque también haya ocurrido que en algunos casos — como en el de Pericles — algunas personas hayan ocupado los cargos durante un término bastante más extenso que el originariamente previsto.

El ulterior proceso histórico y político de la Roma antigua — desde la primitiva “república de los reges” pasando por la República senaturial clásica, hasta el Imperio Romano — y esencialmente su influencia resultante de la conquista y gobierno de prácticamente todo el mundo civilizado de su tiempo, conformó una estructura política y jurídica, de hecho dotada de los mismos elementos que actualmente se consideran componentes del Estado.

Indudablemente, fue en la civilización romana antigua — y mucho más en la República que en el ulterior Imperio — que se configuraron plenamente los caracteres y el concepto del Estado; concebido como una forma de organización de un sistema de autoridades dotadas de poderes jurídicamente definidos, investidas de una legitimidad asimismo jurídica. Sus decisiones importaban la voluntad del poder público, imputada a una entidad considerada expresión política y jurídica de la sociedad, el Estado; como surgía de la expresión que encabezaba las decisiones del Senado: S.P.Q.R (Senatus Populus Que Romanus: El Senado y el Pueblo Romano).

Sin embargo, el proceso de la Historia determinó la desaparición del Estado romano imperial, y en definitiva, la fragmentación de las comunidades europeas civilizadas en la forma de organización feudal durante la Edad Media.

Por ello, el concepto moderno del Estado y sus elementos — el que puede considerarse vigente y aplicado en nuestros tiempos — es de existencia mucho más reciente. Los llamados “Estados nacionales” han surgido fundamentalmente en Europa al término de la Edad Media, en un proceso que abarcó varios siglos, como resultado de la conjunción de varios factores.

El proceso que condujo por un lado a la asimilación entre los grupos humanos que adoptaron una misma lengua y al mismo tiempo a su diferenciación de los que adoptaron otras, se complementó con la progresiva extinción del feudalismo y la concentración del poder en la figura de los reyes.

Generalmente los historiadores señalan como hitos que marcan el fin de la Edad Media y el comienzo de la Edad Moderna, la caída Constantinopla y del Imperio Romano de Oriente al apoderarse los turcos de su capital (en 1453), y el descubrimiento de América (en 1492). Pero sustancialmente, los tiempos modernos comenzaron en Europa a consecuencia del conocimiento de la pólvora traída de China por Marco Polo, que originó el surgimiento de las armas de fuego, y quitó a los señores feudales el monopolio compartido de una fuerza que, a la vez, estaba muy equilibrada entre todos ellos como para que alguno pudiera imponerse sobre el resto.

Como lo señalaba en sus clases otro eminente y recordado profesor uruguayo de Historia, Carlos Pittaluga — de la misma manera que las flechas de hierro de los guerreros de Atila al atravesar las corazas de cuero de las legiones romanas, les obligaron a “blindarlas” con pesadas mallas metálicas con lo que les quitaron su esencial movilidad, hicieron caer el Imperio Romano — la concentración del poder en un grupo cada vez más reducido de señores feudales y finalmente en el Rey; en gran medida fue resultado del invento del cañón. Un arma nueva a la vez poderosa y costosa, capaz de destruir las murallas de los castillos, que solamente podía construirse en importantes talleres y que por ello no estuvo al alcance de la generalidad de los caballeros feudales, sino sólo de aquellos que tuvieron la capacidad económica y técnica de obtenerla.

Indudablemente, para el surgimiento de las nacionalidades — consideradas como presencia en un vasto agrupamiento humano de la conciencia de integrar una unidad cultural, tradicional, histórica y aún religiosa — ha desempeñado un papel fundamental la evolución de los idiomas; especialmente la diferenciación del latín en los territorios que habían integrado el Imperio Romano de occidente, dando lugar al surgimiento de las lenguas romances.

Al mismo tiempo, las contiendas y luchas que surgieron entre los diversos aspirantes a consolidar un poder predominante dentro de los territorios “nacionales” determinados por esas diferenciaciones idiomáticas, dieron origen a lealtades y enemistades que contribuyeron fuertemente a conformar las tradiciones y los componentes emocionales del concepto de nacionalidad. Las nacionalidades pautaron la historia europea practicamente desde el fin de la Edad Media hasta nuestros días; y unidas a esos factores de centralización del poder conformaron los elementos constitutivos de los modernos Estados.



Conformación del Estado moderno

Sin embargo, los Estados nacionales europeos posteriores al siglo XV tuvieron rasgos muy diferentes de los que actualmente integran el concepto del Estado.

Las monarquías surgidas del feudalismo, acudieron como fuente de legitimidad de su poder, a la única organización que había sobrevivido íntegra a la caída del Imperio Romano: la Iglesia Católica Apostólica Romana. Desde que los Emperadores Romanos abrazaron el cristianismo, la legitimidad del poder imperial quedó referida a un origen religioso.

Los Reyes europeos postmedievales — todos los cuales aspiraban a ser sucesores del Imperio Romano y algunos se presentaron como tales — buscaban la legitimidad en el discernimiento del poder por parte de la autoridad eclesiástica; al punto de que, cuando realmente adquirieron un suficiente poder político, pronto cayeron en fuertes conflictos con la Iglesia, cuando ésta pretendió tener influencia en los “asuntos temporales”. Y por ello, en algunos casos, para superar ese conflicto entre el poder político del Rey y la pretensión de influencia de la Iglesia romana, el Rey instituyó una nueva Iglesia sobre la cual asentar su legitimidad, como ocurriera en Inglaterra.

De tal manera, las monarquías europeas, cuando se consolidaron, asumieron un poder al que se atribuyó un origen divino; y por lo tanto, tendieron a ejercer una autoridad absoluta sobre todos los órdenes de la vida social. El modelo de Estado monárquico que existió en Europa en los siglos XVI y XVII y que en cierto modo perduró — al menos como concepción política — hasta el Congreso de Viena de 1815, constituyó un tipo de Estado absolutista, de legitimación religiosa, en el cual todos los poderes terminaban en definitiva siendo ejercidos por el Rey.

En el moderno concepto del Estado, son parte integrante ciertos elementos que se originaron en el proceso intelectual de la filosofía política, cumplido durante la época del Renacimiento; entre los cuales ocupa un lugar predominante la doctrina expuesta por el francés Montesquieu, en su obra titulada “El Espíritu de las Leyes”, llamada “principio de la separación de poderes”.

El concepto de la separación de poderes, consiste en reconocer que el poder del Estado, como potestad jurídica general que se ejerce sobre sus ciudadanos, se compone en realidad de tres elementos también llamados “poderes”:

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El Poder Legislativo — al que está reservado dictar las Leyes, que son a su vez la única forma legítima de restringir los derechos esenciales de los ciudadanos, así como fijar impuestos, entre otras cosas.
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El Poder Ejecutivo — cuya función es hacer cumplir las leyes, dirigir la política exterior, y velar por el mantenimiento del orden social y de la seguridad de las personas.
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El Poder Judicial — cuya función es juzgar a quienes violen las leyes, cometan delitos, incumplan los contratos; y mandar cumplir sus sentencias.

Como complemento del reconocimiento de la existencia de estos tres poderes, surge la necesidad — a fin de que el Estado sea estructurado y funcione de una manera adecuada para regir la vida de la sociedad — de que cada uno de esos tres poderes goce de un alto grado de independencia y autonomía; aunque indudablemente deban funcionar en forma coordinada y mantener determinadas formas de relaciones entre ellos, si bien siempre reguladas y condicionadas por las normas fijadas en la Constitución del Estado.

Junto al anterior, otro concepto filosófico integra de manera esencial la concepción del Estado moderno: el que afirma el principio de libertad individual, y consecuentemente la subsidiariedad del poder y de la acción del Estado.

Surgido a partir de las reflexiones de los llamados “Enciclopedistas”, pensadores principalmente franceses — tales como Rousseau, Voltaire, Diderot y otros — este concepto se enfrentó de manera directamente opuesta al concepto del absolutismo, bajo el cual se organizaban los Estados monárquicos, especialmente en Francia, que identificaban al Estado con la persona del Rey y al cual se atribuían facultades ilimitadas; sintetizada en la famosa frase del Rey Luis “el Estado soy yo”.

A pesar del origen predominantes francés de estos conceptos, desde el punto de vista histórico fue en la Constitución de los Estados Unidos de América de 1789 en que fueron empleados como elementos rectores en el establecimiento del Estado. La doctrina constitucional norteamericana — construída especialmente por Madison, Jefferson y Hamilton, y expresada en los célebres artículos publicados en el periódico “El Federalista” — conforma sin duda el núcleo central de las concepciones en torno de las cuales se ha constituído el Estado moderno; luego de haber sido recogida en gran medida en el proceso constitucional de la Revolución Francesa, y de manera más estrecha aún en las Constituciones de los países americanos independizados del dominio colonial español.

La Constitución de los Estados Unidos introdujo además un concepto que fue llamado a tener gran aplicación y gran utilidad en la organización de otros Estados modernos; cual fue el de la estructura federal. Esa concepción permitió armonizar la constitución de grandes Estados, en cuya integración territorial y poblacional coexisten unidades políticas importantes, susceptibles por sí de constituir ellas mismas un Estado. En cierto modo, el concepto del Estado federal constituye un traslado hacia un nuevo nivel del principio de libertad individual y de subsidiariedad del poder del Estado; en cuanto establece el principio de que las potestades del Estado federal son exclusivamente aquellas que afectan al conjunto de los Estados federados y están expresamente establecidas, mientras que a esos Estados federados poseen todas las atribuciones estatales restantes.



La Nación y los nacionalismos

Por su parte, correspondió a la Revolución Francesa desarrollar y enaltecer el concepto de Nación como un componente fundamental del Estado; en busca de un concepto sustitutivo de la lealtad al Rey, como elemento políticamente aglutinante de la sociedad y el Estado.

Puede definirse el concepto de Nación como la comunidad social unificada en torno a su cultura y a su historia, potenciada por la conciencia común de un destino colectivo.

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El componente cultural puede estar integrado por la comunidad de idioma, la concordancia en respetar y seguir ciertos valores básicos de convivencia, la creencia en una misma religión, la existencia de tradiciones y costumbres comunes de diverso tipo, y otros elementos que más directamente se asocian a la cultura, como un común fondo literario, musical, arquitectónico y de otras expresiones artísticas.
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El componente histórico reside principalmente en haber convivido los integrantes de esa sociedad y sus antepasados en un territorio geográfico, haber cumplido en él un proceso histórico durante el cual se hayan consolidado los factores de unificación política, creado un sistema institucional — a veces mediante un proceso intensamente bélico (revoluciones, guerras de independencia, guerras de resistencia ante atacantes extranjeros, guerras civiles) — como resultado de lo cual exista entre los integrantes de esa sociedad, generación tras generación, un sentimiento de patria (“patria” viene de padre, y asocia el amor a la tierra con el culto a los antepasados) sentido profundamente por la inmensa mayoría de los hombres actualmente integrantes de la sociedad política.

El concepto de Nación - y su consecuente el de nacionalidad - presupone esencialmente un profundo sentimiento de adhesión y pertenencia a un grupo social constituído en comunidad política; que sobrepasa todas las divergencias existentes al interior de esa sociedad en diversas cuestiones, para llevarlos a coincidir en ciertos componentes fundamentales; los cuales se expresan generalmente en determinados elementos simbólicos, como la bandera, el himno nacional, el escudo patrio, y el respeto hacia los “padres” de la Constitución, o los “héroes” de la Independencia Nacional. Y, sobre todo, en la lealtad sincera, profunda y permanente, hacia los grandes valores fundamentales, que justamente conforman los principios jurídicos y políticos sobre los que se asienta la Nación misma.

Ese concepto de Nación es el que ha movido, a partir de la Revolución Francesa, a las poblaciones de los principales países y ha sustentado las principales y más importantes realizaciones de la Historia. Ha sido, esencialmente, un sentimiento colectivo en cuanto compartido por la inmensa mayoría de los integrantes de esas sociedades; pero esencialmente individual también, en la medida en que ha impulsado a cada uno de esos integrantes a participar con enorme dedicación y compromiso en esos mismos hechos.

Sin embargo, no siempre los componentes mencionados se encuentran presentes todos, o en el mismo grado de incidencia, en los agrupamientos humanos que ellos mismos se consideran como conformando una Nación; y no siempre un Estado está compuesto por una única Nación, ni siempre una Nación ha conformado o conforma un único Estado.

En este sentido, es sistemático mencionar el caso de la Confederación Helvética (Suiza), cuyos pobladores se consideran conformando una Nación (y así lo hacen), a pesar de que en una población relativamente menor por su número, del orden de entre 5 y 10 millones de personas, hablan algunos en francés, otros en alemán y otros en italiano. Si bien crecientemente esos idiomas se difunden entre todos los suizos y muchos hablan dos o los tres, ninguno de ello predomina sobre los otros, ni se abandona su uso predominante en las regiones respectivas; y además, al mismo tiempo, cada núcleo idiomático continúa sus tradiciones, su cultura literaria, etc.

Del mismo modo, otro ejemplo habitualmente mencionado en este aspecto, es el del pueblo judío; cuyos integrantes conforman indudablemente una Nación y lo han hecho así durante siglos, no solamente en función de una comunidad religiosa sino además en base a otros componentes culturales, sea el idioma, o la exaltación de ciertos valores individuales y sociales. Es conocida la compleja circunstancia histórica en torno a los territorios de la llamada Asia Menor, donde se sitúan los llamados Santos Lugares, habitados en la antigüedad por el pueblo judío, ocupados ulteriormente por pueblos islámicos, objetivo de las Cruzadas medievales; y desde mediados del Siglo XX centro de conflictos en torno a la creación del Estado de Israel por decisión de las Naciones Unidas y la resistencia a admitirlo por parte de diversas comunidades de religión y cultura islámica.

El Islam, por su parte, puede ser considerado en cierta forma como una Nación, en cuanto no solamente constituye una comunidad de base religiosa — a pesar de las diversas modalidades religiosas que adoptan sus fieles, a veces con fuerte confrontación entre ellos — sino que también tiene una unidad idiomática, cultural y en cierto grado jurídica (en cuanto existe en el Islam una fuerte corriente que sustenta que las reglas de origen religioso, principalmente las que emanan del libro sagrado el Corán, han de ser aplicadas por el Estado como ley, en sentido jurídico). Sin embargo, no existe una coincidencia entre las sociedades islámicas y un Estado; sino que además de existir numerosos Estados islámicos en los que se incorporan otros elementos de nacionalidad, existen Estados en que — por razones históricas — conviven importantes comunidades islámicas con otras de diverso origen.

De hecho, puede parecer en una apreciación un tanto superficial que en la época actual se encuentran debilitados los conceptos de Nación y de nacionalidad; así como el nacionalismo como sentimiento fuertemente determinante del comportamiento de las colectividades y los individuos. Algunos elementos de la vida moderna — tales como principalmente la universalización de las comunicaciones tanto las audiovisuales como por la facilidad de los viajes, la creciente concentración cultural e idiomática, la rápida expansión de uniformidades de comportamientos, modas, etc., el desarraigo geográfico y la inclinación a emigrar — parecieran atenuar los factores de diferenciación nacional de las poblaciones.

Sin embargo, es evidente asimismo que lejos de debilitarse, el sentimiento nacionalista sigue fuertemente arraigado en grandes núcleos sociales; y sigue siendo en buena medida el impulso determinante de no pocos grandes desarrollos políticos contemporáneos, incluso algunos muy recientes.

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