LOS CUATRO SIGNIFICADOS
DEL MITO DE LA CAVERNA
1. El mito simboliza los distintos grados ontológicos de la realidad, es decir, las
clases de seres tanto sensibles como inteligibles que hay: las sombras de la caverna
son las meras de apariencias sensibles de las cosas y las estatuas son las cosas
sensibles. El muro es la línea divisoria entre las cosas sensibles y las suprasensibles.
Más allá del muro las cosas verdaderas simbolizan el verdadero ser y el sol simboliza
la idea del bien.
2. En segundo lugar el mito simboliza los grados del conocimiento: la visión de las
sombras simboliza la imaginación, la visión de las estatuas simboliza la creencia. El
paso desde la visión de las estatuas hasta la visión de los objetos verdaderos
simboliza la dialéctica en sus diferentes grados y la visión del sol simboliza la pura
intelección o al auténtico conocimiento.
3. En tercer lugar, el mito simboliza el aspecto ascético, mítico y teológico del
platonismo: la vida en la caverna es la vida en la dimensión de los sentidos y la
sensualidad, la vida en que nos dejamos llevar de las pasiones que nos atenazan
buscando satisfacciones instantáneas que son momentáneas y engañosas. La vida a
plena luz es la vida en la dimensión del espíritu. El pasar de la vida en la dimensión
de lo sensible hasta la vida en la dimensión del espíritu o inteligible está
específicamente representado como una liberación de las ataduras, es decir, como
una conversión. La visión suprema del sol y de la luz en sí es la visión del bien y la
contemplación de lo divino.
4. Finalmente el mito de la caverna manifiesta una refinada concepción política. En el
mito Platón nos habla de un regreso a la caverna por parte del prisionero que había
sido liberado de sus ataduras. Tal regreso tiene como objetivo la liberación de las
cadenas que sujetan a quienes habían sido antes sus compañeros de esclavitud.
Dicho regreso es, sin lugar a dudas, el retorno del filósofo-político que –si se limitase
a seguir sus propios deseos- seguiría contemplando lo verdadero pero que,
superando su deseo (venciendo sus pasiones), desciende de nuevo a la caverna
para tratar de salvar o convertir también a los demás porque, según Platón, el
verdadero político no ama el mando y el poder (algo que sí hacen los políticos al uso)
sino que usa el mando y el poder como un servicio para llevar a cabo el bien. Pero al
que vuelve a la caverna le costará readaptarse a los viejos hábitos de sus
compañeros de prisión; quines probablemente no lo entenderán y lo tomarán por un
Iodo en el mejor de los casos pues en el peor podrá se considerado como un
perturbador del orden establecido llegando incluso a ser asesinado. Esto fue lo que le
sucedió a Sócrates y podría acontecer a cualquiera que actúe como él. Sin embargo
el hombre que haya visto "el verdadero bien" no podrá dejar de hacer lo que debe -
que es mostrarlo- pues es lo que da sentido a su existencia.
miércoles, 22 de julio de 2009
Alegoría de la Caverna - Platón
LA ALEGORÍA DE LA CAVERNA
Platón, República, Libro VII.
«— Ahora –proseguí – represéntate el estado de la naturaleza humana, con relación
a la educación y a su ausencia, según el cuadro que te voy a trazar. Imagina un antro
subterráneo, que tenga en toda su anchura una abertura que dé libre paso a la luz, y en
esta caverna, hombres encadenados desde la infancia, de suerte que no puedan mudar
de lugar ni volver la cabeza a causa de las cadenas que les sujetan las piernas y el cuello,
pudiendo solamente ver los objetos que tienen enfrente. Detrás de ellos, a cierta distancia
y a cierta altura, supóngase un fuego cuyo resplandor los alumbra, y un camino elevado
entre este fuego y los cautivos. Supón a lo largo de este camino un tabique, semejante a
la mampara que los titiriteros ponen entre ellos y los espectadores, para exhibir por
encima de ella las maravillas que hacen.
— Ya me represento todo eso, dijo.
— Figúrate ahora unas personas que pasan a lo largo del tabique llevando objetos
de toda clase, figuras de hombres, de animales de madera o de piedra, de suerte que
todo esto sobresale del tabique. Entre los portadores de todas estas cosas, como es
natural, unos irán hablando y otros pasarán sin decir nada.
— ¡Extraños prisioneros y cuadro singular!, dijo.
— Se parecen, sin embargo, a nosotros punto por punto, dije. Por lo pronto, ¿crees
que puedan ver otra cosa, de sí mismos y de los que están a su lado, que las sombras
que el fuego proyecta enfrente de ellos en el fondo de la caverna?
— ¿Cómo habían de poder ver más, dijo, si desde su nacimiento están precisados a
tener la cabeza inmóvil?
— Y respecto de los objetos que pasan detrás de ellos, ¿pueden ver otra cosa que
las sombras de los mismos?
— ¿Qué otra cosa, si no?
— Si pudieran conversar unos con otros, ¿no convendrían en dar a las sombras que
ven los nombres de las cosas mismas?
— Por fuerza.
—Y si en el fondo de su prisión hubiera un eco que repitiese las palabras de los
transeúntes, ¿se imaginarían oír hablar a otra cosa que a las sombras mismas que pasan
delante de sus ojos?
— ¡No, por Zeus!, exclamó.
—En fin, no creerían que pudiera existir otra realidad que estas mismas sombras de
objetos fabricados, dije yo.
— Es forzoso por completo, dijo.
— Mira ahora, proseguí, lo que naturalmente debe suceder a estos hombres, si se
les libra de las cadenas y se les cura de su ignorancia. Que se desligue a uno de estos
cautivos, que se le fuerce de repente a levantarse, a volver la cabeza, a marchar y mirar
del lado de la luz; hará todas estas cosas con un trabajo increíble; la luz le ofenderá a los
ojos, y el alucinamiento que habrá de causarle le impedirá distinguir los objetos cuyas
sombras veía antes. ¿Qué crees que respondería si se le dijese que hasta entonces sólo
había visto fantasmas y que ahora tenía delante de su vista objetos más reales y más
aproximados a la verdad? Si en seguida se le muestran las cosas a medida que se vayan
presentando y a fuerza de preguntas se le obliga a decir lo que son, ¿no se le pondrá en
el mayor conflicto y no estará él mismo persuadido de que lo que veía antes era más real
que lo que ahora se le muestra?
— Mucho más, dijo.
— Y si se le obligase a mirar la luz misma, ¿no sentiría dolor en los ojos? ¿No
volvería la vista para mirar a las sombras, en las que se fija sin esfuerzo? ¿No creería
hallar en éstas más distinción y claridad que en todo lo que ahora se le muestra?
— Así es, dijo.
— Si después se le saca de allí a la fuerza y se le lleva por el sendero áspero y
escarpado hasta encontrar la claridad del sol, ¿qué suplicio sería para él verse arrastrado
de esa manera? ¡Cómo se enfurecería! Y cuando llegara a la luz del sol, deslumbrados
sus ojos con tanta claridad, ¿podría ver ninguno de estos numerosos objetos que
llamamos seres reales?
— Al pronto no podría, dijo.
— Necesitaría, indudablemente, algún tiempo para acostumbrarse a ello. Lo que
distinguiría más fácilmente sería, primero, sombras; después, las imágenes de los
hombres y demás objetos reflejados sobre la superficie de las aguas, y por último, los
objetos mismos. Luego, dirigiría su mirada al cielo, al cual podría mirar más fácilmente
durante la noche a la luz de la luna y de las estrellas que en pleno día a la luz del sol. Y al
fin podría, creo yo, no sólo ver la imagen del sol en las aguas y dondequiera que se
refleja, sino fijarse en él y contemplarlo allí donde verdaderamente se encuentra y tal cual
es.
— Necesariamente, dijo.
— Después de esto, comenzando a razonar, llegaría a concluir que el sol es el que
crea las estaciones y los años, el que gobierna todo el mundo visible y el que es, en cierta
manera, la causa de todo lo que se veía en la caverna.
—Es evidente que llegaría, después de aquéllas, a hacer todas estas reflexiones,
dijo.
— Y ¿qué? Si en aquel acto recordaba su primera estancia, la idea que allí se tiene
de la sabiduría y a sus compañeros de esclavitud, ¿no se regocijaría de su mudanza y no
se compadecería de la desgracia de aquéllos?
— Efectivamente.
— ¿Crees que envidiaría aun los honores, las alabanzas y las recompensas que allí,
supuestamente, se dieran al que más pronto reconociera las sombras a su paso, al que
con más seguridad recordara el orden en que marchaban yendo unas delante y detrás de
otras o juntas, y que en este concepto fuera el más hábil para adivinar su aparición; o que
tendría envidia a los que eran en esta prisión más poderosos y más honrados? ¿No
preferiría, como Aquiles en Homero, "trabajar la tierra al servicio de un pobre labrador" y
sufrirlo todo antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?
— No dudo que estaría dispuesto a sufrir cualquier destino antes que vivir de esa
suerte, dijo.
— Fija tu atención en lo que voy a decirte, seguí. Si este hombre volviera de nuevo a
su prisión para ocupar su antiguo puesto, al dejar de forma repentina la luz del sol, ¿no se
le llenarían los ojos de tinieblas?
— Ciertamente, dijo.
— Y si, cuando no distingue aún nada, antes de que sus ojos hayan recobrado su
aptitud, lo que no podría suceder en poco tiempo, tuviese precisión de discutir con los
otros prisioneros sobre estas sombras, ¿no daría lugar a que éstos se rieran, diciendo que
por haber salido de la caverna se le habían estropeado los ojos, y no añadirían, además,
que sería para ellos una locura el intentar semejante ascensión, y que, si alguno intentara
desatarlos y hacerlos subir, sería preciso cogerle y matarle?
— Y bien, mi querido Glaucón, dije, ésta es precisamente la imagen que hay que
aplicar a lo que se ha dicho antes. El antro subterráneo es este mundo visible; el fuego
que le ilumina es la luz del Sol; en cuanto al cautivo, que sube a la región superior y que
la contempla, si lo comparas con el alma que se eleva hasta la esfera inteligible, no
errarás, por lo menos, respecto a lo que yo pienso, ya que quieres saberlo. Sabe Dios
sólo si es conforme con la verdad. En cuanto a mí, lo que me parece en el asunto es lo
que voy a decirte. En los últimos límites del mundo inteligible está la idea del bien, que se
percibe con dificultad; pero una vez percibida no se puede menos de sacar la
consecuencia de que ella es la causa primera de todo lo que hay de bello y de recto en el
universo; que, en este mundo visible, ella es la que produce la luz y el astro de que ésta
procede directamente; que en el mundo invisible engendra la verdad y la inteligencia en
fin, que ha de tener fijos los ojos en esta idea el que quiera conducirse sabiamente en la
vida pública y en la vida privada.»
Platón, República, Libro VII.
«— Ahora –proseguí – represéntate el estado de la naturaleza humana, con relación
a la educación y a su ausencia, según el cuadro que te voy a trazar. Imagina un antro
subterráneo, que tenga en toda su anchura una abertura que dé libre paso a la luz, y en
esta caverna, hombres encadenados desde la infancia, de suerte que no puedan mudar
de lugar ni volver la cabeza a causa de las cadenas que les sujetan las piernas y el cuello,
pudiendo solamente ver los objetos que tienen enfrente. Detrás de ellos, a cierta distancia
y a cierta altura, supóngase un fuego cuyo resplandor los alumbra, y un camino elevado
entre este fuego y los cautivos. Supón a lo largo de este camino un tabique, semejante a
la mampara que los titiriteros ponen entre ellos y los espectadores, para exhibir por
encima de ella las maravillas que hacen.
— Ya me represento todo eso, dijo.
— Figúrate ahora unas personas que pasan a lo largo del tabique llevando objetos
de toda clase, figuras de hombres, de animales de madera o de piedra, de suerte que
todo esto sobresale del tabique. Entre los portadores de todas estas cosas, como es
natural, unos irán hablando y otros pasarán sin decir nada.
— ¡Extraños prisioneros y cuadro singular!, dijo.
— Se parecen, sin embargo, a nosotros punto por punto, dije. Por lo pronto, ¿crees
que puedan ver otra cosa, de sí mismos y de los que están a su lado, que las sombras
que el fuego proyecta enfrente de ellos en el fondo de la caverna?
— ¿Cómo habían de poder ver más, dijo, si desde su nacimiento están precisados a
tener la cabeza inmóvil?
— Y respecto de los objetos que pasan detrás de ellos, ¿pueden ver otra cosa que
las sombras de los mismos?
— ¿Qué otra cosa, si no?
— Si pudieran conversar unos con otros, ¿no convendrían en dar a las sombras que
ven los nombres de las cosas mismas?
— Por fuerza.
—Y si en el fondo de su prisión hubiera un eco que repitiese las palabras de los
transeúntes, ¿se imaginarían oír hablar a otra cosa que a las sombras mismas que pasan
delante de sus ojos?
— ¡No, por Zeus!, exclamó.
—En fin, no creerían que pudiera existir otra realidad que estas mismas sombras de
objetos fabricados, dije yo.
— Es forzoso por completo, dijo.
— Mira ahora, proseguí, lo que naturalmente debe suceder a estos hombres, si se
les libra de las cadenas y se les cura de su ignorancia. Que se desligue a uno de estos
cautivos, que se le fuerce de repente a levantarse, a volver la cabeza, a marchar y mirar
del lado de la luz; hará todas estas cosas con un trabajo increíble; la luz le ofenderá a los
ojos, y el alucinamiento que habrá de causarle le impedirá distinguir los objetos cuyas
sombras veía antes. ¿Qué crees que respondería si se le dijese que hasta entonces sólo
había visto fantasmas y que ahora tenía delante de su vista objetos más reales y más
aproximados a la verdad? Si en seguida se le muestran las cosas a medida que se vayan
presentando y a fuerza de preguntas se le obliga a decir lo que son, ¿no se le pondrá en
el mayor conflicto y no estará él mismo persuadido de que lo que veía antes era más real
que lo que ahora se le muestra?
— Mucho más, dijo.
— Y si se le obligase a mirar la luz misma, ¿no sentiría dolor en los ojos? ¿No
volvería la vista para mirar a las sombras, en las que se fija sin esfuerzo? ¿No creería
hallar en éstas más distinción y claridad que en todo lo que ahora se le muestra?
— Así es, dijo.
— Si después se le saca de allí a la fuerza y se le lleva por el sendero áspero y
escarpado hasta encontrar la claridad del sol, ¿qué suplicio sería para él verse arrastrado
de esa manera? ¡Cómo se enfurecería! Y cuando llegara a la luz del sol, deslumbrados
sus ojos con tanta claridad, ¿podría ver ninguno de estos numerosos objetos que
llamamos seres reales?
— Al pronto no podría, dijo.
— Necesitaría, indudablemente, algún tiempo para acostumbrarse a ello. Lo que
distinguiría más fácilmente sería, primero, sombras; después, las imágenes de los
hombres y demás objetos reflejados sobre la superficie de las aguas, y por último, los
objetos mismos. Luego, dirigiría su mirada al cielo, al cual podría mirar más fácilmente
durante la noche a la luz de la luna y de las estrellas que en pleno día a la luz del sol. Y al
fin podría, creo yo, no sólo ver la imagen del sol en las aguas y dondequiera que se
refleja, sino fijarse en él y contemplarlo allí donde verdaderamente se encuentra y tal cual
es.
— Necesariamente, dijo.
— Después de esto, comenzando a razonar, llegaría a concluir que el sol es el que
crea las estaciones y los años, el que gobierna todo el mundo visible y el que es, en cierta
manera, la causa de todo lo que se veía en la caverna.
—Es evidente que llegaría, después de aquéllas, a hacer todas estas reflexiones,
dijo.
— Y ¿qué? Si en aquel acto recordaba su primera estancia, la idea que allí se tiene
de la sabiduría y a sus compañeros de esclavitud, ¿no se regocijaría de su mudanza y no
se compadecería de la desgracia de aquéllos?
— Efectivamente.
— ¿Crees que envidiaría aun los honores, las alabanzas y las recompensas que allí,
supuestamente, se dieran al que más pronto reconociera las sombras a su paso, al que
con más seguridad recordara el orden en que marchaban yendo unas delante y detrás de
otras o juntas, y que en este concepto fuera el más hábil para adivinar su aparición; o que
tendría envidia a los que eran en esta prisión más poderosos y más honrados? ¿No
preferiría, como Aquiles en Homero, "trabajar la tierra al servicio de un pobre labrador" y
sufrirlo todo antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?
— No dudo que estaría dispuesto a sufrir cualquier destino antes que vivir de esa
suerte, dijo.
— Fija tu atención en lo que voy a decirte, seguí. Si este hombre volviera de nuevo a
su prisión para ocupar su antiguo puesto, al dejar de forma repentina la luz del sol, ¿no se
le llenarían los ojos de tinieblas?
— Ciertamente, dijo.
— Y si, cuando no distingue aún nada, antes de que sus ojos hayan recobrado su
aptitud, lo que no podría suceder en poco tiempo, tuviese precisión de discutir con los
otros prisioneros sobre estas sombras, ¿no daría lugar a que éstos se rieran, diciendo que
por haber salido de la caverna se le habían estropeado los ojos, y no añadirían, además,
que sería para ellos una locura el intentar semejante ascensión, y que, si alguno intentara
desatarlos y hacerlos subir, sería preciso cogerle y matarle?
— Y bien, mi querido Glaucón, dije, ésta es precisamente la imagen que hay que
aplicar a lo que se ha dicho antes. El antro subterráneo es este mundo visible; el fuego
que le ilumina es la luz del Sol; en cuanto al cautivo, que sube a la región superior y que
la contempla, si lo comparas con el alma que se eleva hasta la esfera inteligible, no
errarás, por lo menos, respecto a lo que yo pienso, ya que quieres saberlo. Sabe Dios
sólo si es conforme con la verdad. En cuanto a mí, lo que me parece en el asunto es lo
que voy a decirte. En los últimos límites del mundo inteligible está la idea del bien, que se
percibe con dificultad; pero una vez percibida no se puede menos de sacar la
consecuencia de que ella es la causa primera de todo lo que hay de bello y de recto en el
universo; que, en este mundo visible, ella es la que produce la luz y el astro de que ésta
procede directamente; que en el mundo invisible engendra la verdad y la inteligencia en
fin, que ha de tener fijos los ojos en esta idea el que quiera conducirse sabiamente en la
vida pública y en la vida privada.»
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martes, 21 de julio de 2009
Continuidad de los parques
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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