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sábado, 13 de octubre de 2012

Macbeth (Repartido 2)



Macbeth
Acto I
ESCENA VII
Galería en el castillo de Macbeth
MACBETH Y LADY MACBETH
MACBETH. - ¡Si bastara hacerlo... pronto quedaba terminado! ¡Si con dar el golpe, se atajaran las consecuencias, y el éxito fuera seguro... yo me lanzaría de cabeta desde el escollo de la duda al mar de una existencia nueva. ¿Pero cómo hacer callar a la razón que incesante nos recuerda sus máximas importunas, máximas que en la infancia aprendió y que luego son tortura del maestro? La implacable justicia nos hace apurar hasta las heces la copa de nuestro propio veneno. Yo debo doble fidelidad al rey Duncan. Primero, por pariente y vasallo. Segundo, porque le doy hospitalidad en mi castillo, y estoy obligado a defenderle de extraños enemigos, en vez de empuñar yo el hierro homicida. Además, es tan buen rey, tan justo y clemente, que los ángeles de su guarda irán pregonando eterna maldición contra su asesino. La compasión, niño recién nacido, querubin desnudo, irá cabalgando en las invisibles alas del viento, para anunciar el crimen a los hombres, y el llanto y agudo clamor de los pueblos sobrepujará a la voz de los roncos vendavales. La ambición me impele a escalar la cima, ¿pero rodaré por la pendiente opuesta? (A Lady Macbeth). ¿Qué sucede?
LADY MACBETH. - La cena está acabada. ¿Por qué te retiraste tan pronto de la sala del banquete?
MACBETH. - ¿Me has llamado?
LADY MACBETH. - ¿No lo sabes?
MACBETH. - Tenemos que renunciar a ese horrible propósito. Las mercedes del Rey han llovido sobre mí. Las gentes me aclaman honrado y vencedor. Hoy he visto los arreos de la gloria, y no debo mancharlos tan pronto.
LADY MACBETH. - ¿Qué ha sido de la esperanza que te alentaba? ¿Por ventura ha caído en embriaguez o en sueño? ¿O está despierta, y mira con estúpidos y pasmados ojos lo que antes contemplaba con tanta arrogancia? ¿Es ese el amor que me mostrabas? ¿No quieres que tus obras igualen a tus pensamientos y deseos? ¿Pasarás por cobarde a tus propios ojos, diciendo primero: «lo haría» y luego «me falta valor»? Acuérdate de la fábula del gato.
MACBETH. - ¡Calla, por el infierno! Me atrevo a hacer lo que cualquiera otro hombre haría, pero esto no es humano.
LADY MACBETH. - ¿Pues es alguna fiera la que te lo propuso? ¿No eras hombre, cuando te atrevías, y buscabas tiempo y lugar oportunos? ¡Y ahora que ellos mismos se te presentan, tiemblas y desfalleces! Yo he dado de mamar a mis hijos, y se cómo se les ama; pues bien, si yo faltara a un juramento como tú has faltado, arrancaría el pecho de las encías de mi hijo cuando mis risueño me mirara, y le estrellaría los sesos contra la tierra.
MACBETH. - ¿Y si se frustra nuestro plan?
LADY MACBETH. - ¡Imposible, si aprietas los tornillos de tu valor! Duncan viene cansado del largo viaje, y se dormirá: yo embriagaré a sus dos servidores, de modo que se anuble en ellos la memoria y se reduzca a humo el juicio. Quedarán en sueño tan prolundo como si fuesen cadáveres. ¿Quién nos impide dar muerte a Duncan, y atribuir el crimen a sus embriagados compañeros?
MACBETH. - Tú no debías concebir ni dar a luz más que varones. Mancharemos de sangre a los dos guardas ébrios, y asesinaremos a Duncan con sus puñales.
LADY MACBETH. - ¿Y quién no creerá que ellos fueron los matadores, cuando oiga nuestras lamentaciones y clamoreo después de su muerte?
MACBETH. - Estoy resuelto. Todas mis facultades se concentran en este solo objeto. Oculte, con traidora máscara, nuestro semblante lo que maquina el alma.
Acto II
ESCENA II
LADY MACBETH Y MACBETH
LADY MACBETH. - La embriaguez en que han caído me da alientos. ¡Silencio! Es el chillido del búho, severo centinela de la noche. Abiertas están las puertas. La pócima que administré a los guardas los tiene entre la vida y la muerte.
MACBETH. - (Dentro). ¿Quién es?
LADY MACBETH. - Temo que se despierten, antes que esté consumado el crimen, y sea peor el amago que el golpe... Yo misma afilé los puñales... Si su sueño no se hubiera parecido al de mi padre, yo misma le hubiera dado muerte. Pero aquí está mi marido...
MACBETH. - Ya está cumplido. ¿Has sentido algún rumor?
LADY MACBETH. - No más que el canto del grillo y el chillido del búho. ¿Hablaste algo?
MACBETH. - ¿Cuándo?
LADY MACBETH. - Ahora.
MACBETH. - ¿Cuando bajé?
LADY MACBETH. - Sí.
MACBETH. - ¿Quién está en el segundo aposento?
LADY MACBETH. - Donalbain.
MACBETH. - ¡ Qué horror!
LADY MACBETH. - ¡Qué necedad! ¿Por qué te parece horrible?
MACBETH. - El uno se sonreía en sueños, el otro se despertó y me llamó: ¡asesino! Los miré fijo y con estupor; después rezaron y se quedaron dormidos.
LADY MACBETH. - Como una piedra.
MACBETH. - El uno dijo: «Dios nos bendiga», y el otro: «Amén». Yo no pude repetirlo.
LADY MACBETH. - Calma ese terror.
MACBETH. - ¿Por qué no pude responder «Amén»? Yo necesitaba bendición, pero la lengua se me pegó al paladar.
LADY MACBETH. - Si das en esas cavilaciones, perderás el juicio.
MACBETH. - Creí escuchar una voz que me decía: «Macbeth, tú no puedes dormir, porque has asesinado al sueño». ¡Perder el sueño, que desteje la intrincada trama del dolor, el sueño, descanso de toda fatiga: alimento el más dulce que se sirve a la mesa de la vida.
LADY MACBETH. - ¿Por qué esa agitación?
MACBETH. - Aquella voz me decía alto, muy alto: «Glamis ha matado al sueño; por eso no dormirá Cáudor, ni tampoco Macbeth».
LADY MACBETH. - ¿Pero qué voz era esa? ¡Esposo mío! no te domine así el torpe miedo, ni ofusque el brillo de tu razón. Lava en el agua la mancha de sangre de tus manos. ¿Por qué quitas de su lugar las dagas? Bien están ahí. Vete y ensucia con sangre los centinelas.
MACBETH. - No me atrevo a volver ni a contemplar lo que hice.
LADY MACBETH. - ¡Cobarde! Dame esas degas. Están como muertos. Parecen estatuas. Eres como el niño a quien asusta la figura del diablo. Yo mancharé de sangre la cara de esos guardas.
(Suenan golpes)
MACBETH. - ¿Quién va? El más leve rumor me horroriza. ¿Qué manos son las que se levantan, para arrancar mis ojos de sus órbitas? No bastaría todo el Océano para lavar la sangre de mis dedos. Ellos bastarían para enrojecerle y mancharle.
LADY MACBETH. - También mis manos están rojas, pero mi alma no desfallece como la tuya. Llaman a la puerta del Mediodía. Lavémonos, para evitar toda sospecha. Tu valor se ha agotado en el primer ímpetu. Oye... Siguen llamando... Ponte el traje de noche. No vean que estamos en vela. No te pierdas en vanas meditaciones.
MACBETH. - ¡Oh, si la memoria y el pensamiento se extinguiesen en mí, para no recordar lo que hice!
(Siguen los golpes)

ACTO IV
ESCENA PRIMERA
El antro de las brujas. En media de una caldera hirviendo. Noche de tempestad
BRUJAS, HÉCATE, MACBETH, VARIAS BRUJAS Y LÉNNOX
BRUJA 1.ª. - Tres veces ha mayado el gato.
BRUJA 2.ª. - Tres veces se ha lamentado el erizo.
BRUJA 3.ª. - La arpia ha dado la señal de comentar el encanto.
BRUJA 1.ª. - Demos vueltas alrededor de la caldera, y echemos en ella las hediondas entrañas del sapo que dormía en las frías piedras y que por espacio de un mes ha estado destilando su veneno.
Todas las brujas. - Aumente el trabajo: crezca la labor: hierva la caldera.
BRUJA 3.ª. - Lancemos en ella la piel de la víbora, la lana del murciélago amigo de las tinieblas, la lengua del perro, el dardo del escorpión, ojos de lagarto, músculos de rana, alas de lechuza... Hierva todo esto, obedeciendo al infernal conjuro.
Brujas. - Aumente el trabajo: crezca la labor: hierva la caldera.
BRUJA 3.ª. - Entren en ella colmillos de lobo, escamas de serpiente, la abrasada garganta del tiburón, el brazo de un sacrílego judío, la nariz de un turco, los labios de un tártaro, el hígado de un macho cabrío, la raíz de la cicuta, las hojas del abeto iluminadas por el tibio resplandor de la luna, el dedo de un niño arrojado por su infanticida madre al pozo... Unamos a todo esto las entrañas de un tigre salvaje.
Todas las brujas. - Aumente el trabajo: crezca la labor: hierva la caldera.
BRUJA 2.ª. - Para aumentar la fuerza del hechizo, humedecedlo todo con sangre de mono.
HÉCATE. - Alabanza merece vuestro trabajo; y yo le remuneraré. Danzad en torno de la caldera, para que quede consumado el encanto.
BRUJA 2.ª. - Ya me pican los dedos: indicio de que el traidor Macbeth se aproxima. Abríos ante él, puertas.
MACBETH. - Misteriosas y astutas bechiceras, ¿en qué os ocupáis?
Las brujas. - En un maravilloso conjuro.
MACBETH. - En nombre de vuestra ciencia os conjuro. Aunque la tempestad se desate contra los templos, y rompa el mar sus barreras para inundar la tierra, y el huracán arranque de cuajo las espigas, y derribe alcázares y torres; aunque el mundo todo perezca y se confunda, responded a mis interrogaciones.
BRUJA 1.ª. - Habla.
BRUJA 2.ª. - Pregúntanos.
BRUJA 3.ª. - A todo te responderemos.
BRUJA 1.ª. - ¿Quieres que hablemos nosotras o que contesten los genios, señores nuestros?
MACBETH. - Invocad a los genios, para que yo los vea.
BRUJA 1.ª. - Verted la sangre del cerdo: avivad la llama con grasa resudada del patíbulo.
Las brujas. - Acudid a mi voz, genios buenos y malos. Haced ostentación de vuestro arte.
(En medio de la tempestad, aparece una sombra, armada, con casco)
MACBETH. - Respóndeme, misterioso genio.
BRUJA 1.ª. - Él adivinará tu pensamiento. Óyele y no le hables.
LA SOMBRA. - Recela tú de Macduff, recela de Macduff. Adiós... Dejadme.
MACBETH. - No sé quién eres, pero seguiré tu consejo, porque has sabido herir la cuerda de mi temor. Oye otra pregunta.
BRUJA 2.ª. - No te responderá, pero ahora viene otra sombra.
(Aparece la sombra de un niño cubierto de sangre)
LA SOMBRA. - Macbeth, Macbeth, Macbeth.
MACBETH. - Aplico tres oídos para escucharte.
LA SOMBRA. - Si eres cruel, implacable y sin entrañas, ninguno de los humanos podrá vencerte.
MACBETH. - Entonces ¿por qué he de temer a Macduff?... Puede vivir seguro... Pero no... es más seguro que perezca, para tener esta nueva prenda contra el hado... No le dejaré vivir; desmentiré así a los espectros que finge el miedo, y me dormiré al arrullo de los truenos.
(La sombra de un niño, con corona y una rama de árbol en la mano)
¿Quién es ese niño que se ciñe altanero la corona real?
Brujas. - Óyele en silencio.
LA SOMBRA. - Sé fuerte como el león; no desmaye un punto tu audacia; no cedas ante los enemigos. Serás invencible, hasta que venga contra ti la selva de Birnam, y cubra con sus ramas a Dunsmania.
MACBETH. - ¡Eso es imposible! ¿Quién puede mover de su lugar los árboles y ponerlos en camino? Favorables son los presagios. ¡Sedición, no alces la cabeza, hasta que la selva de Birnam se mueva! Ya estoy libre de todo peligro que no sea el de pagar en su día la deuda que todos tenemos con la muerte. Pero decidme, si es que vuestro saber penetra tanto: ¿reinarán los hijos de Banquo?
Las brujas. - Nunca podrás averiguarlo.
MACBETH. - Decídmelo. Os conjuro de nuevo y os maldeciré, si no me lo reveláis. Pero ¿por qué cae en tierra la caldera?... ¿Qué ruido siento?
Las brujas. - Mira. ¡Sombras, pasad rápidas, atormentando su corazón y sus oídos!
(Pasan ocho reyes, el último de ellos con un espejo en la mano. Después la sombra de Banquo)
MACBETH. - ¡Cómo te asemejas a Banquo!... Apártate de mí... Tu corona quema mis ojos... Y todos pasáis coronados... ¿Por qué tal espectáculo, malditas viejas?... También el tercero... Y el cuarto... ¡Saltad de vuestras órbitas, ojos míos!... ¿Cuándo, cuándo dejaréis de pasar?... Aún viene otro... el séptimo... ¿Por qué no me vuelvo ciego?... Y luego el octavo... Y trae un espejo, en que me muestra otros tantos reyes, y algunos con doble corona y triple cetro... Espantosa visión... Ahora lo entiendo todo... Banquo, pálido por la reciente herida, me dice sonriéndose que son de su raza esos monarcas... Decidme, ¿es verdad lo que miro?
Las brujas. - Verdad es, pero ¿a qué tu espanto?... Venid, alegraos, ya se pierde en los aires el canto del conjuro; gozad en misteriosa danza; hagamos al Rey el debido homenaje.
(Danzan y desaparecen)
MACBETH. - ¿Por dónde han huido?... ¡Maldita sea la hora presente!
LÉNNOX. - ¿Qué hay?
MACBETH. - ¿No has visto a las brujas?
LÉNNOX. - No.
MACBETH. - ¿No han pasado por donde tú estabas de guardia?
LÉNNOX. - No.
MACBETH. - ¡Maldito sea el aire que las lleva! ¡Maldito quien de ellas se fía! Siento ruido de caballos; ¿quiénes son?
LÉNNOX. - Mensajeros que traen la noticia de que Macduff huye a Inglaterra.
MACBETH. - ¿A Inglaterra?
LÉNNOX. - Así dicen.
MACBETH. - El tiempo se me adelanta. la ejecución debe seguir al propósito, el acto al pensamiento. Necesito entrar en Fife, y degollar a Macduff, a su mujer y a sus hijos y a toda su parentela... Y hacerlo pronto, no sea que el propósito se frustre, y quede en vana amenaza. Basta de agüeros y sombras.

ACTO V
ESCENA PRIMERA
Castillo de Dunsinania
UN MÉDICO, UNA DAMA Y LADY MACBETH
EL MÉDICO. - Aunque hemos permanecido dos noches en vela, nada he visto que confirme vuestros temores. ¿Cuándo la visteis levantarse por última vez?
LA DAMA. - Después que el Rey se fue a la guerra, la he visto muchas veces levantarse, vestirse, sentarse a su mesa, tomar papel, escribir una carta, cerrarla, sellarla, y luego volver a acostarse: todo ello dormida.
EL MÉDICO. - Grave trastorno de su razón arguye el ejecutar en sueños los actos de la vida. ¿Y recuerdas que haya dicho alguna palabra?
LA DAMA. - Si, pero nunca las repetiré.
EL MÉDICO. - A mí puedes decírmelas.
LA DAMA. - Ni a ti, ni a nadie, porque no podría yo presenter testigos en apoyo de mi relato.
(Entra Lady Macbeth, sonámbula, y con una luz en la mano)
Aquí está, como suele, y dormida del todo. Acércate y repara.
EL MÉDICO. - ¿Dónde tomó esa luz?
LA DAMA. - La tiene siempre junto a su lecho. Así lo ha mandado.
EL MÉDICO. - Tiene los ojos abiertos.
LA DAMA. - Pero no ve.
EL MÉDICO. - Mira cómo se retuerce las manos.
LA DAMA. - Es su ademán más frecuente. Hace como quien se las lava.
LADY MACBETH. - Todavía están manchadas.
EL MÉDICO. - Oiré cuanto hable, y no lo borraré de la memoria.
LADY MACBETH. - ¡Lejos de mí esta horrible mancha!... Ya es la una... Las dos... Ya es hora... Qué triste está el infierno... ¡Vergüenza para ti, marido mío!... ¡Guerrero y cobarde!... ¿Y qué importa que se sepa, si nadie puede juzgarnos?... ¿Peru cómo tenía aquel viejo tanta sangre?
EL MÉDICO. - ¿Oyes?
LADY MACBETH. - ¿Dónde está la mujer del señor Fife?... ¿Pero por qué no se lavan nunca mis manos?... Calma, señor, calma... ¡Qué dañosos son esos arrebatos!
EL MÉDICO. - Oye, oye: ya sabemos lo que no debíamos saber.
LA DAMA. - No tiene conciencia de lo que dice. La verdad sólo Dios la sabe.
LADY MACBETH. - Todavía siento el olor de la sangre. Todos los aromas de Oriente no bastarían a quitar de esta pequeña mano mía el olor de la sangre.
EL MÉDICO. - ¡Qué oprimido está ese corazón!
LA DAMA. - No le llevaría yo en el pecho, por toda la dignidad que ella pueda tener.
EL MÉDICO. - No sé curar tales enfermedades, pero he visto sonámbulos que han muerto como unos santos.
LADY MACBETH. - Lávate las manes. Vístete. Vuelva el color a tu semblante. Macbeth está bien muerto, y no ha de volver de su sepulcro... A la cama, a la cama... Llaman a la puerta... Ven, dame la mano... ¿Quién deshace lo hecho?... A la cama.
EL MÉDICO. - ¿Se acuesta ahora?
LA DAMA. - En seguida.
EL MÉDICO. - Ya la murmuración pregona su crimen. La maldad suele trastornar el entendimiento, y el ánimo pecador divulga en sueños su secreto. Necesita confesor y no médico. Dios la perdone, y perdone a todos. No te alejes de su lado: aparta de ella cuanto pueda molestarla. Buenas noches. ¡Qué luz inesperada ha herido mis ojos! Pero más vale callar.
LA DAMA. - Buenas noches, doctor.
ESCENA III
Castillo de Dunsinania
MACBETH, UN CRIADO, SETON Y UN MÉDICO
MACBETH. - ¡No quiero saber más nuevas! Nada he de temer hasta que el bosque de Birnam se mueva contra Dunsinania. ¿Por ventura ese niño Malcolm no ha nacido de mujer? A mí dijeron los genios que conocen lo porvenir: «no temas a ningún hombre nacido de mujer». Huyan en buen hora mis traidores caballeros: júntense con los epicúreos de Inglaterra. Mi alma es de tal temple, que no vacilará ni aún en lo más deshecho de la tormenta. (Llega un criado). ¡El diablo te ennegrezca a fuerza de maldiciones esa cara blanca! ¿Quién te dio esa mirada de liebre?
CRIADO. - Vienen diez mil.
MACBETH. - ¿Liebres?
CRIADO. - No, soldados.
MACBETH. - Aráñate la cara con las manos, para que el rubor oculte tu miedo. ¡Rayos y centellas! ¿Por qué palideces, cara de leche? ¿Qué guerreros son esos?
CRIADO. - Ingleses.
MACBETH. - ¿Por qué no ocultas tu rostro, antes de pronunciar tales palabras?... ¡Seton, Seton! Este día ha de ser el último de mi poder, o el primero de mi grandeza. Demasiado tiempo he vivido. Mi edad se marchita y amarillea como las hojas de otoño. Ya no puedo confiar en amigos, ni vivir de esperanzas. Sólo me resta oír enconadas maldiciones, o el vano susurro de la lisonja. ¿Seton?
SETON. - Rey, tus órdenes aguardo.
MACBETH. - ¿Cuáles son las últimas noticias?
SETON. - Exactas parecen las que este mensajero ha traído.
MACBETH. - Lidiaré, hasta que me arranquen la piel de los huesos. ¡Pronto mis armas!
SETON. - No es necesario aún, señor.
MACBETH. - Quiero armarme, y correr la tierra con mis jinetes. Ahorcaré a todo el que hable de rendirse. ¡Mis armas! Doctor (al médico) ¿cómo está mi mujer?
MÉDICO. - No es grave su dolencia, pero mil extrañas visiones le quitan el sueño.
MACBETH. - Cúidala bien. ¿No sabes curar su alma, borrar de su memoria el dolor, y de su cerebro las tenaces ideas que le agobian? ¿No tienes algún antídoto contra el veneno que hierve en su corazón?
MÉDICO. - Estos males sólo puede curarlos el mismo enfermo.
MACBETH. - ¡Echa a los perros tus medicinas! ¡Pronto, mis armas, mi cetro de mando! ¡Seton, convoca a turs guerreros! Los nobles me abandonan. Si tú, doctor, lograras volver a su antiguo lecho las aguas del río, descubrir el verdadero mal de mi mujer, y devolverle la salud, no tendrían tasa mis aplausos y mercedes. Cúrala por Dios. ¿Qué jarabes, qué drogas, qué ruibarbo conoces que nos libre de los ingleses?... Iré a su en cuentro, sin temer la muerte, mientras no se mueva contra nosetros el bosque de Dunsinania.
MÉDICO. - (Aparte) Si yo pudiera huir de Dunsinania, no volvería aunque me ofreciesen un tesoro.
ESCENA IV
Campamento a la vista de un bosque
MALCOLM, CAITHNESS, UN SOLDADO, SUARDO Y MACDUFF
MALCOLM. - Amigos, ha llegado la hora de volver a tomar posesión de nuestras casas. ¿Qué selva es esta?
CAITHNESS. - La de Birnam.
MALCOLM. - Corte cada soldado una rama, y delante cúbrase con ella,. para que nuestro número parezca mayor, y podamos engañar a los espías.
SOLDADO. - Así lo haremos.
SUARDO. - Dicen que el tirano está muy esperanzado, y nos aguarda en Dunsinania.
MALCOLM. - Hace bien en encerrarse, porque sus mismos parciales le abandonan, y los pocos que le ayudan, no lo hacen por cariño.
MACDUFF. - Dejemos tales observaciones para cuando esté acabada nuestra empresa. Ahora conviene pensar sólo en el combate.
SUARDO. - Pronto hemos de ver el resultado y no por vanas conjeturas.
ESCENA V
Alcazar de Dunsinania
MACBETH, SETON Y UN ESPÍA
MACBETH. - Tremolad mi enseña en los muros. Ya suenan cerca sus clamores. El castillo es inexpugnable. Pelearán en nuestra ayuda el hambre y la fiebre. Si no nos abandonan los traidores, saldremos al encuentro del enemigo, y le derrotaremos frente a frente. ¿Pero qué ruido siento?
SETON. - Son voces de mujeres.
MACBETH. - Yo soy inaccesible al miedo. Tengo estragado el paladar del alma. Hubo tiempo en que me aterraba cualquier rumor nocturno, y se erizaban mis cabellos, cuando oía referir alguna espantosa tragedia, pero después llegué a saciarme de horrores: la imagen de la desolación se hizo familiar a mi espíritu, y ya no me conmueve nada. ¿Pero qué gritos son esos?
SETON. - La reina ha muerto.
MACBETH. - ¡Ojalá hubiera sido más tarde! No es oportuna la ocasión para tales nuevas. Esa engañosa palabra mañana, mañana, mañana nos va llevando por días al sepulcro, y la falaz lumbre del ayer ilumina al necio hasta que cae en la fosa. ¡Apágate ya, luz de mi vida! ¿Qué es la vida sino una sombra, un histrión que pasa por el teatro, y a quien se olvida después, o la vana y ruidosa fábula de un necio?
(Llega un espía).
Habla que ese es tu oficio.
ESPÍA. - Señor, te diré lo que he visto, pero apenas me atrevo.
MACBETH. - Di sin temor.
ESPÍA. - Señor, juraría que el bosque de Birnam se mueve hacia nosatros. Lo he vista desde lo alto del collado.
MACBETH. - ¡Mentira vil!
ESPÍA. - Mátame, si no es cierto. El bosque viene andando, y está a tres millas de aquí.
MACBETH. - Si mientes, te colgaré del primer árbol que veamos, y allí morirás de hambre. Si dices verdad, ahórcame tú a mí. Ya desfallece mi temeraria confianza. Ya empiezo a dudar de esos genios que mezclan mentiras con verdades. Ellos me dijeron: «Cuando la selva de Birnam venga a Dunsinania»; y la selva viene marchando. ¡A la batalla, a la batalla! Si es verdad lo que dices, inútil es quedarse. Ya me ahoga la vida, me hastía la luz del sol. Anhelo que el orbe se confunda. Rujan los vientos desatados. ¡Sonad las trompetas!
ESCENA VII
Otra parte del campo
MACBETH, EL JOVEN SUARDO, MACDUFF, MALCOLM, SUARDO, ROSS Y CABALLEROS
MACBETH. - Estoy amarrado a mi corcel. No puedo huir. Me defenderé como un oso. ¿Quién puede vencerme, como no sea el que no haya nacido de madre?
EL JOVEN SUARDO. - ¿Quién eres?
MACBETH. - Temblarás de oír mi nombre.
EL JOVEN SUARDO. - No, aunque sea el más horrible de los que suenan en el infierno.
MACBETH. - Soy Macbeth.
EL JOVEN SUARDO. - Ni el mismo Satanás puede proferir nombre más aborrecible.
MACBETH. - Ni que infunda más espanto.
EL JOVEN SUARDO. - Mientes, y te lo probaré con mi hierro.
(Combaten, y Suardo cae herido por Macbeth)
MACBETH. - Tú naciste de madre, y ninguno de los nacidos de mujer puede conmigo.
MACDUFF. - Por aquí se oye ruido. ¡Ven, tirano! Si mueres al filo de otra espada que la mía, no me darán tregua ni reposo las sombras de mi mujer y de mis hijos. Yo no peleo contra viles mercenarios, que alquilan su brazo al mejor postor. O mataré a Macbeth, o no teñirá la sangre el filo de mi espada. Por allí debe estar. Aquellos clamores indican su presencia. ¡Fortuná! déjame encontrarle.
SUARDO. - (A Malcolm). El castillo se ha rendido, señor. Las gentes del tirano se dispersan. Vuestros caballeros lidian como leones. La victoria es nuestra. Se declaran en nuestro favor hasta los mismos enemigos. Subamos a la fortaleza.
MACBETH. - ¿Por qué he de morir neciamente como el romano, arrojándome sobre mi espada? Mientras me quede un soplo de vida, no dejaré de amontonar cadáveres.
MACDUFF. - Detente, perro de Satanás.
MACBETH. - He procurado huir de ti. Huye tú de mí. Estoy harto de tu sangre.
MACDUFF. - Te respondo con la espada. No hay palabras bastantes para maldecirte.
MACBETH. - ¡Tiempo perdido! Más fácil te será cortar el aire con la espada que herirme a mí. Mi vida está hechizada: no puede matarme quien haya nacido de mujer.
MACDUFF. - ¿De qué te sirven tus hechizos? ¿No te dijo el genio a quien has vendido tu alma, que Macduff fue arrancado, antes de tiempo, de las entrañas de su madre muerta?
MACBETH. - ¡Maldita sea tu lengua que así me arrebata mi sobrenatural poder! ¡Qué necio es quien se fía en la promesa de los demonios que nos engañan con equívocas y falaces palabras! ¡No puedo pelear contigo!
MACDUFF. - Pues ríndete, cobarde, y serás el escarnio de las gentes, y te ataremos vivo a la picota, con un rótulo que diga: «Este es el tirano».
MACBETH. - Nunca me rendiré. No quiero besar la tierra que huelle Malcolm, ni sufrir las maldiciones de la plebe. Moriré batallando, aunque la selva de Birnam se haya movido contra Dunsinania, y aunque tú no seas nacido de mujer. Mira. Cubro mi pecho con el escudo. Hiéreme sin piedad, Macduff. ¡Maldición sobre quien diga «basta»!
(Combaten)
MALCOLM. - ¡Quiera Dios que vuelvan los amigos que nos faltan!
SUARDO. - Algunos habrán perecido, que no puede menos de pagarse cara la gloria de tal día.
MALCOLM. - Faltan Macduff y tu hijo.
ROSS. - Tu hijo murió como soldado. Vivió hasta ser hombre, y con su heroica muerte probó que era digno de serlo.
SUARDO. - ¿Dices que ha muerto?
ROSS. - Cayó entre los primeros. No iguales tu dolor al heroísmo que él mostró, porque entonces no tendrán fin tus querellas.
SUARDO. - ¿Y fue herido de frente?
ROSS. - De frente.
SUARDO. - Dios le habrá recibido entre sus guerreros. ¡Ojalá que tuviera yo tantos hijos como cabellos, y que todos murieran así! Llegó su hora.
MALCOLM. - Honroso duelo merece, y yo me encargo de tributárselo.
SUARDO. - Saldó como honrado sus cuentas con la muerte. ¡Dios le haya recibido en su seno!
MACDUFF. - (Que se presenta con la cabeza de Macbeth). Ya eres rey. Mira la cabeza del tirano. Libres somos. La flor de tu reino te rodeo, y yo en nombre de todos, seguro de que sus voces responderán a las mías, te aclamo rey de Escocia.
Todos. - ¡Salud al Rey de Escocia!
MALCOLM. - No pasará mucho tiempo sin que yo pague a todos lo que al afecto de todos debo. Nobles caballeros, parientes míos, desde hay seréis condes, los primeros que en Escocia ha habido. Luego haré que vuelvan a sus casas los que huyeron del hierro de los asesinos y de la tiranía de Macbeth, y de su diabólica mujer que, según dicen, se ha suicidado. Estas cosas y cuantas sean justas haré con la ayuda de Dios. Os invito a asistir a mi coronación en Escocia.

martes, 2 de octubre de 2012

Macbeth - Acto I - Escenas 1, 2, 3, 5

ACTO I

ESCENA PRIMERA

Tarde tempestuosa
TRES BRUJAS
BRUJA 1.ª. - ¿Cuándo volvemos a juntarnos, cuando relampaguee, cuando truene o cuando llueva?
BRUJA 2.ª. - Cuando acabe el estruendo de la batalla, y unos la pierdan y otros la ganen.
BRUJA 3.ª. - Entonces será antes de ponerse el sol.
BRUJA 1.ª. - ¿Dónde hemos de encontrarnos?
BRUJA 2.ª. - En el yermo.
BRUJA 3.ª. - Allí toparemos con Macbeth.
BRUJA 1.ª. - Me llama Morrongo.
BRUJA 2.ª. - Y a mí el Sapo.
Las tres juntas. - El mal es bien, y el bien es mal: cortemos los aires y la niebla.

ESCENA II

Campamento
DUNCAN, MALCOLM, UN ESCUDERO, UN SARGENTO, LÉNNOX Y ROSS
DUNCAN. - ¿Quién es aquel herido? Quizá nos traiga nuevas del campamento.
MALCOLM. - Es el escudero que puso en peligro su vida por salvar la mía. ¡Buenas tardes, amigo! Cuenta tú al Rey el estado del combate.
ESCUDERO. - Sigue indeciso, semejante a una lucha entre dos nadadores que quieren mutuamente sofocarse. Con el traidor Macdonwald, en quien se juntan todas las infamias, van unidos muchos caballeros y gente plebeya de las islas de Occidente. La fortuna, como ramera, les otorga sus favores, pero en vano, porque el fuerte Macbecth, hijo predilecto de la victoria, penetra entre las filas hasta encontrarle, y le taja la cabeza, y la clava sobre nuestras empalizadas.
DUNCAN. - ¡Bravo caballero, ornamento de mi linaje!
ESCUDERO. - Así como el sol de la mañana produce a veces tempestad y torbellinos, así de esta victoria resultaron nuevos peligros. Óyeme, Rey. Cuando el valor, brazo de la justicia, había logrado ahuyentar a aquella muchedumbre allegadiza, he aquí que se rehace el de Noruega, y arroja nuevos campeones a la lid.
DUNCAN . - ¿Y entonces no se desalentaron Macbeth y Banquo?
SARGENTO. - ¡Desalentarse! Bueno es eso! Como el águila viendo gorriones, o el león liebres. Son cañones de doble carga. Con tal ímpetu menudearon sus golpes sobre los contrarios, que pensé que querían reproducir el sacrificio del Calvario. Pero estoy perdiendo sangre, y necesito curar mis heridas.
DUNCAN. - Tan nobles son como tus palabras. Buscad un cirujano. ¿Pero quién viene?
MALCOLM. - El señor de Ross.
LENNOX. - Grande es la ansiedad que su rostro manifiesta. Debe ser portador de grandes nuevas.
(Entra Ross)
ROSS. - ¡Salud al Rey!
DUNCAN. - ¿De dónde vienes, noble señor?
ROSS. - Poderoso monarca, vengo de Fife, donde el aire agita en mengua nuestra los estandartes noruegos. Su Rey, con lucida hueste y con ayuda del traidor señor de Cáudor, renovó la lucha, pero el terrible esposo de Belona, cubierto de espesa malla, les resistió brazo a brazo, y hierro a hierro, y logré domeñar su altivez y postrarla por tierra. Al fin, logramos la victoria.
DUNCAN. - ¡Felicidad suprema!
ROSS. - El rey Suenon de Noruega quería capitular, pero no le permitimos ni aun enterrar sus muertos, sin que pagara antes en la isla de Colme la contribución de guerra.
DUNCAN. - Nunca volverá el de Cáudor a poner en peligro la seguridad de mis Estados. Manda tú poner a precio su cabeza, y saluda a Macbeth con el título que el otro tenía.
ROSS. - Cumpliré tu voluntad.
DUNCAN. - Macbeth goce desde hoy lo que Cáudor perdió.

ESCENA III

Un páramo
TRES BRUJAS, MACBETH Y BANQUO
BRUJA 1.ª. - ¿Qué has hecho, hermana?
BRUJA 2.ª. - Matar puercos.
BRUJA 3.ª. - ¿Dónde has estado, hermana?
BRUJA 1.ª. - La mujer del marinero tenía castañas en su falda, y estaba mordiéndolas. Yo le dije: «Dame alguna», y la asquerosa, harta de bazofia, me contestó: «Vade retro, condenada bruja». Su marido se fue a Alepo, mandando el Tigre. Yo, como rata sin cola, navegaré en una tela de cedazo, donde cabe bien mi cuerpo. Así lo haré, así lo haré.
BRUJA 2.ª. - Yo te ayudaré con un viento desfavorable.
BRUJA 1.ª. - Gracias.
BRUJA 3.ª. - Yo con otro.
BRUJA 1.ª. - De los demás yo soy señora. ¿Qué puerta quedará segura, cuando de todos los puntos de la rosa soplen los vientos? Ni una vez podrá conciliar el sueño. Su vida será la del precito, y las tormentas agitarán sin cesar su nave. ¡Ved!
BRUJA 2.ª. - ¿Qué es eso?
BRUJA 1.ª. - El dedo de un marinero, que se ahogó al volver de su viaje.
BRUJA 3.ª. - ¡Tambor, tambor! Ya llega Macbeth.
Las tres brujas. - Juatemos las manos, hagamos una rueda, como hermanas enviadas del cielo y de la tierra. Tres vueltas por ti, tres por ti, tres por mi: son nueve, cuenta justa. ¡Silencio! Ya ha llegado el término del conjuro.
(Llega. Macbeth y Banquo)
MACBETH. - ¡Día de sangre, pero hermoso más que cuantos he visto!
BANQUO. - ¿Está lejos el castillo de Forres? ¿Quiénes serán aquellas mujeres arrugadas y de tan extraño aspecto? No parecen seres humanos. ¿Sois vivientes? ¿Puedo haceros una pregunta? Debéis de entenderme, porque las tres, al mismo tiempo, ponéis en los labios vuestros dedos, que semejan los de un cadáver. No me atrevo a llamaros mujeres, por las barbas.
MACBETH. - Si tenéis lengua, decidnos quiénes sois.
BRUJA 1.ª. - ¡Salud, Macbeth, señor de Glamis!
BRUJA 2.ª. - ¡Salud, Macbeth, señor de Cáudor!
BRUJA 3.ª. - ¡Salud, Macbeth, tú serás rey!
BANQUO. - ¿De qué nace ese terror, amigo Macbeth? ¿Por qué te asustan tan gratas nuevas? Decidme: ¿sois fantasmas o seres reales? Habéis saludado a mi amigo con títulos de gloria y anuncio de grandezas futuras y pampas reales. Decidme algo a mí, si es que sabéis qué granos han de germinar o morir en la serie de los tiempos. No temo de vosotras ni odio ni favor.
Brujas. - ¡Salud!
BRUJA 1.ª. - Serás más grande que Macbeth y menos.
BRUJA 2.ª. - Más feliz y menos feliz.
BRUJA 3.ª. - No rey, pero padre de reyes. ¡Salud, Macbeth y Banquo!
BRUJA 1.ª y 2.ª. - ¡Salud!
MACBETH. - No os vayáis, oscuras mensajeras. Ya sé que soy señor de Glamis por muerte de Sinel, pero ¿cómo he de serlo de Cáudor, si el señor vive próspera y felizmente? Tan absurdo es llamarme señor de Cáudor como rey. ¿Quién os dio esas noticias? ¿Por qué me habéis venido a sorprender en este desierto con tales presagios ?
BANQUO. - Son sin duda espíritus vaporosos que engendra la tierra, como los produce también el agua. ¿Por dónde habrán desaparecido?
MACBETH. - Los cuerpos se han disuelto en el aire, como se pierde en el aire la respiración. ¡Ojalá se hubieran quedado!
BANQUO. - ¿Será verdad lo que hemos visto? ¿o habremos probado algona yerba de las que trastornan el juicio?
MACBETH. - Tus hijos han de ser reyes.
BANQUO. - Lo serás tú mismo.
MACBETH. - ¡Y también señor de Cáudor! ¿No lo dijeron así?
BANQUO. - ¿Quién llega?
ROSS. - Macbeth, el Rey ha oido tus hazañas. Incierto entre la admiración y el aplauso, no sabe cómo elogiarte, por el valor con que has lidiado contra los noruegos, sin percatarte tú mismo del estrago que en ellos hacías. Van llegando tan densos como el granizo los mensajeros de la victoria, y todos se hacen lenguas de tu heroismo.
ANGUS. - El Rey nos envía a darte las gracias y a llevarte a su presencia.
ROSS. - Él me encarga que te salude con el título de señor de Cáudor.
BANQUO. - ¡Conque también el diablo dice verdad!
MACBETH. - Si vive el de Cáudor ¿por qué me atavían con ropas ajenas?
ANGUS. - Vive el que llevaba ese título, pero debe perder la vida, y se ha fulminado contra él dura sentencia. No afirmo que se uniera con los noruegos contra su patria, pero está convicto y confeso de traidor.
MACBETH. - (Aparte). ¡Ya soy señor de Glamis, y señor de Cáudor! Falta lo demás. (A Ross y Angus). Gracias. (A Banquo). ¿Crees que tus hijos serán reyes, conforme a la promesa de los que me han hecho señor de Cáudor?
BANQUO. - Esa promesa quizá te haga ambicionar el solio. Pero mira que a veces el demonio nos engaña con la verdad, y nos trae la perdición envuelta en dones que parecen inocentes. Oídme dos palabras, amigos míos.
MACBETH. - ¡Con dos verdades se abre la escena de este drama, que ha de terminar con una corona regia! ¿Es un bien o un mal este pensamiento? Si es un mal, ¿por qué empieza a cumplirse, y soy ya señor de Cáudor? Si es un bien, ¿por qué me aterran horribles imágenes, y palpita mi corazón de un modo inusitado? El pensamiento del homicidio, más horroroso que la realidad misma, comienza a dominarme y a oscurecer mi albedrio. Sólo tiene vida en mí lo que aún no existe.
BANQUO. - ¡Qué absorto y embebecido está nuestro compañero!
MACBETH. - Si los hades quieren hacerme rey, lo harán sin que yo busque la corona.
BANQUO. - El nuevo honor le viene como vestido nuevo: no se le ajusta bien, por falta de costumbre!
MACBETH. - Corra el tiempo, y suceda lo que quiera.
BANQUO. - A tus órdenes, generoso Macbeth.
MACBETH. - Perdón, amigos. Estaba distraído con antiguas memorias. Agradezco y recordaré siempre vuestros favores. Cabalguemos a ver al Rey. (A Banquo). Medita tú lo que nos ha sucedido. Luego hablaremos con toda libertad.
BANQUO. - Así lo deseo.
MACBETH. - Hasta después. Ni una palabra más. Vamos, caballeros.

ESCENA V

Habitación en el castillo de Macbeth, en Inverness
LADY MACBETH, UN CRIADO Y MACBETH
LADY MACBETH. - (Leyendo una carta de su marido). «Las brujas me salieron al encuentro el día de la victoria. Su ciencia es superior a la de los mortales. Quise preguntarlas más, pero se deshicieron en niebla. Aún no había salido yo de mi asombro, cuando llegan anuncios del Rey saludándome como a señor de Glamis y de Cáudor, lo mismo que las hechiceras, pero éstas dijeron además: «Salve, Macbeth: tu serás rey». He querido, esposa amada, confiarte este secreto, para que no dejes por ignorancia, ni un solo momento, de gozar la dicha que nos está profetizada. Piénsalo bien. Adiós». ¡Ya eres señor de Glamis y de Cáudor! Lo demás se cumplirá también, pero desconfío de tu carácter criado con la leche de la clemencia. No sabes ir por atajos sino por el camino recto. Tienes ambición de gloria, pero temes el mal. Quisieras conseguir por medios lícitos un fin injusto, y coger el fruto de la traición sin ser traidor. Te espanta lo que vas a hacer, pero después de hecho, no quisieras que se deshiciese. ¡Ven pronto! Infundiré mi alma en tus oídos, y mi lengua será azote que espante y disipe las nieblas que te impiden llegar a esa corona, que el hado y el influjo de las estrellas aparejan para tus sienes.
CRIADO. - Esta noche llega el Rey.
LADY MACBETH. - ¿Estás en ti? ¿No ves que tu señor no está en el castillo, ni nos ha avisado?
CRIADO. - También él se acerca. Un compañero mío vino casi sin aliento a traer la noticia.
LADY MACBETH. - Cuidad bien al mensajero. Es portador de grandes nuevas. (Aparte). El cuervo se enronquece de tanto graznar, anunciando que el rey Duncan llega al castillo. ¡Espíritus agitadores del pensamiento, despojadme de mi sexo, haced más espesa mi sangre, henchidme de crueldad de pies a cabeza, ahogad los remordimientos, y ni la compasión ni el escrúpulo sean parte a detenerme ni a colocarse entre el propósito y el golpe! ¡Espíritus del mal, inspiradores de todo crimen, incorpóreos, invisibles, convertid en hiel la leche de mis pechos! Baja, hórrida noche: tiende tu manto, roba al infierno sus densas humaredas, para que no vea mi puñal el golpe que va a dar, ni el cielo pueda apartar el velo de la niebla, y contemplarme y decirme a voces: «Detente». (Llega Macbeth). ¡Noble señor de Glamis y de Cáudor, aún más ilustre que uno y otro por la profética salutación de las hechiceras! tu carta me ha hecho salir de lo presente, y columbrar lo futuro, y extasiarme con él.
MACBETH. - Esposa mía, esta noche llega Duncan.
LADY MACBETH. - ¿Y cuándo se va?
MACBETH. - Dice que mañana.
LADY MACBETH. - ¡Nunca verá el sol de mañana! En tu rostro, esposo mío, leo como en un libro abierto lo que esta noche va a pasar. Disimula prudente; oculte tu semblante lo que tu alma medita. Den tu lengua, tus manos y tus ojos la bienvenida al rey Duncan; debes esconder el áspid entre las flores. Yo me encargo de lo demás. El trono es nuestro.
MACBETH. - Ya hablaremos despacio.
LADY MACBETH. - Muéstrate alegre.