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miércoles, 24 de mayo de 2017

La máscara de la Muerte Roja - Edgar Allan Poe

La máscara de la Muerte Roja - Edgar Allan Poe

La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

sábado, 31 de enero de 2015

Repartido sobre recursos literarios básicos

Recursos de traslación de sentido

1- Comparación: Toda comparación está compuesta por tres elementos. Un primer término, llamado término comparado (el cual es el término real, o sea de lo que se habla), un segundo elemento, llamado nexo comparante (el cual es siempre la palabra COMO) y un segundo término, llamado término comparante (el cual es el término irreal, o sea al que se le trasladó el sentido del término comparado). Sigue siempre la siguiente estructura

X  como Y (correspondiendo la X al término comparado, la Y al término comparante y el COMO al nexo comparante.

Las nubes son COMO el algodón

2 - Metáfora: Recurso literario por excelencia de traslación de sentido, a diferencia de la comparación, la metáfora es siempre afirmativa y sigue la siguiente estructura

X es Y (correspondiendo la X al elemento del que se habla y la Y al elemento que se atribuyó el valor de la X.

Las nubes de algodón

3 - Hipérbole: Recurso literario que consiste en exagerar una idea o un conjunto de ideas. Podemos encontrar exageraciones a través de diversos caminos.

A- Con cuantificadores: Utilizando MUY, MUCHO, TAN, TANTO al momento de expresar la idea
B- Con aumentativos o diminutivos: Terminando las palabras en ÓN, OTE, AZO para agrandar, o en ÍN, ITO, ITITO para achicar. También podemos utilizar superlativos para cumplir las mismas funciones, palabras terminadas en ÍSIMO.
C- Utilizar ideas directamente exageradas "tengo tanta hambre que me comería una vaca"

Recursos de emparentación

Los siguientes recursos aparecen conjuntamente con la metáfora, la comparación o la hipérbole. Es más dependen del recurso con el que aparecen para tener sentido.

1 - Animalización: Recurso literario que consiste en atribuir características de animal a algo que no es animal (persona o cosa)

2 - Personificación o prosopopeya: Recurso literario que consiste en atribuir características de persona a algo que no es persona (animal, cosa o ser no vivo)

3 - Cosificación: Recurso literario que consiste en atribuir caracteríticas de cosa a algo que no es cosa (persona o animal)

Recursos de repetición

1 - Repetición o reiteración: Consiste en repetir la misma palabra o palabras pertenecientes a una misma familia con la finalidad de reforzar una idea, dejar en claro algo o simplemente dar énfasis

2 - Anáfora: Recurso de repetición vertical consistente en repetir palabras al principio de versos o párrafos

3 - Catáfora: Recurso de repetición vertical consistente en repetir palabras al final de versos o párrafos

4 - Polisíndeton: Recurso utilizado con la finalidad de acumular ideas al repetir nexos coordinantes, generalmente la Y entre palabras omitiendo el uso de comas. Por lo general tiene como resultado acelerar la lectura del texto

5 - Asíndeton: Recurso utilizado con la finalidad de acumular ideas al repetir el uso de comas y evitar el manejo de nexos coordinantes. Por lo general tiene como resultado enlentecer la lectura del texto.

Recursos de acumulación

1 - Enumeración o gradación: Consiste en enumerar o mencionar elementos o características ordenadas. Las enumeraciones pueden ser de tres tipos:

A - Enumeración ascendente: Cuando el primer elemento es el de menor grado o valor y el último el de mayor

B - Enumeración descendente: Cuando el primer elemento es el de mayor grado o valor y el último el de menor

C - Enumeración caótica: Cuando los elementos mencionados están intencionalmente desordenados sin parámetros fijos

Recursos de paralelismo

A - Paralelismo psicocósmico: Existe cuando se traza una igualdad entre el sentimiento de un personaje y el medio ambiente en el que se encuentra (llorar/llover)

B - Paralelismo sinonímico: Existe entre dos versos consecutivos en los cuales se sigue una misma estructura y tema

C - Paralelismo antitético: Existe entre dos versos consecutivos en los cuales se expresan ideas contrarias a través de una misma estructura

D - Paralelismo sintético: Consiste en el uso de un verso que oficie de conclusión o cierre a lo anteriormente mencionado en el texto


viernes, 21 de noviembre de 2014

Anton Chejov - La muerte de un funcionario

El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y se sentía del todo feliz…, cuando, de repente… -en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de improvisos-, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo…, apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y… ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.
Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan…, a consecuencia de lo cual Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.
-Le he salpicado probablemente -pensó Tcherviakof-; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio…; hay que excusarse.
Tcherviakof tosió, se echó hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:
-Dispénseme, excelencia, le he salpicado…; fue involuntariamente…
-No es nada…, no es nada…
-¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo…; yo no me lo esperaba…
-Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar!
Tcherviakof, avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, murmuró:
-Excelencia, le he salpicado… Hágame el favor de perdonarme… Fue involuntariamente.
-¡No siga usted! Lo he olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo -contestó su excelencia moviendo con impaciencia los hombros.
“Lo ha olvidado; mas en sus ojos se lee la molestia -pensó Tcherviakof mirando al general con desconfianza-; no quiere ni hablarme… Hay que explicarle que fue involuntariamente…, que es la ley de la Naturaleza; si no, pensará que lo hice a propósito, que escupí. ¡Si no lo piensa ahora, lo puede pensar algún día!…”
Al volver a casa, Tcherviakof refirió a su mujer su descortesía. Mas le pareció que su esposa tomó el acontecimiento con demasiada ligereza; desde luego, ella se asustó; pero cuando supo que Brischalof no era su «jefe», se calmó y dijo:
-Lo mejor es que vayas a presentarle tus excusas; si no, puede pensar que no conoces el trato social.
-¡Precisamente! Yo le pedí perdón; pero lo acogió de un modo tan extraño…; no dijo ni una palabra razonable…; es que, en realidad, no había ni tiempo para ello.
Al día siguiente, Tcherviakof vistió su nuevo uniforme, se cortó el pelo y se fue a casa de Brischalof a disculparse de lo ocurrido. Entrando en la sala de espera, vio muchos solicitantes y al propio consejero que personalmente recibía las peticiones. Después de haber interrogado a varios de los visitantes, se acercó a Tcherviakof.
-Usted recordará, excelencia, que ayer en el teatro de la Arcadia… -así empezó su relación el alguacil -yo estornudé y le salpiqué involuntariamente. Dispen…
-¡Qué sandez!… ¡Esto es increíble!… ¿Qué desea usted?
Y dicho esto, el consejero se volvió hacia la persona siguiente.
“¡No quiere hablarme! -pensó Tcherviakof palideciendo-. Es señal de que está enfadado… Esto no puede quedar así…; tengo que explicarle…”
Cuando el general acabó su recepción y pasó a su gabinete, Tcherviakof se adelantó otra vez y balbuceó:
-¡Excelencia! Me atrevo a molestarle otra vez; crea usted que me arrepiento infinito… No lo hice adrede; usted mismo lo comprenderá…
El consejero torció el gesto y con impaciencia añadió:
-¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío!
Y con estas palabras desapareció detrás de la puerta.
“Burlarme yo? -pensó Tcherviakof, completamente aturdido-. ¿Dónde está la burla? ¡Con su consejero del Estado; no lo comprende aún! Si lo toma así, no pediré más excusas a este fanfarrón. ¡Que el demonio se lo lleve! Le escribiré una carta, pero yo mismo no iré más! ¡Le juro que no iré a su casa!”
A tales reflexiones se entregaba tornando a su casa. Pero, a pesar de su decisión, no le escribió carta alguna al consejero. Por más que lo pensaba, no lograba redactarla a su satisfacción, y al otro día juzgó que tenía que ir personalmente de nuevo a darle explicaciones.
-Ayer vine a molestarle a vuecencia -balbuceó mientras el consejero dirigía hacia él una mirada interrogativa-; ayer vine, no en son de burla, como lo quiso vuecencia suponer. Me excusé porque estornudando hube de salpicarle… No fue por burla, créame… Y, además, ¿qué derecho tengo yo a burlarme de vuecencia? Si nos vamos a burlar todos, los unos de los otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración… No habrá…
-¡Fuera! ¡Vete ya! -gritó el consejero temblando de ira.
-¿Qué significa eso? -murmuró Tcherviakof inmóvil de terror.
-¡Fuera! ¡Te digo que te vayas! -repitió el consejero, pataleando de ira.
Tcherviakof sintió como si en el vientre algo se le estremeciera. Sin ver ni entender, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y volvió lentamente a su casa… Entrando, pasó maquinalmente a su cuarto, se acostó en el sofá, sin quitarse el uniforme, y… murió.

Jorge Luis Borges - El espejo y la arena

-Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?

Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo:

-Sí, Rey -dijo el poeta-. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.

El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio:

-Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra. Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real costumbre ni de tus inspiradas vigilias. 

-Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro-dijo el poeta, que era también un cortesano.

Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.

Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no descifraban una palabra. Al fin el Rey habló.

-Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción ya cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la literatura de Irlanda -omen absit- podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir dos veces.

Hubo un silencio y prosiguió.

-Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikingos. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que es de plata.

-Doy gracias y comprendo -dijo el poeta. Las estrellas del cielo retornaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las selvas sajonas y el poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, como si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían, centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las normas Comunes. La aspereza alternaba Con la dulzura. Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían.

El Rey cambió unas pocas palabras Con los hombres de letras que lo rodeaban y habló de esta manera:

-De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra más alta.

Agregó con una sonrisa: -Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres.

El poeta se atrevió a murmurar: -Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad. El Rey prosiguió: -Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.

-Doy gracias y he entendido -dijo el poeta. El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo, había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos despejaron la cámara.

-¿No has ejecutado la oda? -preguntó el Rey.

-Sí -dijo tristemente el poeta-. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.

-¿Puedes repetirla?

-No me atrevo.

-Yo te doy el valor que te hace falta -declaró el Rey.

El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.

-En los años de mi juventud -dijo el Rey- navegué hacia el ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio? 

-En el alba -dijo el poeta- me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.

-El que ahora compartimos los dos -el Rey musitó-. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.

Le puso en la diestra una daga. Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema. 

Ray Bradbury - Crónicas Marcianas - Los largos años

Cuando el viento se levantaba en el cielo, el señor Hathaway y su reducida familia se quedaban en la casa de piedra y se calentaban las manos al fuego. El viento movía las aguas del canal y casi se llevaba las estrellas; pero el señor Hathaway conversaba tranquilamente con su mujer, y su mujer contestaba, y luego hablaba con sus dos hijas y su hijo de los días pasados en la Tierra, y todos le contestaban claramente.
La Gran Guerra tenía ya veinte años. El planeta Marte era una tumba. Hathaway y su familia, en las largas noches marcianas, se preguntaban a menudo, silenciosamente, si la Tierra sería aún la misma.
Esa noche se había desatado sobre los cementerios de Marte una de esas polvorientas tormentas marcianas, y había barrido las antiguas ciudades, y había arrancado las paredes de material plástico del más reciente pueblo norteamericano, un pueblo abandonado y casi sepultado por la arena.
La tormenta amainó. Hathaway salió de la casa, miró hacia la Tierra, verde y brillante en el cielo ventoso, y levantó una mano como para ajustar una lámpara floja en el cielo raso de una habitación oscura. Miró más allá de los fondos del mar. No hay nada vivo en todo este planeta, pensó. Sólo yo y ellos, y volvió los ojos hacia la casa.
¿Qué ocurriría en la Tierra? El telescopio de treinta pulgadas no revelaba ningún cambio. Bueno, pensó, si me cuido puedo vivir otros veinte años. Alguien puede venir, por los mares muertos o cruzando el espacio, en un cohete, con una estelita de fuego rojo.
Se volvió hacia la casa.
-Voy a dar un paseo.
-Muy bien -dijo la mujer.
-“Made in New York” -leyó, al pasar, en un trozo de metal-. Y todos estos materiales terrestres durarán menos que las antiguas ciudades marcianas.
Y miró el pueblo que ya tenía cincuenta siglos intacto entre las montañas azules.
Llegó a un aislado cementerio: una hilera de lápidas hexagonales en una colina batida por el viento solitario. Inmóvil, cabizbajo, contempló las sepulturas con toscas cruces de madera, y unos nombres. No derramó una sola lágrima. Tenía los ojos secos desde hacía mucho tiempo.
-¿Me perdonáis lo que he hecho? -les preguntó a las cruces-. Yo estaba muy solo. Lo comprendéis, ¿verdad?
Volvió a la casa de piedra y una vez más, antes de entrar, escudriñó el cielo oscuro diciendo:
-Espera y espera, y mira, y quizá una noche…
En el cielo había una llamita roja.
Hathaway se alejó de la luz que salía de la casa.
-Mira otra vez -murmuró.
La llamita roja seguía allí.
-Anoche no estaba -dijo en voz baja.
Tropezó, cayó, se levantó, corrió hacia el fondo de la casa, movió el telescopio y apuntó al cielo.
Un poco más tarde, luego de un examen minucioso y asombrado, apareció en el umbral de la casa. Su mujer, sus dos hijas y su hijo se volvieron hacia él.
-Tengo buenas noticias -dijo Hathaway al cabo de un rato-. He mirado al cielo. Viene un cohete que nos llevará a casa. Llegará mañana temprano.
Escondió la cabeza entre las manos y se echó a llorar dulcemente.
A las tres de la mañana quemó los restos de Nueva York. Caminó con unas antorchas por la ciudad de material plástico, tocando los muros con la punta de la llama, y la ciudad se abrió en grandes flores ardientes y luminosas. La hoguera, que medía casi dos kilómetros cuadrados, era bastante grande como para que la vieran desde el espacio. Atraería el cohete hacia Hathaway y su familia.
Volvió a la casa con el corazón apresurado y dolorido.
-Mirad -dijo alzando a la luz una botella polvorienta-. Un vino reservado especialmente para hoy. Ya sabía yo que alguien nos encontraría. ¡Bebamos celebrando el suceso!
Llenó cinco copas.
-Ha pasado mucho tiempo -dijo mirando gravemente su copa-. ¿Recordáis el día en que estalló la guerra? Hace veinte años y siete meses. Llamaron de la Tierra a todos los cohetes. Nosotros, tú y yo y los chicos, estábamos en los montes, dedicados a trabajos arqueológicos, investigando la técnica quirúrgica marciana. Casi reventamos los caballos, ¿os acordáis? Pero llegamos al pueblo con una semana de retraso. Todos se habían ido. América había sido destruida. Los cohetes partieron sin esperar a los rezagados, ¿os acordáis? Y sólo nosotros quedamos en Marte. Dios mío, ¡cómo pasan los años! Yo no hubiera podido resistir sin vosotros. Sin vosotros me hubiera matado. Pero con vosotros valía la pena esperar. Brindemos por nosotros -añadió levantando la copa-. Y por nuestra larga espera.
Hathaway bebió.
Su mujer, sus dos hijas y su hijo se llevaron la copa a los labios.
El vino les corrió por las barbillas.
A la mañana, los últimos restos del pueblo volaban como grandes copos blandos y negros por encima del fondo del mar. El fuego se había apagado, pero no había sido inútil: el punto rojo había crecido en el cielo.
Un aroma de pan de jengibre salía de la casa de piedra. Cuando Hathaway entró, su mujer ordenaba sobre la mesa las hornadas de pan fresco. Las dos hijas barrían suavemente el desnudo suelo de piedra con frescas escobas, y el hijo lustraba los cubiertos de plata.
-Les prepararemos un magnífico desayuno -rió Hathaway-. ¡Poneos los mejores trajes!
Salió al patio y caminó rápidamente hacia el vasto cobertizo de metal. En su interior estaban la cámara refrigeradora y el generador eléctrico que había reparado tantas veces con esos dedos delgados, eficientes y nerviosos, esos dedos que habían arreglado los relojes, los teléfonos y los alambres grabadores. El cobertizo estaba abarrotado de artefactos construidos por Hathaway. Algunos eran unas máquinas absurdas, y hasta él mismo ignoraba cómo funcionaban.
Sacó de la cámara frigorífica unas cajas de cartón acanalado con porotos y frutillas de veinte años atrás. Lázaro, levántate, pensó, y extrajo un pollo frío.
Cuando llegó el cohete, flotaban en el aire olores de cocina.
Hathaway corrió como un chico cuesta abajo. Sintió un agudo dolor en el pecho, se paró y se sentó en una peña, hasta que recobró el aliento. Luego siguió su carrera.
Se detuvo bajo la atmósfera abrasadora del ardiente cohete. Se abrió una portezuela. Un hombre se asomó.
-¡Capitán Wilder!
-¿Quién es? -preguntó el capitán Wilder. Saltó fuera del cohete y se quedó mirando al viejo-. ¡Dios santo, si es Hathaway! -añadió tendiéndole una mano.
-El mismo.
Se miraron a la cara.
-Hathaway, uno de mis viejos tripulantes, de la cuarta expedición.
-Ha pasado mucho tiempo, capitán.
-Demasiado. ¡Qué alegría volver a verlo!
-Soy viejo -dijo simplemente Hathaway.
-Yo tampoco soy joven. He estado veinte años en Júpiter, Saturno y Neptuno.
-Oí decir que lo habían ascendido para que no se metiera en la política colonial de Marte.
-El viejo miró alrededor-. Ha faltado usted tanto tiempo que no sabrá lo que ha ocurrido.
-Me lo imagino -dijo Wilder-. Dimos dos vueltas a Marte y sólo encontramos a un hombre, un tal Walter Gripp, a unos quince kilómetros de aquí. Le preguntamos si quería venir con nosotros, pero dijo que no. Cuando lo vimos por última vez estaba sentado en una mecedora, en mitad de la calle, fumando una pipa y saludándonos con la mano. Marte está bien muerto; no queda vivo ni un solo marciano. ¿Qué pasa en la tierra?
-Sabe usted tanto como yo. De vez en cuanto capto las radios de la Tierra muy débilmente. Pero siempre hablan en alguna lengua extranjera. Y de ellas sólo conozco el latín. Sólo llegan unas pocas palabras. Creo que la mayor parte de la Tierra está en ruinas. ¿Regresará usted, capitán?
-Sí. Tenemos mucha curiosidad, por supuesto. La radio no llegaba hasta nosotros. Queremos ver la Tierra, pase lo que pase.
-¿Nos llevarán a todos?
El capitán lo miró.
-Ah, sí, su mujer, ya me acuerdo. Hace veinticinco años, ¿verdad? Cuando inauguraron el primer pueblo usted se retiró del servicio y se vino con su mujer. Y tenía usted hijos…
-Un hijo y dos hijas.
-Sí, ya me acuerdo. ¿Están aquí?
-Allá arriba, en aquella casa. Nos está esperando a todos un buen desayuno. ¿Quieren venir?
-Será un honor, señor Hathaway -El capitán se volvió hacia el cohete-: ¡Abandonen la nave!
Hathaway, el capitán y los veinte tripulantes subieron por la colina aspirando profundamente el aire enrarecido y fresco de la mañana. El sol subía en el cielo y el día era muy hermoso.
-¿Se acuerda usted de Spender, capitán?
-Nunca lo he olvidado.
-Una vez al año visito su sepultura. Se diría que al fin realizó sus deseos. No quería que viniéramos aquí. Me imagino que ahora estará contento, pues nos vamos todos.
-¿Y qué fue de…cómo se llamaba.., Parkhill, Sam Parkhill?
-Abrió un quiosco de salchichas calientes.
-Muy propio de él.
-Y una semana después volvió a la Tierra, para entrar en el ejército.
Hathaway se llevó una mano al costado, sentándose bruscamente en una roca.
-Perdóneme, es la excitación. Volver a verlo después de tantos años. Tengo que descansar.
El corazón le golpeaba en el pecho. Contó los latidos. Mal asunto.
-Con nosotros viene un médico -dijo Wilder-. Excúseme, Hathaway, ya sé que usted también lo es, pero conviene que él lo examine…
Llamaron al médico
-No es nada -insistió Hathaway-. La espera, la excitación.
Apenas podía respirar. Tenía los labios azules. Y cuando el médico le puso el estetoscopio, añadió:
-Es como si hubiera vivido esperando este día. Y ahora que han llegado ustedes para llevarme otra vez a la Tierra, me siento ya satisfecho, y quisiera acostarme y olvidarme de todo.
El médico le dio una píldora amarilla.
-Tome esto. Es mejor que descanse.
-No diga tonterías. Déjeme estar sentado un momento. Es muy bueno verlos, oír al fin otras voces.
-¿Le hace efecto la píldora?
-Mucho. Vamos.
Siguieron caminando, colina arriba.
-Alice, ¡mira quién está aquí!
Hathaway frunció el ceño y se asomó al interior de la casa.
-¿Has oído, Alice?
Primero apareció la mujer. Después salieron las dos hijas altas y graciosas, y les siguió el hijo, todavía más alto.
-Alice, ¿te acuerdas del capitán Wilder?
Alice titubeó, miró a su marido, como pidiéndole instrucciones, y sonrió:
-Claro, ¡el capitán Wilder!
-Recuerdo que cenamos juntos la víspera de mi partida para Júpiter, señora Hathaway -dijo Wilder.
Alice le estrechó vigorosamente la mano.
-Mis hijas, Marguerite y Susan. Mi hijo John -dijo-. Os acordáis del capitán, ¿no es cierto?
Se dieron la mano, riendo y hablando animadamente.
-¿Huele a pan de jengibre? -preguntó el capitán.
-¿Quieren probarlo?
Todos se movieron. Sacaron apresuradamente unas mesas plegadizas, pusieron sobre ellas unos cubiertos y unas finas servilletas de seda y sirvieron unos platos humeantes. El capitán Wilder, de pie, inmóvil, miraba a la señora Hathaway y a las dos hijas que iban en silencio de un lado a otro. Les miraba las caras y seguía todos los movimientos de esas manos jóvenes y todas las expresiones de esos rostros tersos. Se sentó en una silla que le trajo el hijo.
-¿Cuántos años tienes, John?
-Veintitrés.
Wilder movió torpemente los cubiertos. Se había puesto pálido.
El hombre que estaba su lado le dijo en voz baja:
-No puede ser, capitán.
John fue a buscar más sillas.
-¿Qué dice, Williamson?
-Yo tengo cuarenta y tres. Fui a la escuela con John Hathaway, hace ya veinte años. John dice que tiene veintitrés años y representa esa edad. Pero no puede ser. Debiera tener, por lo menos, cuarenta y dos. ¿Qué significa esto, capitán?
-No sé.
-Pero, ¿qué le pasa, capitán?
-No me siento bien. A las hijas también las vi hace unos veinte años. No han cambiado. No tienen una arruga. ¿Quiere usted hacerme un favor? Quiero que me averigüe una cosa, Williamson. Le diré adónde debe ir y qué debe ver. Escabúllase cuando estemos terminando el desayuno. No tardará más de diez minutos. El sitio no está lejos. Lo he visto desde el cohete.
-¡Eh! ¿De qué están hablando con tanta seriedad? -les preguntó la señora Hathaway mientras les servía hábilmente la sopa-. ¡Sonrían! Estamos juntos, el viaje casi ha terminado. ¡Están ya en casa!
-Sí -dijo el capitán riéndose-. Está usted realmente muy bien y muy joven, señora Hathaway.
-¡Ah, los hombres!
Wilder la vio alejarse rápidamente con la cara encendida, tersa como una manzana, sin arrugas y de buen color. Respondía a las bromas con una risa cristalina, servía limpiamente la ensalada, sin detenerse una sola vez a tomar asiento. Y el hijo, huesudo, y las hijas, plenamente formadas, hablaban de sus vidas solitarias y se mostraban brillantemente ingeniosos, mientras el padre asentía orgullosamente.
Williamson se alejó en silencio, colina abajo.
-¿Adónde va? -preguntó Hathaway.
-A examinar el cohete -respondió Wilder-. Pero, como le iba diciendo, Hathaway, no hay nada en Júpiter, absolutamente nada para el hombre. En Saturno y en Plutón, tampoco.
Wilder habló mecánicamente, sin atender a lo que decía, pensando únicamente en Williamson que en ese momento descendía por la colina y que muy pronto estaría de vuelta.
-Gracias.
Marguerite Hathaway le estaba sirviendo agua. Wilder, impulsivamente, le tocó el brazo. La muchacha no se inmutó. La carne era firme y tibia.
Al otro lado de la mesa, Hathaway se interrumpía a veces, se tocaba el pecho con un gesto de dolor, seguía escuchando los murmullos y el ruido de la charla, y de vez en cuando miraba preocupado a Wilder, a quien no le gustaba aparentemente el pan de jengibre.
Williamson regresó. Se sentó y se puso a picotear la comida hasta que el capitán se inclinó hacia él.
-¿Bien?
-Lo encontré, capitán.
-¿Y…?
Williamson estaba pálido. No dejaba de mirar a los demás que hablaban y se reían. Las hijas sonreían gravemente, y el hijo contaba un chiste.
-He estado en el cementerio -dijo Williamson.
-Las cuatro cruces están allí, señor. Se pueden leer los nombres. Los he apuntado para estar seguro. -Y Williamson leyó en un papel blanco-: “Alice, Marguerite, Susan y John Hathaway. Muertos a causa de un virus desconocido. Julio de 2007”.
Wilder cerró los ojos.
-Gracias, Williamson.
La mano de Williamson temblaba.
-Hace diecinueve años, capitán.
-Sí.
-Entonces, ¿quiénes son estos?
-No lo sé.
-¿Se lo diremos a los demás?
-Más tarde. Siga comiendo como si nada hubiera ocurrido.
-No tengo mucho apetito, señor.
La comida terminó con un vino traído del cohete. Hathaway se puso de pie.
-Brindo por ustedes. Es bueno estar otra vez entre amigos. Y brindo también por mi mujer y mis hijos. Sin ellos no hubiera vivido hasta hoy. Sólo gracias a sus cariñosos cuidados he podido esperar la llegada de ustedes.
Alzo la copa hacia su familia. Los cuatro miraron azorados y cuando los demás comenzaron a beber bajaron los ojos.
Hathaway apuró su copa. Enseguida, sin un grito, cayó de bruces sobre la mesa y resbaló hasta el suelo. Algunos de los hombres le ayudaron a acostarse. El médico se inclinó sobre él y escuchó. Wilder tocó el hombro del médico. El médico levantó la vista y sacudió la cabeza. Wilder se arrodilló y tomó entre sus manos una mano de Hathaway.
-¿Wilder? -La voz de Hathaway apenas se oía-. He estropeado el desayuno.
-No diga disparates.
-Despídame de Alice y mis hijos.
-Espere un momento. Los voy a llamar.
-No, no -jadeó Hathaway- No comprenderían. No quisiera que comprendieran. No los llame.
Wilder no se movió.
Hathaway estaba muerto.
Wilder esperó algún tiempo. Luego se levantó y se alejó del grupo de hombres encorvados que rodeaban a Hathaway. Buscó a Alice y le dijo, mirándola fijamente:
-¿Sabe usted qué acaba de ocurrir?
-¿Le ha pasado algo a mi marido?
-Ha muerto. El corazón -contestó Wilder observándola.
-¡Qué pena! -dijo Alice.
-¿Cómo se siente usted?
-Hathaway no quería que nos pusiésemos tristes. Nos dijo que esto ocurriría en cualquier momento, y no quería que lloráramos. No nos enseñó a llorar. No quería que supiésemos hacerlo. Según él nada peor puede ocurrirle a un hombre que estar solo y ponerse triste y llorar. Por eso no sabemos lo que es llorar o estar tristes.
Wilder echó una ojeada a las manos de la mujer, las manos blandas y tibias, las uñas bien cuidadas y las finas muñecas. Miró el cuello esbelto y terso y los ojos inteligentes, y dijo al fin:
-El señor Hathaway los hizo muy bien, a usted y a sus hijos.
-A Hathaway le hubiera gustado oír eso. Estaba tan orgulloso de nosotros. Al cabo de un tiempo hasta olvidó que nos había hecho. Al final nos aceptaba y nos quería como si fuéramos de verdad su mujer y sus hijos. Y en cierto modo losomos.
-Ustedes lo ayudaron mucho.
-Sí, conversamos con él durante años interminables. Le gustaba hablar. Le gustaba la casa de piedra y el fuego de la chimenea. Hubiéramos podido vivir en una de las casas comunes del pueblo, pero a él le gustaba esto, donde podía ser primitivo si quería, o moderno si quería. Me hablaba muchas veces de su laboratorio y de sus inventos. Instaló una verdadera red de alambres y altavoces en el pueblo norteamericano. Cuando apretaba un botón el pueblo se iluminaba y se llenaba de ruidos, como si vivieran en él diez mil personas. Se oían aviones, automóviles y conversaciones. Hathaway se sentaba, encendía un cigarro y nos hablaba, y los ruidos del pueblo llegaban hasta nosotros, y de vez en cuando sonaba un teléfono y una voz grabada le hacía una consulta sobre ciencia o cirugía, y el señor Hathaway contestaba. Con el teléfono, nosotros, los ruidos del pueblo y su cigarro, era feliz. Pero hubo una cosa que no pudo conseguir: que envejeciéramos. Él envejecía día tras día, y nosotros no cambiábamos. Creo que nos quería así. Lo enterraremos en el cementerio de las cuatro cruces. Me parece que eso le gustaría a Hathaway.
Alice tocó suavemente la muñeca del capitán Wilder.
-Estoy segura.
El capitán dio unas órdenes. La familia siguió al reducido cortejo. Dos hombres llevaron a Hathaway en unas parihuelas cubiertas con un paño. El cortejo dejó atrás la casa de piedra y el cobertizo donde Hathaway, años atrás, había comenzado sus trabajos. Wilder se detuvo junto a la puerta del taller.
¿Cómo sería, se preguntó, vivir en un planeta con una mujer y tres hijos, y verlos morir y quedarse a solas con el viento y el silencio? ¿Qué se podía hacer? Enterrarlos bajo unas cruces, volver al taller y con inteligencia, memoria, habilidad manual e ingenio reconstruir, minuciosamente, mujer, hijo e hijas. Con toda una ciudad norteamericana a su disposición un hombre inteligente podía hacer cualquier cosa.
El ruido de los pasos se apagaba en la arena. Cuando llegaron al cementerio, dos de los hombres abrían una tumba.
Volvieron al cohete en las últimas horas de la tarde.
Williamson señaló la choza con un movimiento de cabeza:
-¿Qué vamos a hacer con ellos?
-No lo sé -dijo el capitán.
-¿Los va a parar?
El capitán pareció un poco sorprendido.
-¿Parar? No lo había pensado.
-No los llevaremos.
-No, sería inútil.
-¿Es decir que los vamos a dejar aquí, así, como son?
El capitán le alcanzó un arma a Williamson.
-Si usted es capaz… Yo no lo soy.
Cinco minutos después, Williamson volvió de la casa de piedra con el rostro transpirado.
-Tome el arma. Ahora comprendo lo que usted quería decir. Entré en la choza con el arma en la mano. Una de las hijas me sonrió. Y también los demás. La mujer me ofreció una taza de té. ¡Dios, sería un asesinato!
Wilder asintió.
-Nunca habrá nada tan maravilloso como ellos. Fueron construidos para durar diez, cincuenta, doscientos años. Sí, tienen derecho… a vivir, tanto como cualquiera de nosotros. -Sacudió la pipa y añadió-: Ahora, a bordo. Nos vamos. Este pueblo está muerto. Nada hacemos aquí.
Oscurecía. Se levantaba un viento helado. Los hombres ya estaban a bordo. El capitán titubeó.
-No volverá usted a… despedirse de ellos -dijo Williamson.
El capitán lo miró fríamente.
-No es asunto suyo.
Wilder subió a la casa en el viento del crepúsculo. Los hombres del cohete vieron que su sombra se detenía en el umbral. Vieron la sombra de una mujer. Vieron que el capitán le estrechaba la mano.
Un momento después, Wilder volvió corriendo hacia el cohete.
De noche, cuando el viento barre el fondo del mar muerto y el cementerio hexagonal con cuatro cruces viejas y una nueva, una luz brilla aún en la casa de piedra, y en esa casa, mientras ruge el viento, y giran los torbellinos de arena y las estrellas frías titilan en el cielo, cuatro figuras, una mujer, dos hijas y un hijo atienden el fuego sin ningún motivo y conversan y ríen.
Noche tras noche, año tras año, la mujer, sin ningún motivo, sale de la casa y mira largamente el cielo con las manos en alto, mira la Tierra, la luz verde, sin saber por qué mira, y después entra y echa al fuego unos trozos de leña, y el viento sigue soplando y el mar muerto sigue muerto.