Novela Gráfica es un término que se usa para definir un nuevo tipo de historieta dirigida a un público maduro, que posee un formato de libro, pertenece generalmente a un único autor, relata una historia prolongada y posee una elevada aspiración literaria. La novela gráfica recoge características de la novela escrita, tales como: el subjetivismo autobiográfico, los diferentes tiempos narrativos, el desarrollo de la psicología de los personajes, la construcción de una atmósfera particular y envolvente que describe el ambiente y lo relaciona con el protagonista y los personajes secundarios de la historia, la exploración lógica y la motivación en el relato, el desarrollo de la relación causal de los hechos, entre otros.
A nivel visual, la novela gráfica desarrolla una estética coherente con la descripción dinámica de una atmósfera cuya misión es referir una acción concreta llevada a cabo por ciertos personajes. El modelo estético de una novela gráfica toma en cuenta el público maduro al cual va dirigido.
La novela gráfica toma impulso en la década de los ochenta cuando el término se utiliza comercialmente para diferenciarlos de los comics dirigidos al público juvenil, como Maus de Art Spiegelman, publicada en 1980, esta obra se considera iniciadora del primer boom de la novela gráfica, junto a Batman: The Dark Knight Returns de Frank Miller, publicada en 1986 y Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons.
A finales de la década de los noventa y a principios del nuevo siglo, se produce un segundo boom, avalado por obras de los nuevos autores norteamericanos como Chris Ware, Daniel Clowes, Seth o Craig Thompson, destacándose obras francofónas canadienses como Pyongyang de Guy Delisle, publicada en el año 2004; obras francesas como La Ascensión del Gran Mal de de David Beauchard, publicada en 1996 o Persépolis de Marjane Satrapi, publicada en el año 2000; también destacan obras suizas como Píldoras Azules de Frederik Peeters, publicada en el año 2001.
La primera vez que se acuña el término de Novela Gráfica ocurre en el año 1948, en España, cuando se inicia la colección "La Novela Gráfica", de Ediciones Reguera, que dio a conocer las mejores novelas de la literatura mundial en forma de historieta.
Sus principales caracteristicas son:
- Formato e imprensión más lujosa.
– Distribución en librerías en lugar de quioscos.
– Mayor extensión.
– Un único autor y más raramente un grupo de ellos.
– Pretensiones artísticas.
– Una única historia, generalmente compleja.
– Destinada a un público maduro o adulto.
miércoles, 24 de diciembre de 2014
La novela gráfica y sus características
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Novela gráfica características
El cómic y sus componentes
Definición de cómic
- Según Umberto Eco"La historieta es un producto cultural, ordenado desde arriba, y funciona según toda mecánica de la persuasión oculta, presuponiendo en el receptor una postura de evasión que estimula de inmediato las veleidades paternalistas de los organizadores. "...". Así, los comics, en su mayoría refleja la implícita pedagogía de un sistema y funcionan como refuerzo de los mitos y valores vigentes"
El cómic se caracteriza por:
- Secuencia de viñetas consecutivas
- Integración de elementos icónicos (dibujos) y verbales (palabras) bajo reglas internas codificadas
- Permanencia de un personaje estable a lo largo de la historia
- Globos o bocadillos indicando razonamientos o alocuciones de los personajes
- Elementos narrativos: Hilo conductor (iniciación, desarrollo, clímax y desenlace), elipsis (obviación de escenas no significativas), texto de apoyo (diferente al bocadillo)
- Convenciones y códigos especiales (gestos, expresiones, símbolos cinéticos, metáforas, onomatopeyas[3], etc.)
- Iconicidad: relación del dibujo con la realidad
- Finalidad: entretener, informar y educar
- Difusión
Estos elementos se conjugan para crear un arte donde la imagen y la palabra se sintetizan en un producto narrativo mediante la secuenciación de viñetas. La elipsis aparece al servicio de ésta última, descartando escenas poco significativas para lo cual se debe recurrir a saltos narrativos pequeños o recurrir, en caso contrario, a un texto auxiliar que explique el salto tempo-espacial.
La forma de los globos depende de la intencionalidad del hablante
- Un personaje está hablando
- Hablan varios personajes
- Un personaje piensa o sueña (globo nube)
- Alguien habla en voz baja (Globo punteado)
- Alguien grita (globo estrella)
- Escribe el narrador, llamado cartela o recuadro
Los componentes del cómic
- LENGUAJE VISUAL.-
A) LA VIÑETA
La viñeta es la unidad mínima de la significación de la historieta. Unidad espacio-temporal, unidad de significación y unidad de montaje; y al tiempo, unidad de percepción diferencial.
Se distingue en la viñeta un continente y un contenido.
Continente.- Está formado, normalmente, por una serie de líneas que delimitan el espacio total de la página del tebeo. Cabe destacar tres aspectos del continente de la viñeta:
2.- La forma de la viñeta, la más frecuente es la rectangular, aunque también existen cuadradas, triangulares, etc.
El contenido verbal se puede dividir como anteriormente hemos señalado en; contextual o de transferencia, globos y onomatopeyas.
B) EL ENCUADRE
A la limitación del espacio real donde se desarrolla la acción de la viñeta, se denomina encuadre. Se distinguen diferentes tipos de encuadre de acuerdo al espacio que se seleccione de la realidad (planos), al ángulo de visión adoptado ó al espacio que ocupe en el papel (formato).
C) PLANOS
El Gran Plano General (GPG) describe el ambiente donde transcurre la acción. En este tipo de plano los personajes apenas se perciben. El GPG ofrece la información sobre el contexto donde transcurre la acción.
El Plano General (PG) tiene dimensiones semejantes a la figura del personaje, lo encuadra de la cabeza a los pies y proporciona información sobre el contexto, aunque las referencias al ambiente son menores que en el caso anterior. La figura humana cobra protagonismo, sobre todo, en las viñetas de acción física. Al PG también se le denomina:Plano Entero ó de Conjunto.
El Plano Americano (PA) encuadra la figura humana a la altura de las rodillas. Es un plano intermedio y sirve para mostrar las acciones físicas de los personajes así como los rasgos de sus rostros.
EL Plano Detalle (PD) selecciona una parte de la figura humana o un objeto que, de otra manera, hubiese pasado desapercibido. En algunas viñetas, un detalle puede ocupar toda la imagen.
El Plano Medio (PM) recorta el espacio a la altura de la cintura del personaje. Se destaca más la acción que el ambiente y, a su vez, cobra importancia la expresión del personaje.
El Primer Plano (PP) selecciona el espacio desde la cabeza hasta los hombros de la figura. Sobresale los rasgos expresivos y conocemos el estado psicológico, emocional, etc., del personaje.
D) ANGULOS DE VISIÓN
El ángulo de visión es el punto de vista desde el que se observa la acción. El ángulo de visión permite dar profundidad y volumen a la viñeta, así como sensación de grandeza ó pequeñez según el punto de vista adoptado.
TIPOS DE ANGULOS
- - En el ángulo de visión normal o ángulo medio, la acción ocurre a la altura de los ojos.
- En el ángulo de visión en picado la acción es representada de arriba hacia abajo. Este tipo de ángulo ofrece la sensación de pequeñez.
- En el ángulo de visión en contrapicado la acción es representada de abajo hacia arriba. Este tipo de ángulo ofrece la sensación de superioridad.
- El ángulo cenital es el ángulo picado absoluto y ofrece una visión totalmente perpendicular de la realidad.
- El ángulo nadir es el ángulo contrapicado absoluto.
Se llama formato al modo de representar el encuadre en el papel. El formato puede ser rectangular (horizontal o vertical), circular, triangular, cuadrado, etc. El formato implica una elección bien diferente del tamaño. La relación entre el espacio, la viñeta y el tiempo real que se requiere para leerla es de gran importancia para crear el ritmo en la historieta.
F) EL COLOR
El color es un elemento que juega un papel importante en la composición de la viñeta, de la página, etc. El color puede cumplir diferentes funciones: figurativa, estética, psicológica y significante.
El significado del color no está estandarizado y en cada situación puede realizarse combinaciones que den lugar a nuevas interpretaciones. Un mismo color puede utilizarse para significar cosas distintas.
LENGUAJE VERBAL.-
El texto que se utiliza en el cómic para representar todo tipo de sonido cumple las siguientes funciones:
- Expresar los diálogos y pensamientos de los personajes.
- Introducir información de apoyo en la cartelera.
- Evocar los ruidos de la realidad a través de onomatopeya.
A) EL BOCADILLO
El bocadillo es el espacio donde se colocan los textos que piensa o dicen los personajes. Constan de dos partes: la superior que se denomina globo y el rabillo o delta que señala al personaje que está pensando o hablando.
La forma del globo va a dar al texto diferentes sentidos:
- 1.- El contorno en forma de nubes significa palabras pensadas por el personaje.
2.- El contorno delineado con tornas temblorosas, significa voz temblorosa y expresa debilidad, temor, frío, etc.
3.- El contorno en forma de dientes de serrucho, expresa un grito, irritación, estallido, etc.
4.- El contorno con líneas discontinuas indica que los personajes hablan en voz baja para expresar secretos, confidencias, etc.
5.- Cuando el rabilo del bocadillo señala un lugar fuera del cuadro, indica que el personaje que habla no aparece en la viñeta.
6.- El bocadillo incluido en otro bocadillo indica las pausas que realiza el personaje en su conversación.
7.- Una sucesión de globos que envuelven a los personajes expresa pelea, actos agresivos.
8.- El globo con varios rabillos indica que el texto es dicho por varios personales.
El cartucho es un tipo de cartela que sirve de enlace entre dos viñetas consecutivas. En este caso el espacio de la viñeta está ocupado por el texto.
C) LA ONOMATOPEYA
Es la imitación de un sonido y puede estar fuera o dentro del globo.
D) LETRAS
El tipo de letra más usado es el de imprenta. Según las características de los personajes y el tono de voz empleado se usarán letras de otro tipo. Por ejemplo, si grita el personaje se usarán letras mayores, si canta las letras tienen un ritmo ondulante, etc.
- El cómic puede representar las siguientes variantes: la tira, la página, los libros y álbumes.
- 1.- La Tira.- Es una situación o una historia desarrollada en tres, cuatro o cinco viñetas. Si el episodio es de humor acabará con un chiste.2.- La Página.- Está formada por una serie de viñetas cuyo número es variable. La extensión del argumento es de una, dos, tres o más páginas.
3.- Los Libros y Albumes.- Son historias completas que se desarrollan en un volumen o son una recopilación de historietas cortas.
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martes, 16 de diciembre de 2014
jueves, 11 de diciembre de 2014
Alicia en el País de las Maravillas - Interpretación de los personajes
Interpretación de los personajes de Alicia en el País de las Maravillas
Alicia representa a una persona que desea despertar, ella está en el mundo y el mundo le exige cosas.
Ella está en conflicto con ese mundo, con su madre, con su entorno que la obliga a casarse, vive un momento de indecisión, no tiene nada claro en su vida. En ese momento cuando ella esta viviendo su vida normal, hay algo que la hace recordar.. “Estás perdiendo tu tiempo”… “Estás perdiendo tu tiempo”… ella intenta descubrir lo que es. Alicia dice a los demás: “mira el conejo..” pero sólo ella ve al conejo. El conejo le muestra que hay algo dentro de sí misma que debe despertar.
El conejo simboliza “El recuerdo de su origen divino”. Cuando Alicia sale corriendo porque necesita pensar ya que está en conflicto, no tiene nada claro, va corriendo al bosque y lo que sucede es que allí cae en un enorme agujero.
El agujero es el inconsciente. Cae y ve muchísimas cosas inconexas. Consigue controlar su inconsciente y todo para. Llega a un lugar con muchas puertas cerradas.
¿Qué son esas puertas? ¿Qué simbolizan? Son las puertas de la mente qué sólo pueden ser abiertas con la herramienta correcta, necesitan una llave. Ella ve la llave pero necesita transformarse para poder servirse de ella, tiene que transformarse en el modo correcto, no sirve cualquier transformación, no sirve ser muy pequeña, sentirse muy pequeña o muy grande. Aprende el juego. Está dentro de la mente aprendiendo sus juegos. Consigue encontrar el equilibrio y salir por la puerta a un nuevo mundo. Cuando sale los primeros seres que encuentra son los dos niños gorditos y una rata ciega con espada.
La rata muestra un defecto psicológico, es la valentía o el coraje inconscientes, espontáneos que pueden funcionar o no, porque actúan movidos por la emoción.
Los dos gorditos son la duda. Llevan a Alicia a ver a la oruga.
La oruga es el maestro interior, la oruga pregunta a Alicia: “¿Quién eres tú?”. La oruga busca el grado de identificación de Alicia con su ego. Como la oruga es el maestro interior le explica lo que va a ocurrir… “tendrás que enfrentarte al dragón”, que es el EGO, con EL VALOR que es la espada y el pergamino muestra el camino esotérico, (interno o exotérico fuera del sistema conocido por la mayoría, sin la influencia de las religiones, los que mantuvieron la ruta), el camino correcto para matar al Ego. Alicia dice, que ella no sabe nada de todo eso y que no puede luchar y matar al dragón. No puede creer que ella es el guerrero que matará al monstruo, tiene que vivir el proceso de preparación. El maestro le hace bromas diciendo que ella estará preparada cuando llegue el momento.
Los gorditos, la duda. Esta puede ser peligrosa para el orden establecido, puede se buena para Alicia, por lo que ellos serán de los primeros en ser encarcelados por el ejercito de la reina roja que simboliza al sistema bloqueador de todo lo que no va a su favor, aunque el primero en capturado es el conejo, “El recuerdo de su origen divino”, necesitan hacerlo prisionero así ya no podrá ayudar más.
Alicia encuentra al gato que sonríe.
¿Qué es el gato? Humo, pensamientos que no se concluyen, ensoñaciones, indica el camino pero no es real. El gato le enseña el camino hacia el sombrerero. Cuando el sombrerero ve a Alicia él no tiene la más mínima duda de que es la auténtica Alicia. El sombrerero personifica a la mente, la mente sabe que es Alicia.
El sombrero del sombrerero simboliza la capacidad de centrarse, es por esto que el gato se enamora del sombrero, porque como es humo quiere ser consistente. El sombrero centra a la mente. Cuando Alicia vuela sobre el sombrero lo hace centrando su mente, acallando los pensamientos para llegar donde quiere.
Cuando todos son capturados y Alicia va hacia el castillo de la reina con la cabeza grande, la cual simboliza a su intelecto, tanta soberbia que lo que le rodea son los sentidos falsos, los aspectos físicos falsos, nariz falsa, oreja falsa, barriga falsa… quiere decir que ellos están a favor del intelecto, los sentidos son falsos, engañan a la reina.
La reina con todo su intelecto cree a Alicia, ella es tan inteligente, tiene tanto poder que la soberbia la puede, es boba a la vez, no ve más alla de lo que quiere ver, es cabezota, presumida, prepotente, egoísta, tonta, no ve que su mayor enemiga está sentada a su lado. La reina roja es la personalidad dominada por el ego aunque parezca ser al revés.
Cuando el sombrero llega demuestra su habilidad, la habilidad de la mente para adaptarse, él puede engatusar a la reina a través de la vanidad de esta. Se adapta trabaja para ella y para el sistema.
Tras la reina viven los conejos atemorizados. Los conejos, ellos son el miedo, el temor. Se esconden detrás del humo, el gato, las ensoñaciones, el miedo se esconde siempre detrás de pensamientos que no pueden ayudar, el gato desaparece y quedan vulnerables, al descubierto.
Después de que todo se descubre y llegando al desenlace de la película el gato visita al sombrero en la prisión y vemos como un pensamiento que se concreta en algo real… el gato se transforma en el sombrerero, cuando le cortan la cabeza desaparece. Engañó a la reina el sombrerero escapa… y cuando el sombrerero está escapando se lleva a todos sus amigos, que simbolizan a todos los valores del ser humano, para unificar todas la partes, la mente unifica las partes. Los lleva a todos a ver a la reina blanca, que es la conciencia.
La reina blanca es la consciencia.
Alicia necesita valor, el primer paso es luchar contra el miedo, luchar contra el sistema, para conseguir el valor, simbolizado por la espada, Alicia debe enfrentarse a ese animal monstruoso del sistema, que custodia la espada, el valor. Alicia llega al valor por medio del ojo que un acto de valor de la ratita había sido sustraido. El ojo es devuelto y el animal se vuelve agradecido permitiendo a Alicia dormir tras él. Para vencer un obstáculo de esta magnitud ha empleado todas sus fuerzas, toda su energía, su sabiduría, cae en el inconsciente, duerme. Una vez despierta el monstruo la cura y le da el valor, la espada, con la que matará al dragón, el Ego.
Ese animal simboliza el miedo al sistema.
Cuando el sombrerero está saliendo del castillo con todos sus amigos van a ver a la reina blanca, la conciencia. La reina blanca prepara a Alicia una pócima para ayudarla. La conciencia sabe todo de todos los mundos y la poción asquerosa es perfecta para mostrar la capacidad de la conciencia de no juzgar. Alicia no duda y bebe la pócima. Alicia pregunta a la conciencia por qué no lucha ella contra el dragón, la conciencia explica que esa no es su naturaleza, no matará el dragón, el Ego, es Alicia quien debe matarlo. El mediador en la lucha será el conejo “El recuerdo de si” él pone todo en su lugar y explica las reglas.
Cuando llega el dragón llegan los que están a su favor, la sociedad con su sistema mal diseñado, la reina roja como intelecto, cabeza visible y pensante del grupo, con el gran Ego, el dragón. Al otro la conciencia, la reina blanca con todos los valores, el perrito, la ratita… el sombrerero. ¿Cuando el dragón ve a Alicia qué es lo primero que le dice?
Viejo enemigo cuanto tiempo sin verte” Alicia contesta, que ella no le conoce y el dragón aclara que no se lo dice a ella, se lo dice al valor, a la espada. El valor es el peor enemigo del ego. El ego no tiene poder sobre el valor. El valor es el enemigo, no Alicia. EL valor corta exactamente la cabeza del Ego y la reina que es la conciencia recupera su poder de reina y todos los valores la obedecen, la mente queda feliz y baila, la mente disfruta su capacidad de hacer sentir felicidad. El intelecto, la reina roja, aparece tan tonta que incluso aquella persona en la que ella confiaba la quiso matar, ni de eso se dió cuenta. La maldición es que ellos vivan juntos para siempre.
El sombrerero dice a Alicia que la va a echar de menos pero que nunca la olvidará.
Cuando Alicia regresa al mundo del que viene tiene las ideas claras, la conciencia ha despertado en ella, ha vencido al Ego y ve la realidad con más claridad que ninguno de los que habitan su mundo. Vuelve a la fiesta y dice: “No me voy a casar contigo”..”tía, los principes no existen”… “Tengo una idea para un negocio con usted”… baila ante todos, etc.
Ella es libre para encontrar su destino.
Alicia en el País de las Maravillas - Simbolismos psicológicos
El cuento de Lewis Carroll está lleno de alusiones a la educación y las costumbres de su época. Mezcla fantasía y realidad, y ha influido a literatos, músicos, cineastas y científicos.
Caída angustiosa. El descenso de Alicia por la madriguera que parece no tener fin recuerda la pesadilla tan recurrente en muchas personas de caer y caer, hasta que la sensación de angustia creciente les hace despertar. Carroll usa esa imagen para describir la entrada en lo inconsciente.
Las prisas. El Conejo Blanco mira su reloj y va siempre apresurado diciendo “¡Dios mío, voy a llegar tarde!”. Refleja la ansiedad, la conducta paranoica y la exigencia a veces exagerada que los mayores imponen a los niños.
Fuera rutinas. Los adultos viven atados a la costumbre, como el Sombrerero y su eterno té de las seis. Carroll critica los comportamientos asumidos que nunca son cuestionados. Alicia, a lo largo del libro, se acostumbra a la libertad y a la aventura, y, al despertar del sueño, encuentra “aburrido y estúpido que la vida siguiera su curso normal”.
Números. La condición de matemático de Lewis Carroll se nota en la obra, llena de guiños al álgebra, la teoría de números y la lógica. La caída interminable de Alicia recuerda al concepto de límite. En el capítulo 5, la paloma dice que las niñas pequeñas son un tipo de serpiente, ya que las dos comen huevo. Esta deducción alude al cambio de variables.
Crisis de identidad. La incertidumbre propia de la adolescencia aparece cuando Alicia se encuentra a la Oruga Azul sentada fumando con un narguile. Esta pregunta con prepotencia a la niña por su identidad, a lo que ella responde llena de dudas, pues al haber cambiado varias veces de estatura ya no sabe bien quién es. La Oruga Azul es la lógica racional, las dudas y la paciencia como madre de la ciencia.
Vitalidad. El Gato de Cheshire destaca por su sonrisa. Representa el sentido vital: “Siempre llegarás a alguna parte si caminas lo bastante”.
Estira y encoge. En el libro, la protagonista aumenta y disminuye de tamaño varias veces. Eso ha dado lugar al término micropsia o síndrome de Alicia en el País de las Maravillas para definir un trastorno neurológico que afecta a la visión. El sujeto que lo padece percibe los objetos mucho más pequeños y alejados de lo que están en realidad. También se llama visión o alucinación liliputiense.
Intolerancia. La Reina de Corazones gobierna despóticamente el País de las Maravillas. Narcisista, rígida y controladora, resuelve los problemas, pequeños y grandes, mandando decapitar a todo el que ose ofenderla.
jueves, 27 de noviembre de 2014
viernes, 21 de noviembre de 2014
Anton Chejov - La muerte de un funcionario
El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y se sentía del todo feliz…, cuando, de repente… -en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de improvisos-, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo…, apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y… ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.
Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan…, a consecuencia de lo cual Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.
-Le he salpicado probablemente -pensó Tcherviakof-; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio…; hay que excusarse.
Tcherviakof tosió, se echó hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:
-Dispénseme, excelencia, le he salpicado…; fue involuntariamente…
-No es nada…, no es nada…
-¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo…; yo no me lo esperaba…
-Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar!
Tcherviakof, avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, murmuró:
-Excelencia, le he salpicado… Hágame el favor de perdonarme… Fue involuntariamente.
-¡No siga usted! Lo he olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo -contestó su excelencia moviendo con impaciencia los hombros.
“Lo ha olvidado; mas en sus ojos se lee la molestia -pensó Tcherviakof mirando al general con desconfianza-; no quiere ni hablarme… Hay que explicarle que fue involuntariamente…, que es la ley de la Naturaleza; si no, pensará que lo hice a propósito, que escupí. ¡Si no lo piensa ahora, lo puede pensar algún día!…”
Al volver a casa, Tcherviakof refirió a su mujer su descortesía. Mas le pareció que su esposa tomó el acontecimiento con demasiada ligereza; desde luego, ella se asustó; pero cuando supo que Brischalof no era su «jefe», se calmó y dijo:
-Lo mejor es que vayas a presentarle tus excusas; si no, puede pensar que no conoces el trato social.
-¡Precisamente! Yo le pedí perdón; pero lo acogió de un modo tan extraño…; no dijo ni una palabra razonable…; es que, en realidad, no había ni tiempo para ello.
Al día siguiente, Tcherviakof vistió su nuevo uniforme, se cortó el pelo y se fue a casa de Brischalof a disculparse de lo ocurrido. Entrando en la sala de espera, vio muchos solicitantes y al propio consejero que personalmente recibía las peticiones. Después de haber interrogado a varios de los visitantes, se acercó a Tcherviakof.
-Usted recordará, excelencia, que ayer en el teatro de la Arcadia… -así empezó su relación el alguacil -yo estornudé y le salpiqué involuntariamente. Dispen…
-¡Qué sandez!… ¡Esto es increíble!… ¿Qué desea usted?
Y dicho esto, el consejero se volvió hacia la persona siguiente.
“¡No quiere hablarme! -pensó Tcherviakof palideciendo-. Es señal de que está enfadado… Esto no puede quedar así…; tengo que explicarle…”
Cuando el general acabó su recepción y pasó a su gabinete, Tcherviakof se adelantó otra vez y balbuceó:
-¡Excelencia! Me atrevo a molestarle otra vez; crea usted que me arrepiento infinito… No lo hice adrede; usted mismo lo comprenderá…
El consejero torció el gesto y con impaciencia añadió:
-¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío!
Y con estas palabras desapareció detrás de la puerta.
“Burlarme yo? -pensó Tcherviakof, completamente aturdido-. ¿Dónde está la burla? ¡Con su consejero del Estado; no lo comprende aún! Si lo toma así, no pediré más excusas a este fanfarrón. ¡Que el demonio se lo lleve! Le escribiré una carta, pero yo mismo no iré más! ¡Le juro que no iré a su casa!”
A tales reflexiones se entregaba tornando a su casa. Pero, a pesar de su decisión, no le escribió carta alguna al consejero. Por más que lo pensaba, no lograba redactarla a su satisfacción, y al otro día juzgó que tenía que ir personalmente de nuevo a darle explicaciones.
-Ayer vine a molestarle a vuecencia -balbuceó mientras el consejero dirigía hacia él una mirada interrogativa-; ayer vine, no en son de burla, como lo quiso vuecencia suponer. Me excusé porque estornudando hube de salpicarle… No fue por burla, créame… Y, además, ¿qué derecho tengo yo a burlarme de vuecencia? Si nos vamos a burlar todos, los unos de los otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración… No habrá…
-¡Fuera! ¡Vete ya! -gritó el consejero temblando de ira.
-¿Qué significa eso? -murmuró Tcherviakof inmóvil de terror.
-¡Fuera! ¡Te digo que te vayas! -repitió el consejero, pataleando de ira.
Tcherviakof sintió como si en el vientre algo se le estremeciera. Sin ver ni entender, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y volvió lentamente a su casa… Entrando, pasó maquinalmente a su cuarto, se acostó en el sofá, sin quitarse el uniforme, y… murió.
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Julio Cortázar - Carta a una señorita de París
Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar… Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá… Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro… entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y… Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable… Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo… y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo… Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas… ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión. Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si… para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces… Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo… En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
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W. W. Jacobs - La pata de mono
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento… -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
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W.W. Jacobs