Los poemas de Versos sencillos (1891), no tienen títulos específicos, sino que les es asignado un número romano consecutivo. Es, sin embargo, común referirse a la composición IX, de Versos Sencillos, como "La niña de Guatemala".
Los críticos han señalado que existe un trasfondo autobiográfico del poema IX. Durante su estancia en Guatemala en 1877, Martí solía frecuentar la casa del General Miguel García Granados. Ahí conoció a una de las hijas del general; María García Granados, y se desarrolló una relación cercana entre ambos. Sin embargo, Martí ya estaba comprometido con Carmen Zayas, con quién se casó en México, en diciembre el mismo año. Al regresar con su esposa al año siguiente, María García Granados había muerto. Los Versos sencillos, están, como indica el título, marcados por una estética de sencillez. Los metros utilizados dan testimonio del arraigo en las formas tradicionales de la poesía y de la música popular. Todos los poemas de Versos sencillos están moldeados en la forma métrica que predomina la poesía popular; el octosílabo. Una importante razón de la popularidad de tal metro es su compatibilidad con los patrones rítmicos más comunes de la música popular hispanoamericana. El octosílabo se usa en el romance tradicional, en las décimas, las coplas, los villancicos, los arruyos (canciones de cuna), etc. Algunos de los poemas de Versos sencillos han sido musicalizados. Un ejemplo conocido es el poema I, que se canta en forma de guajira en la famosa "Guantanamera". En México, el trovador Oscar Chávez ha puesto música al poema IX ("La niña de Guatemala"), y lo ha convertido en un huapango; un género musical tradicional mexicano. La forma estrófica más utilizada en los Versos sencillos es la cuarteta. El poema IX, consta de nueve cuartetas con rima cruzada (ABAB).
Además del lenguaje sencillo, la musicalidad, y el arraigo en las formas tradicionales, los poemas de los Versos sencillos, se caracterizan por el uso de símbolos y cromatismo, y por la importancia que tiene en ellos la naturaleza. Como en toda la obra de Martí, se percibe también en su poesía, a menudo, una preocupación ética. En el caso concreto del poema IX, lo ético se relaciona con el tema de la culpa.
domingo, 7 de septiembre de 2008
José Martí - La niña de Guatemala
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Versos Sencillos IX
Análisis de "La niña de Guatemala"
Análisis de La niña de Guatemala – por Ángel Rama (Asir – Revista de Literatura – Marzo/Abril 1953)
Recordemos, antes de leer el famoso poema IX de Versos Sencillos, conocido por “La niña de Guatemala”, que fue José Martí quien dijo: “La poesía debe tener la raíz en la tierra y base de hecho real”.
Efectivamente un hecho real motiva el poema, y a él se atiene su desarrollo que refiere un suceso ocurrido en Guatemala durante la permanencia de Martí en los años 1877 y 1878, y del que fue partícipe secundario. El hecho es conocido, y la trasposición poética que en él opera Martí respetuosa de sus términos generales, tal como han llegado a nosotros.
A poco de su arribo a Guatemala procedente de México donde se ha comprometido con la que más tarde será su esposa, Carmen Zayas Bazán, conoce Martí a María García Granados, la niña de Guatemala, segunda de las cinco hijas del general Miguel García Granados. Éste había sido presidente de la República y gozaba de gran predicamento oficial y popular. La familia del general lo recibe cordialmente, como a un integrante más, y para él, que amó y deseó siempre la vida hogareña, reemplaza a la familia suya dejada en México, también formada por numerosas mujeres.
Un vínculo sentimental se establece pronto entre María García Granados y Martí, “el profesor Torrente”, como le llamaban, de la Escuela Normal Central, quién contaba en esa fecha 24 años. La naturaleza del mismo y especialmente la actitud que correspondió a Martí, han quedado para nosotros en la penumbra. Sabemos lo que dice líricamente en dos composiciones poéticas que le dedicó en 1877; en ellas han visto sus biógrafos una notoria reticencia de sentimientos. Como si atraído amorosamente por La niña de Guatemala, le impidiera hablar, obedecer a esa atracción y responder al amor ofrecido, el recuerdo de Carmen Zayas Bazán.
Si pensamos en la situación de los dos actores de la historia, hay un primer desencuentro: dos actitudes de sentir diferentes aunque no opuestas, incapaces de concertarse mutuamente. Ambos impulsos se rozan, participan de instantes comunes, pero se esquivan porque, sea cual fuere el sentimiento de Martí, tienen distinta naturaleza y apuntan a distintos fines.
La peligrosa ambigüedad de este desencuentro alejó a Martí de la casa del general García Granados, y resuelta su situación económica, vuelve a México para casarse. De su partida sólo conocemos ciertamente lo que Martí nos cuenta en su poesía; la almohadilla de olor, el beso en la frente, el subir al mirador para verlo partir, aunque este hecho l coloca Mañach en el regreso del poeta.
Poco después de volver con su esposa ocurre la tragedia. El estado de melancolía y depresión de la joven se acentúa, enferma a consecuencia de un enfriamiento al bañarse en el río y muere. El funeral congrega a todo el pueblo guatemalteco y a él asiste Martí en compañía de Izaguirre y Palma.
De la trasmutación poética que Martí opera en el hecho real dijimos que es fiel a su verdad tal como la conocemos. Pero hay algún momento en que la exposición de los hechos está forzada por la interpretación que de los mismos realiza el autor.
Efectivamente, los hechos reales, viene a decirnos el poeta, son pasibles de doble interpretación: para todos o para una gran mayoría, la niña muere de frío; para él, que está en el secreto de sus acciones, muere de amor. He aquí el primer desequilibrio que vemos en el poema y no es el único. Porque si la poesía proviene de un hecho real, los hechos reales no tienen contextura, “no existen”, hasta el momento en que son interpretados y por lo tanto relacionados dentro de un sentido coherente que los supera. Y este sentido no procede ya del acaecer real –material, corpóreo, histórico- sino de un conjunto de lazos espirituales. Para existir, el hecho real se trasmuta en “hecho espiritual” e ingresa dentro de unas coordenadas espirituales. Eso hace Martí al afirmar: “yo sé que murió de amor”, y apenas dicho, la historia cobra un sentido superior. Para quienes no hagan una afirmación de esa índole, se tratará de un hecho físico, que por lo tanto se agota en sí mismo.
Es este el primer desencuentro que se opera en el poema y que representan los dos versos opuestos simétricamente:
Dicen que murió de frío:
Yo sé que murió de amor.
Aquí se enfrentan legítimamente la visión personal con que Martí expone el tema de la historia y la visión exterior y mayoritaria. Esta oposición es muy débil y la elección del lector cae fácilmente del lado de la visión subjetiva, porque lo que Martí enfrenta es la historia del entierro, que es la narración exterior y casi objetiva a la que corresponde el “dicen que murió de frío”, con la historia secreta del amor de la niña expresada en una serie de pequeños hechos sólo conocidos por él y que son reveladores de la afirmación: ella se murió de amor. Enfrenta la verdad secreta no con una versión diferente de los mismos hechos, sino con la narración del desenlace: el entierro. Lo que opone son dos tiempos sucesivos y el segundo no admite dobles interpretaciones, las admitiría en cambio el primero, pero de él sólo tenemos una visión parcial.
En un determinado momento, sin embargo, aparece un hecho que autoriza la legítima oposición de ambas versiones: se trata de la muerte de la niña. Pero Martí fuerza la exposición de los hechos y nos los ofrece de un modo ambiguo favorable a su interpretación subjetiva. Apresura vertiginosamente el proceso de su enfermedad y muerte, tanto que el lector no enterado de cómo ocurrió puede creerse en presencia de un suicidio, lo que robustecería, exteriormente, la sospecha de que ha muerto por amor.
Se entró de tarde en el río,
La sacó muerta el doctor:
No queda tiempo intermedio entre su enfriamiento en el río y su muerte, y el apresuramiento, que del punto de vista de la poesía es legítimo, tiende en este caso a alterar la verdad de los sucesos y presentarnos un suicidio. Por otra parte ese doctor colocado de improviso al final del verso parece restaurar la sucesión normal de los hechos, el relato objetivo que corresponde a la mayoría. Hay un verdadero disturbio en el sentido de estos dos versos que no se explica sólo el deseo de abreviar el desarrollo del cuento, ni por el deseo de sugerir la interpretación del suicidio, ni por respetar de algún modo la versión objetiva y mayoritaria del suceso, y en el cual debemos ver la consecuencia de un propósito artístico: la sujeción del tema a un tratamiento plástico, su transformación en un friso prerrafaelista como ha dicho Gabriela Mistral.
El paralelismo de las dos versiones se ha hecho presente aquí para romperse de inmediato con un desequilibrio que favorece la interpretación del poeta. En adelante esta creencia en la muerte por amor que desde el principio venía expresándose como versión subjetiva, se robustecerá, ganará la mayoría de los lectores, se objetivará poéticamente. Y al clausurarse el poema tendremos la convicción absoluta de la tragedia.
Nos queda, por último, otra alteración de los hechos reales, motivada por un silencio: el que guarda Martí acerca de los motivos de su conducta. En su poema n explica por qué, amando a la joven, se casa y vuelve con su esposa. Tenía poderosos motivos en su defensa y sin embargo ha preferido un silencio culpable. Se ha disminuido para elevar la figura de La niña de Guatemala, acreciendo la pureza y devoción de ese amor juvenil.
Recordemos, antes de leer el famoso poema IX de Versos Sencillos, conocido por “La niña de Guatemala”, que fue José Martí quien dijo: “La poesía debe tener la raíz en la tierra y base de hecho real”.
Efectivamente un hecho real motiva el poema, y a él se atiene su desarrollo que refiere un suceso ocurrido en Guatemala durante la permanencia de Martí en los años 1877 y 1878, y del que fue partícipe secundario. El hecho es conocido, y la trasposición poética que en él opera Martí respetuosa de sus términos generales, tal como han llegado a nosotros.
A poco de su arribo a Guatemala procedente de México donde se ha comprometido con la que más tarde será su esposa, Carmen Zayas Bazán, conoce Martí a María García Granados, la niña de Guatemala, segunda de las cinco hijas del general Miguel García Granados. Éste había sido presidente de la República y gozaba de gran predicamento oficial y popular. La familia del general lo recibe cordialmente, como a un integrante más, y para él, que amó y deseó siempre la vida hogareña, reemplaza a la familia suya dejada en México, también formada por numerosas mujeres.
Un vínculo sentimental se establece pronto entre María García Granados y Martí, “el profesor Torrente”, como le llamaban, de la Escuela Normal Central, quién contaba en esa fecha 24 años. La naturaleza del mismo y especialmente la actitud que correspondió a Martí, han quedado para nosotros en la penumbra. Sabemos lo que dice líricamente en dos composiciones poéticas que le dedicó en 1877; en ellas han visto sus biógrafos una notoria reticencia de sentimientos. Como si atraído amorosamente por La niña de Guatemala, le impidiera hablar, obedecer a esa atracción y responder al amor ofrecido, el recuerdo de Carmen Zayas Bazán.
Si pensamos en la situación de los dos actores de la historia, hay un primer desencuentro: dos actitudes de sentir diferentes aunque no opuestas, incapaces de concertarse mutuamente. Ambos impulsos se rozan, participan de instantes comunes, pero se esquivan porque, sea cual fuere el sentimiento de Martí, tienen distinta naturaleza y apuntan a distintos fines.
La peligrosa ambigüedad de este desencuentro alejó a Martí de la casa del general García Granados, y resuelta su situación económica, vuelve a México para casarse. De su partida sólo conocemos ciertamente lo que Martí nos cuenta en su poesía; la almohadilla de olor, el beso en la frente, el subir al mirador para verlo partir, aunque este hecho l coloca Mañach en el regreso del poeta.
Poco después de volver con su esposa ocurre la tragedia. El estado de melancolía y depresión de la joven se acentúa, enferma a consecuencia de un enfriamiento al bañarse en el río y muere. El funeral congrega a todo el pueblo guatemalteco y a él asiste Martí en compañía de Izaguirre y Palma.
De la trasmutación poética que Martí opera en el hecho real dijimos que es fiel a su verdad tal como la conocemos. Pero hay algún momento en que la exposición de los hechos está forzada por la interpretación que de los mismos realiza el autor.
Efectivamente, los hechos reales, viene a decirnos el poeta, son pasibles de doble interpretación: para todos o para una gran mayoría, la niña muere de frío; para él, que está en el secreto de sus acciones, muere de amor. He aquí el primer desequilibrio que vemos en el poema y no es el único. Porque si la poesía proviene de un hecho real, los hechos reales no tienen contextura, “no existen”, hasta el momento en que son interpretados y por lo tanto relacionados dentro de un sentido coherente que los supera. Y este sentido no procede ya del acaecer real –material, corpóreo, histórico- sino de un conjunto de lazos espirituales. Para existir, el hecho real se trasmuta en “hecho espiritual” e ingresa dentro de unas coordenadas espirituales. Eso hace Martí al afirmar: “yo sé que murió de amor”, y apenas dicho, la historia cobra un sentido superior. Para quienes no hagan una afirmación de esa índole, se tratará de un hecho físico, que por lo tanto se agota en sí mismo.
Es este el primer desencuentro que se opera en el poema y que representan los dos versos opuestos simétricamente:
Dicen que murió de frío:
Yo sé que murió de amor.
Aquí se enfrentan legítimamente la visión personal con que Martí expone el tema de la historia y la visión exterior y mayoritaria. Esta oposición es muy débil y la elección del lector cae fácilmente del lado de la visión subjetiva, porque lo que Martí enfrenta es la historia del entierro, que es la narración exterior y casi objetiva a la que corresponde el “dicen que murió de frío”, con la historia secreta del amor de la niña expresada en una serie de pequeños hechos sólo conocidos por él y que son reveladores de la afirmación: ella se murió de amor. Enfrenta la verdad secreta no con una versión diferente de los mismos hechos, sino con la narración del desenlace: el entierro. Lo que opone son dos tiempos sucesivos y el segundo no admite dobles interpretaciones, las admitiría en cambio el primero, pero de él sólo tenemos una visión parcial.
En un determinado momento, sin embargo, aparece un hecho que autoriza la legítima oposición de ambas versiones: se trata de la muerte de la niña. Pero Martí fuerza la exposición de los hechos y nos los ofrece de un modo ambiguo favorable a su interpretación subjetiva. Apresura vertiginosamente el proceso de su enfermedad y muerte, tanto que el lector no enterado de cómo ocurrió puede creerse en presencia de un suicidio, lo que robustecería, exteriormente, la sospecha de que ha muerto por amor.
Se entró de tarde en el río,
La sacó muerta el doctor:
No queda tiempo intermedio entre su enfriamiento en el río y su muerte, y el apresuramiento, que del punto de vista de la poesía es legítimo, tiende en este caso a alterar la verdad de los sucesos y presentarnos un suicidio. Por otra parte ese doctor colocado de improviso al final del verso parece restaurar la sucesión normal de los hechos, el relato objetivo que corresponde a la mayoría. Hay un verdadero disturbio en el sentido de estos dos versos que no se explica sólo el deseo de abreviar el desarrollo del cuento, ni por el deseo de sugerir la interpretación del suicidio, ni por respetar de algún modo la versión objetiva y mayoritaria del suceso, y en el cual debemos ver la consecuencia de un propósito artístico: la sujeción del tema a un tratamiento plástico, su transformación en un friso prerrafaelista como ha dicho Gabriela Mistral.
El paralelismo de las dos versiones se ha hecho presente aquí para romperse de inmediato con un desequilibrio que favorece la interpretación del poeta. En adelante esta creencia en la muerte por amor que desde el principio venía expresándose como versión subjetiva, se robustecerá, ganará la mayoría de los lectores, se objetivará poéticamente. Y al clausurarse el poema tendremos la convicción absoluta de la tragedia.
Nos queda, por último, otra alteración de los hechos reales, motivada por un silencio: el que guarda Martí acerca de los motivos de su conducta. En su poema n explica por qué, amando a la joven, se casa y vuelve con su esposa. Tenía poderosos motivos en su defensa y sin embargo ha preferido un silencio culpable. Se ha disminuido para elevar la figura de La niña de Guatemala, acreciendo la pureza y devoción de ese amor juvenil.
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viernes, 5 de septiembre de 2008
Claudia Amengual - Lo real y lo verosimil
Lo real y lo verosímil
Claudia Amengual
Si yo le cuento que entré al hotel y miles de mariposas amarillas se agitaron en el gran vestíbulo; y que bajo el Portal de los Dulces hay un hombre que redacta cartas de amor y desamor como lo hacía un personaje de El amor en los tiempos del cólera “que pasaba sus horas libres (...) ayudando a los enamorados implumes a escribir sus esquelas perfumadas”; si le cuento que las casas tienen la fachada colonial y colorida, los balcones están repletos de flores y alguna grieta que baja por las paredes como al descuido, pero no, y que apenas se traspasa el umbral hay patios que son selvas y que la humedad es tan grande allí que en el aire hay una lloviznita permanente y casi imperceptible que lo alivia a uno del calor de la calle; si le digo que en el Convento de la Popa hay una imagen de la Virgen de la Candelaria y que cada año se la baja del cerro, en procesión, ataviada con mantos lujosos que las señoras pudientes donan, y que la colección de esos trajes puede verse tras cristales como quien admira el ajuar de una princesa; y que para llegar al convento, hay que pasar por barrios con niños que no sueñan con mantos bordados, pero a los que les haría falta un par de zapatos, por ejemplo; y que las esmeraldas se ofrecen como si fueran vidrios de colores; y que una tarde inauguraron un monumento a Cervantes y a la mañana siguiente ya no podía escribir porque alguien había robado su pluma, y que pocas horas después ya la tenía de vuelta; y si le digo que hay un pájaro negro que se llama María Mulata y que anda bebiendo agua de las fuentes en las plazas y se pasea como un perrito por las calles con aires de dueña; y que en el Castillo de San Felipe de Barajas hay un laberinto sin luz y que un guía tuvo la ocurrencia de dejarme sola por unos segundos que fueron horas, y que, en lugar de disculparse, se reía como un niño después de una travesura; y que en el Museo de la Inquisición, entreveradas con potros, desgarradores y guillotinas hay pócimas de brujas con sus respectivas recetas, y que vi gente copiándolas con esmero quién sabe para usar cuándo y contra quién; y que las mujeres muestran lo que tienen con una sensualidad desbordante que a nadie sorprende, y los hombres piropean con gracia y no ofenden; y que en esos días era posible cruzarse con Carlos Fuentes, por nombrar a un grande, entrar a un restaurante, La vitrola, por ejemplo, y ver a Gabo sentado a una mesa rodeado de gente como una estrella de cine, firmando autógrafos o, simplemente, dejándose tocar, que era a lo que muchos aspiraban como si se tratase de la reliquia de algún santo, o el santo mismo. ¿Me cree usted si le cuento?
Aunque el escritor mexicano Jorge Volpi demuestra con su obra que no es necesario pertenecer a un lugar para escribir con una impronta local determinada, parece imposible no asociar la escritura de García Márquez con la realidad mágica de Cartagena. De esa aura se cubrió la ciudad hacia fines de marzo durante el IV Congreso Internacional de la Lengua Española. Se esperaban 2500 personas, pero se acreditaron más de 7000, y medio millar de periodistas de todas partes del mundo inundaron una sala de prensa que quedó demasiado pequeña. El homenaje a Gabriel García Márquez fue el punto más alto del evento. Escucharlo contar las peripecias del envío del primer manuscrito de Cien años de soledad (la mitad del manuscrito, debí decir; y, para ser más precisa, la segunda mitad, por equivocación), las piruetas de su esposa Mercedes para sobrevivir durante el año y medio en que él se encerró a escribir, la fe que ella siempre tuvo en él y en su trabajo, las bromas que durante todo el discurso intercambió con Fuentes, en fin, escucharlo fue dejarse hechizar una vez más por sus palabras, la sensación privilegiada de ser parte de un momento histórico.
En Cartagena de Indias, como en los textos de García Márquez, lo real no importa más que lo creíble, y adquieren trascendencia aquellas reglas de juego nunca escritas en las que se estipula que se ha de creer en los imposibles por la sencilla razón de que no es lo mismo real que verosímil. Así, durante una animada charla en el hotel Santa Teresa, a la que también asistieron el español Juan Cruz y los colombianos William Ospina y Óscar Collazos, a nadie sorprendió que el periodista colombiano Daniel Samper dijera que había visto a Gabo elevarse varios centímetros del suelo. Lo dijo al pasar, sin la menor intención de causar risas, y los allí presentes continuamos la conversación como si aquello que acabábamos de oír fuera lo más natural del mundo.
En estos días, el Presidente colombiano, Álvaro Uribe, ha declarado que iniciará nuevas acciones para rescatar a los secuestrados por las FARC, entre ellos, a la emblemática Ingrid Betancourt, ex candidata a la presidencia y que está desaparecida desde 2002. Nadie sabe qué sucederá, pero cada vez que surgen estos anuncios, y se agita la frágil convivencia, soplan vientos de miedo por lo que estas acciones puedan desencadenar. Los colombianos ya llevan varias generaciones padeciendo. Si vamos a los tiempos del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, allá por 1948, que ocasionó aquella enorme protesta popular, el sangriento Bogotazo, y nos enteramos de la vulnerabilidad de los campesinos tantas veces masacrados sin distinción de edad ni de sexo; si a eso agregamos el nefasto condimento del narcotráfico y la violencia que conlleva, en fin, si analizamos eso, sabremos algo más de Colombia, pero tendremos tan sólo una visión parcial de la realidad. Porque Colombia es víctima de esa historia, es cierto, y aún trabaja para sacudirse los lastres de muerte y sufrimiento, pero es también un pueblo pujante que no se resigna a ser la piedra en el zapato de este continente. Contaba el mismo Samper que en Bogotá, hace no mucho, un grafiti decía: “Nuestro país se derrumba; y nosotros de rumba”. No es la alegría despreocupada a la que se refiere el grafiti, sino a una particular forma de enfrentar los problemas, sin victimizarse, con coraje y memoria para no volver a cometer ésos u otros errores mientras se está en proceso de pacificación. Colombia es un país que se despereza, una esmeralda en bruto que ya va tallando sus facetas y encontrando bellos fulgores en el potencial de su gente, en la riqueza de su tierra. Por eso es tan importante que demuestren lo que pueden hacer cuando se lo proponen; el Congreso de la Lengua ha sido claro ejemplo de ello. Y los que vamos y vemos, regresamos a nuestros países y contamos lo que hemos visto: un país que quiere y puede.
En estos momentos, parece alejado de la realidad hablar de una Colombia sana, pero no es inverosímil creer que la paz y la prosperidad están en un futuro próximo. Para ello trabajan los colombianos de buena fe, la mayoría por cierto. Ésas son sus reglas de juego. Y yo les creo.
Claudia Amengual
Si yo le cuento que entré al hotel y miles de mariposas amarillas se agitaron en el gran vestíbulo; y que bajo el Portal de los Dulces hay un hombre que redacta cartas de amor y desamor como lo hacía un personaje de El amor en los tiempos del cólera “que pasaba sus horas libres (...) ayudando a los enamorados implumes a escribir sus esquelas perfumadas”; si le cuento que las casas tienen la fachada colonial y colorida, los balcones están repletos de flores y alguna grieta que baja por las paredes como al descuido, pero no, y que apenas se traspasa el umbral hay patios que son selvas y que la humedad es tan grande allí que en el aire hay una lloviznita permanente y casi imperceptible que lo alivia a uno del calor de la calle; si le digo que en el Convento de la Popa hay una imagen de la Virgen de la Candelaria y que cada año se la baja del cerro, en procesión, ataviada con mantos lujosos que las señoras pudientes donan, y que la colección de esos trajes puede verse tras cristales como quien admira el ajuar de una princesa; y que para llegar al convento, hay que pasar por barrios con niños que no sueñan con mantos bordados, pero a los que les haría falta un par de zapatos, por ejemplo; y que las esmeraldas se ofrecen como si fueran vidrios de colores; y que una tarde inauguraron un monumento a Cervantes y a la mañana siguiente ya no podía escribir porque alguien había robado su pluma, y que pocas horas después ya la tenía de vuelta; y si le digo que hay un pájaro negro que se llama María Mulata y que anda bebiendo agua de las fuentes en las plazas y se pasea como un perrito por las calles con aires de dueña; y que en el Castillo de San Felipe de Barajas hay un laberinto sin luz y que un guía tuvo la ocurrencia de dejarme sola por unos segundos que fueron horas, y que, en lugar de disculparse, se reía como un niño después de una travesura; y que en el Museo de la Inquisición, entreveradas con potros, desgarradores y guillotinas hay pócimas de brujas con sus respectivas recetas, y que vi gente copiándolas con esmero quién sabe para usar cuándo y contra quién; y que las mujeres muestran lo que tienen con una sensualidad desbordante que a nadie sorprende, y los hombres piropean con gracia y no ofenden; y que en esos días era posible cruzarse con Carlos Fuentes, por nombrar a un grande, entrar a un restaurante, La vitrola, por ejemplo, y ver a Gabo sentado a una mesa rodeado de gente como una estrella de cine, firmando autógrafos o, simplemente, dejándose tocar, que era a lo que muchos aspiraban como si se tratase de la reliquia de algún santo, o el santo mismo. ¿Me cree usted si le cuento?
Aunque el escritor mexicano Jorge Volpi demuestra con su obra que no es necesario pertenecer a un lugar para escribir con una impronta local determinada, parece imposible no asociar la escritura de García Márquez con la realidad mágica de Cartagena. De esa aura se cubrió la ciudad hacia fines de marzo durante el IV Congreso Internacional de la Lengua Española. Se esperaban 2500 personas, pero se acreditaron más de 7000, y medio millar de periodistas de todas partes del mundo inundaron una sala de prensa que quedó demasiado pequeña. El homenaje a Gabriel García Márquez fue el punto más alto del evento. Escucharlo contar las peripecias del envío del primer manuscrito de Cien años de soledad (la mitad del manuscrito, debí decir; y, para ser más precisa, la segunda mitad, por equivocación), las piruetas de su esposa Mercedes para sobrevivir durante el año y medio en que él se encerró a escribir, la fe que ella siempre tuvo en él y en su trabajo, las bromas que durante todo el discurso intercambió con Fuentes, en fin, escucharlo fue dejarse hechizar una vez más por sus palabras, la sensación privilegiada de ser parte de un momento histórico.
En Cartagena de Indias, como en los textos de García Márquez, lo real no importa más que lo creíble, y adquieren trascendencia aquellas reglas de juego nunca escritas en las que se estipula que se ha de creer en los imposibles por la sencilla razón de que no es lo mismo real que verosímil. Así, durante una animada charla en el hotel Santa Teresa, a la que también asistieron el español Juan Cruz y los colombianos William Ospina y Óscar Collazos, a nadie sorprendió que el periodista colombiano Daniel Samper dijera que había visto a Gabo elevarse varios centímetros del suelo. Lo dijo al pasar, sin la menor intención de causar risas, y los allí presentes continuamos la conversación como si aquello que acabábamos de oír fuera lo más natural del mundo.
En estos días, el Presidente colombiano, Álvaro Uribe, ha declarado que iniciará nuevas acciones para rescatar a los secuestrados por las FARC, entre ellos, a la emblemática Ingrid Betancourt, ex candidata a la presidencia y que está desaparecida desde 2002. Nadie sabe qué sucederá, pero cada vez que surgen estos anuncios, y se agita la frágil convivencia, soplan vientos de miedo por lo que estas acciones puedan desencadenar. Los colombianos ya llevan varias generaciones padeciendo. Si vamos a los tiempos del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, allá por 1948, que ocasionó aquella enorme protesta popular, el sangriento Bogotazo, y nos enteramos de la vulnerabilidad de los campesinos tantas veces masacrados sin distinción de edad ni de sexo; si a eso agregamos el nefasto condimento del narcotráfico y la violencia que conlleva, en fin, si analizamos eso, sabremos algo más de Colombia, pero tendremos tan sólo una visión parcial de la realidad. Porque Colombia es víctima de esa historia, es cierto, y aún trabaja para sacudirse los lastres de muerte y sufrimiento, pero es también un pueblo pujante que no se resigna a ser la piedra en el zapato de este continente. Contaba el mismo Samper que en Bogotá, hace no mucho, un grafiti decía: “Nuestro país se derrumba; y nosotros de rumba”. No es la alegría despreocupada a la que se refiere el grafiti, sino a una particular forma de enfrentar los problemas, sin victimizarse, con coraje y memoria para no volver a cometer ésos u otros errores mientras se está en proceso de pacificación. Colombia es un país que se despereza, una esmeralda en bruto que ya va tallando sus facetas y encontrando bellos fulgores en el potencial de su gente, en la riqueza de su tierra. Por eso es tan importante que demuestren lo que pueden hacer cuando se lo proponen; el Congreso de la Lengua ha sido claro ejemplo de ello. Y los que vamos y vemos, regresamos a nuestros países y contamos lo que hemos visto: un país que quiere y puede.
En estos momentos, parece alejado de la realidad hablar de una Colombia sana, pero no es inverosímil creer que la paz y la prosperidad están en un futuro próximo. Para ello trabajan los colombianos de buena fe, la mayoría por cierto. Ésas son sus reglas de juego. Y yo les creo.
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Lo real y lo verosimil
Claudia Amengual - Magnolia
Magnolia
A Xavier Oquendo, poeta, amigo en la risa
A cada uno le llega el día
de pronunciar el gran Sí o el gran
No.
KONSTANTINO KAVAFIS (1901)
Hay un mundo en el que algunos hombres caminan hacia atrás. Y en ese mundo hay una ciudad que se llama Magnolia y un parque circular dentro de esa ciudad. Todos en el parque, sin excepción, caminan hacia adelante. Y hay una gran calle en ese parque, que lo circunda de tal manera que si uno entra por la única verja y va hacia derecha o izquierda, al cabo de mil horas de paso ágil llega al punto desde donde partió. A esa calle le llaman el primer camino y tiene el amarillo triste del albero que recuerda el horror de las plazas de toros. La gente se cita para dar paseos mientras habla de la vida que se va y del pasado a cuestas. Otros trotan a su aire, ajenos al bullicio de las voces y los ecos de las almas que han quedado flotando en el ambiente mareadas de tanto girar. Algunas de ellas salieron para comprobar que ya no tenían cuerpo adonde ir y prefirieron volver a la eternidad segura de ese limbo circular donde nadie pide cuentas.
Algún paisajista maldito debió de diseñar este parque para vengarse de un amor frustrado o de una traición dolorosa que le arruinó las ganas de vivir. Y es de suponer que dedicó a tal fin lo más destilado de sus rencores, y consumió los días en perfeccionar la obra, sin sueño ni descanso. Es necesario mucho amor, o mucho odio, para construir algo tan endiabladamente bello. Solamente quien ha amado alguna vez y ha esperado la llamada que siempre llega tarde, quemando sus horas en una abulia triste que es casi como no ser, solo aquel sabe que en el amor se tocan la vida y la muerte. Solamente quien ha amado, sabe cuánto puede odiar. Por eso ya nadie discute si el parque es hijo del amor o del odio, porque, al final, termina siendo lo mismo.
El primer camino es una trampa. Quien empieza su recorrido hacia el poniente va envejeciendo a cada paso, en tanto, los que van hacia el alba, recuperan la juventud desvanecida. En algún punto, los caminantes se encuentran. Jamás se reconocen porque han perdido la noción del tiempo y son demasiado viejos o demasiado niños como para distinguir a los que vienen en sentido contrario. Lo que estos caminantes ignoran es que ya sea hacia un lado o hacia el otro, el primer camino conduce a la nada. Los que van hacia el poniente devoran las horas de vida con una velocidad insólita y acaban tendiéndose extenuados, las articulaciones vueltas nudos, arrugada la piel, la boca seca. La muerte les llega en silencio, sin una queja y los cuerpos retorcidos se transforman en olivos que coronan el camino a ambos lados. Los que van hacia el alba atraviesan la ternura de la infancia sin plena conciencia del futuro blanco que les espera, y apenas caen al suelo, sin fuerzas en las piernas para caminar, la piel también arrugada, pero rosa, la boca húmeda de balbuceos incomprensibles, es poco después, decía, que desaparecen en la nada de la que alguna vez vinieron.
Lo cierto es que el primer camino está rodeado por una reja de dibujo amplio, con espacios tan grandes entre sus firuletes que dos hombres peleando podrían pasar por ellos. Pero, aun así, a nadie se le ocurre ingresar al parque por otro lado que no sea la verja principal, y el guarda vestido de impecable azul duerme en su caseta un sueño tan apacible que muchos creen que es una pieza de adorno y pasan a su lado sin ver que, cada tanto, los ojos se agitan bajo los párpados cerrados. Del otro lado, acompaña el camino un sendero ancho, donde hay un césped que nadie corta porque crece solo hacia los lados y teje una maraña espesa de hilos verdes que se detienen justo al llegar al camino. No hay cartel que lo indique, pero a nadie se le ocurre pisar este césped, ni tenderse en su frescor después del rocío para adivinar las formas de las nubes.
Al otro lado del sendero, hay un segundo camino, que acompaña la forma de los otros y que, por lo tanto, constituye un círculo más pequeño que el primero, pero igualmente enorme, tan grande que un barrio mediano de la ciudad cabría en el área que encierra. Nadie sabe cómo se accede a él porque lo rodea el sendero del césped que no se pisa. Persiste, por lo tanto, el enigma de saber cómo llegan a sus pedregullos los hombres y mujeres que andan en puntillas para no hacer ruido. Algún observador desprevenido anotó una vez que tal actitud era por no lastimarse los pies, y bastó con que los hombres y mujeres apoyaran sus plantas descalzas y caminaran con fuerza durante unos segundos, para que el ruido atronador de las piedras quebrándose hiciera enloquecer al hombre que desde ese día también va en puntillas y sin zapatos por miedo a ser diferente.
En el parque nunca llueve, pero tampoco hay sol. Una nube ambarina lo cubre de día y se abre en las noches para que entre de lleno la luna a bañar las flores. Estas flores frías, regadas con luz de plata, cubren una franja interior al segundo camino, una franja estrecha que podría abarcarse con los dos brazos extendidos, abiertos en cruz. Pero hay algo inexplicable en la belleza glacial de las flores de luna: quien las mira se congela en un éxtasis que le impide ver al otro lado. Y es común encontrarse a un hombre en puntillas adorando una flor con la mirada ausente sin la menor curiosidad por saber qué mundo gira en el círculo inmediato.
En el círculo inmediato hay un camino azul donde un hombre y una mujer se citan a toda hora, a cada minuto desde que existe el tiempo y hasta que ya no exista. Él está en un extremo del sendero y Ella en el opuesto, separados por un ángulo de perfectos ciento ochenta grados que nunca se altera porque los dos caminan al mismo paso. Da pena verlos buscarse, alimentar la esperanza de que en cualquier momento algo sucederá, un mínimo cambio que tuerza las circunstancias y que, por fin, después de tanto, de siempre, puedan fundirse en un abrazo. Él jadea desesperado cada vez que el viento le trae los olores del cuerpo de Ella; y Ella cierra los ojos sin dormir, a ver si en sueños logra alcanzarlo. Y así se les van las horas, con una frustración inmensa anegando el pensamiento. Bastaría un apurar Él, un enlentecer Ella, un detenerse en un punto, para que el encuentro fuera cuestión de segundos. Pero no lo saben y esperan que algún temblor divino altere la aparente inmutabilidad de las cosas. Mientras tanto se desean y caminan.
Un foso corre por dentro del tercer camino. Tiene agua hasta los bordes y, a falta de lluvia, es posible que se alimente de napas que vienen directamente de las entrañas ardientes de la tierra. Por eso es agua caliente, tan caliente que cualquiera que cayera en ella moriría al instante. Como mueren los pájaros que vienen a beber y quedan flotando con las alas quemadas. Por la noche, los ojos de los pájaros brillan y el foso se cuaja de estrellas. Al otro lado del foso está el cuarto camino que coincide con el centro del parque. Es tan rico en formas y colores, sonidos y perfumes que harían falta todos los libros para contenerlo. En este cuarto camino hay personas, animales, fábricas y selvas. También bosques y desiertos. Se hace el amor tanto como la guerra; la gente nace y muere con naturalidad. Casi todos sufren la conciencia implacable del paso del tiempo. Quizá por eso andan tan apurados, pero si uno les pregunta adónde van, no están muy seguros. Solo saben que caminan hacia una muerte segura. A eso, algunos le llaman Vida.
***
Mañana iré a Magnolia y no venceré la tentación de entrar al parque. Lo sé porque está predestinado, lo llevo marcado en la frente desde que nací. Todos sabemos que algún día habrá que tomar la decisión. Sé de algunos que no se han animado y permanecen fuera del parque engañados por la mentira atroz que se han inventado para justificar la incapacidad de atravesar sus miedos. He vivido todos estos años solo para ese momento en que cruce la verja y el parque me trague con sus fauces alucinantes y ya no pueda volver. Me pregunto si una vez dentro, recordaré lo que ahora sé: que hay cuatro caminos, que uno conduce a la nada, que no hay que acercarse al foso de los pájaros muertos, ni congelarse en la contemplación de las flores de luna, que no me lastimará ser diferente si apoyo la planta plena, que puedo vencer las distancias perennes de ciento ochenta grados con un mínimo cambio en mi ritmo de andar. Me pregunto si llegaré al cuarto camino, si seré persona y haré el amor y la guerra con la misma locura desatada; si el tiempo me acosará con su despotismo, si llamaré Vida a esa carrera desbocada tragando todo a mi paso, amontonando cosas con la ilusión estúpida de ser yo solo por tenerlas. Si creeré, por fin, la mentira más terrible con la que se engañan los hombres que viven afuera. Esa leyenda falsa según la cual el único que se salva es el que camina para atrás.
Cuento inédito
A Xavier Oquendo, poeta, amigo en la risa
A cada uno le llega el día
de pronunciar el gran Sí o el gran
No.
KONSTANTINO KAVAFIS (1901)
Hay un mundo en el que algunos hombres caminan hacia atrás. Y en ese mundo hay una ciudad que se llama Magnolia y un parque circular dentro de esa ciudad. Todos en el parque, sin excepción, caminan hacia adelante. Y hay una gran calle en ese parque, que lo circunda de tal manera que si uno entra por la única verja y va hacia derecha o izquierda, al cabo de mil horas de paso ágil llega al punto desde donde partió. A esa calle le llaman el primer camino y tiene el amarillo triste del albero que recuerda el horror de las plazas de toros. La gente se cita para dar paseos mientras habla de la vida que se va y del pasado a cuestas. Otros trotan a su aire, ajenos al bullicio de las voces y los ecos de las almas que han quedado flotando en el ambiente mareadas de tanto girar. Algunas de ellas salieron para comprobar que ya no tenían cuerpo adonde ir y prefirieron volver a la eternidad segura de ese limbo circular donde nadie pide cuentas.
Algún paisajista maldito debió de diseñar este parque para vengarse de un amor frustrado o de una traición dolorosa que le arruinó las ganas de vivir. Y es de suponer que dedicó a tal fin lo más destilado de sus rencores, y consumió los días en perfeccionar la obra, sin sueño ni descanso. Es necesario mucho amor, o mucho odio, para construir algo tan endiabladamente bello. Solamente quien ha amado alguna vez y ha esperado la llamada que siempre llega tarde, quemando sus horas en una abulia triste que es casi como no ser, solo aquel sabe que en el amor se tocan la vida y la muerte. Solamente quien ha amado, sabe cuánto puede odiar. Por eso ya nadie discute si el parque es hijo del amor o del odio, porque, al final, termina siendo lo mismo.
El primer camino es una trampa. Quien empieza su recorrido hacia el poniente va envejeciendo a cada paso, en tanto, los que van hacia el alba, recuperan la juventud desvanecida. En algún punto, los caminantes se encuentran. Jamás se reconocen porque han perdido la noción del tiempo y son demasiado viejos o demasiado niños como para distinguir a los que vienen en sentido contrario. Lo que estos caminantes ignoran es que ya sea hacia un lado o hacia el otro, el primer camino conduce a la nada. Los que van hacia el poniente devoran las horas de vida con una velocidad insólita y acaban tendiéndose extenuados, las articulaciones vueltas nudos, arrugada la piel, la boca seca. La muerte les llega en silencio, sin una queja y los cuerpos retorcidos se transforman en olivos que coronan el camino a ambos lados. Los que van hacia el alba atraviesan la ternura de la infancia sin plena conciencia del futuro blanco que les espera, y apenas caen al suelo, sin fuerzas en las piernas para caminar, la piel también arrugada, pero rosa, la boca húmeda de balbuceos incomprensibles, es poco después, decía, que desaparecen en la nada de la que alguna vez vinieron.
Lo cierto es que el primer camino está rodeado por una reja de dibujo amplio, con espacios tan grandes entre sus firuletes que dos hombres peleando podrían pasar por ellos. Pero, aun así, a nadie se le ocurre ingresar al parque por otro lado que no sea la verja principal, y el guarda vestido de impecable azul duerme en su caseta un sueño tan apacible que muchos creen que es una pieza de adorno y pasan a su lado sin ver que, cada tanto, los ojos se agitan bajo los párpados cerrados. Del otro lado, acompaña el camino un sendero ancho, donde hay un césped que nadie corta porque crece solo hacia los lados y teje una maraña espesa de hilos verdes que se detienen justo al llegar al camino. No hay cartel que lo indique, pero a nadie se le ocurre pisar este césped, ni tenderse en su frescor después del rocío para adivinar las formas de las nubes.
Al otro lado del sendero, hay un segundo camino, que acompaña la forma de los otros y que, por lo tanto, constituye un círculo más pequeño que el primero, pero igualmente enorme, tan grande que un barrio mediano de la ciudad cabría en el área que encierra. Nadie sabe cómo se accede a él porque lo rodea el sendero del césped que no se pisa. Persiste, por lo tanto, el enigma de saber cómo llegan a sus pedregullos los hombres y mujeres que andan en puntillas para no hacer ruido. Algún observador desprevenido anotó una vez que tal actitud era por no lastimarse los pies, y bastó con que los hombres y mujeres apoyaran sus plantas descalzas y caminaran con fuerza durante unos segundos, para que el ruido atronador de las piedras quebrándose hiciera enloquecer al hombre que desde ese día también va en puntillas y sin zapatos por miedo a ser diferente.
En el parque nunca llueve, pero tampoco hay sol. Una nube ambarina lo cubre de día y se abre en las noches para que entre de lleno la luna a bañar las flores. Estas flores frías, regadas con luz de plata, cubren una franja interior al segundo camino, una franja estrecha que podría abarcarse con los dos brazos extendidos, abiertos en cruz. Pero hay algo inexplicable en la belleza glacial de las flores de luna: quien las mira se congela en un éxtasis que le impide ver al otro lado. Y es común encontrarse a un hombre en puntillas adorando una flor con la mirada ausente sin la menor curiosidad por saber qué mundo gira en el círculo inmediato.
En el círculo inmediato hay un camino azul donde un hombre y una mujer se citan a toda hora, a cada minuto desde que existe el tiempo y hasta que ya no exista. Él está en un extremo del sendero y Ella en el opuesto, separados por un ángulo de perfectos ciento ochenta grados que nunca se altera porque los dos caminan al mismo paso. Da pena verlos buscarse, alimentar la esperanza de que en cualquier momento algo sucederá, un mínimo cambio que tuerza las circunstancias y que, por fin, después de tanto, de siempre, puedan fundirse en un abrazo. Él jadea desesperado cada vez que el viento le trae los olores del cuerpo de Ella; y Ella cierra los ojos sin dormir, a ver si en sueños logra alcanzarlo. Y así se les van las horas, con una frustración inmensa anegando el pensamiento. Bastaría un apurar Él, un enlentecer Ella, un detenerse en un punto, para que el encuentro fuera cuestión de segundos. Pero no lo saben y esperan que algún temblor divino altere la aparente inmutabilidad de las cosas. Mientras tanto se desean y caminan.
Un foso corre por dentro del tercer camino. Tiene agua hasta los bordes y, a falta de lluvia, es posible que se alimente de napas que vienen directamente de las entrañas ardientes de la tierra. Por eso es agua caliente, tan caliente que cualquiera que cayera en ella moriría al instante. Como mueren los pájaros que vienen a beber y quedan flotando con las alas quemadas. Por la noche, los ojos de los pájaros brillan y el foso se cuaja de estrellas. Al otro lado del foso está el cuarto camino que coincide con el centro del parque. Es tan rico en formas y colores, sonidos y perfumes que harían falta todos los libros para contenerlo. En este cuarto camino hay personas, animales, fábricas y selvas. También bosques y desiertos. Se hace el amor tanto como la guerra; la gente nace y muere con naturalidad. Casi todos sufren la conciencia implacable del paso del tiempo. Quizá por eso andan tan apurados, pero si uno les pregunta adónde van, no están muy seguros. Solo saben que caminan hacia una muerte segura. A eso, algunos le llaman Vida.
***
Mañana iré a Magnolia y no venceré la tentación de entrar al parque. Lo sé porque está predestinado, lo llevo marcado en la frente desde que nací. Todos sabemos que algún día habrá que tomar la decisión. Sé de algunos que no se han animado y permanecen fuera del parque engañados por la mentira atroz que se han inventado para justificar la incapacidad de atravesar sus miedos. He vivido todos estos años solo para ese momento en que cruce la verja y el parque me trague con sus fauces alucinantes y ya no pueda volver. Me pregunto si una vez dentro, recordaré lo que ahora sé: que hay cuatro caminos, que uno conduce a la nada, que no hay que acercarse al foso de los pájaros muertos, ni congelarse en la contemplación de las flores de luna, que no me lastimará ser diferente si apoyo la planta plena, que puedo vencer las distancias perennes de ciento ochenta grados con un mínimo cambio en mi ritmo de andar. Me pregunto si llegaré al cuarto camino, si seré persona y haré el amor y la guerra con la misma locura desatada; si el tiempo me acosará con su despotismo, si llamaré Vida a esa carrera desbocada tragando todo a mi paso, amontonando cosas con la ilusión estúpida de ser yo solo por tenerlas. Si creeré, por fin, la mentira más terrible con la que se engañan los hombres que viven afuera. Esa leyenda falsa según la cual el único que se salva es el que camina para atrás.
Cuento inédito