Macbeth
Acto I
ESCENA VII
Galería en
el castillo de Macbeth
MACBETH
Y LADY MACBETH
MACBETH. - ¡Si bastara hacerlo... pronto
quedaba terminado! ¡Si con dar el golpe, se atajaran las consecuencias, y el
éxito fuera seguro... yo me lanzaría de cabeta desde el escollo de la duda al
mar de una existencia nueva. ¿Pero cómo hacer callar a la razón que incesante
nos recuerda sus máximas importunas, máximas que en la infancia aprendió y que
luego son tortura del maestro? La implacable justicia nos hace apurar hasta las
heces la copa de nuestro propio veneno. Yo debo doble fidelidad al rey Duncan.
Primero, por pariente y vasallo. Segundo, porque le doy hospitalidad en mi
castillo, y estoy obligado a defenderle de extraños enemigos, en vez de empuñar
yo el hierro homicida. Además, es tan buen rey, tan justo y clemente, que los
ángeles de su guarda irán pregonando eterna maldición contra su asesino. La
compasión, niño recién nacido, querubin desnudo, irá cabalgando en las
invisibles alas del viento, para anunciar el crimen a los hombres, y el llanto
y agudo clamor de los pueblos sobrepujará a la voz de los roncos vendavales. La
ambición me impele a escalar la cima, ¿pero rodaré por la pendiente opuesta? (A
Lady Macbeth). ¿Qué sucede?
LADY MACBETH. - La cena está acabada. ¿Por qué
te retiraste tan pronto de la sala del banquete?
MACBETH. - ¿Me has llamado?
LADY MACBETH. - ¿No lo sabes?
MACBETH. - Tenemos que renunciar a ese
horrible propósito. Las mercedes del Rey han llovido sobre mí. Las gentes me
aclaman honrado y vencedor. Hoy he visto los arreos de la gloria, y no debo
mancharlos tan pronto.
LADY MACBETH. - ¿Qué ha sido de la esperanza que
te alentaba? ¿Por ventura ha caído en embriaguez o en sueño? ¿O está despierta,
y mira con estúpidos y pasmados ojos lo que antes contemplaba con tanta
arrogancia? ¿Es ese el amor que me mostrabas? ¿No quieres que tus obras igualen
a tus pensamientos y deseos? ¿Pasarás por cobarde a tus propios ojos, diciendo
primero: «lo haría» y luego «me falta valor»? Acuérdate de la fábula del gato.
MACBETH. - ¡Calla, por el infierno! Me
atrevo a hacer lo que cualquiera otro hombre haría, pero esto no es humano.
LADY MACBETH. - ¿Pues es alguna fiera la que te
lo propuso? ¿No eras hombre, cuando te atrevías, y buscabas tiempo y lugar
oportunos? ¡Y ahora que ellos mismos se te presentan, tiemblas y desfalleces!
Yo he dado de mamar a mis hijos, y se cómo se les ama; pues bien, si yo faltara
a un juramento como tú has faltado, arrancaría el pecho de las encías de mi
hijo cuando mis risueño me mirara, y le estrellaría los sesos contra la tierra.
MACBETH. - ¿Y si se frustra nuestro plan?
LADY MACBETH. - ¡Imposible, si aprietas los
tornillos de tu valor! Duncan viene cansado del largo viaje, y se dormirá: yo
embriagaré a sus dos servidores, de modo que se anuble en ellos la memoria y se
reduzca a humo el juicio. Quedarán en sueño tan prolundo como si fuesen
cadáveres. ¿Quién nos impide dar muerte a Duncan, y atribuir el crimen a sus
embriagados compañeros?
MACBETH. - Tú no debías concebir ni dar a
luz más que varones. Mancharemos de sangre a los dos guardas ébrios, y
asesinaremos a Duncan con sus puñales.
LADY MACBETH. - ¿Y quién no creerá que ellos
fueron los matadores, cuando oiga nuestras lamentaciones y clamoreo después de
su muerte?
MACBETH. - Estoy resuelto. Todas mis facultades se concentran en este solo
objeto. Oculte, con traidora máscara, nuestro semblante lo que maquina el alma.
Acto II
ESCENA
II
LADY
MACBETH Y MACBETH
LADY
MACBETH. - La
embriaguez en que han caído me da alientos. ¡Silencio! Es el chillido del búho,
severo centinela de la noche. Abiertas están las puertas. La pócima que
administré a los guardas los tiene entre la vida y la muerte.
MACBETH. - (Dentro). ¿Quién es?
LADY
MACBETH. - Temo que
se despierten, antes que esté consumado el crimen, y sea peor el amago que el
golpe... Yo misma afilé los puñales... Si su sueño no se hubiera parecido al de
mi padre, yo misma le hubiera dado muerte. Pero aquí está mi marido...
MACBETH. - Ya está cumplido. ¿Has sentido
algún rumor?
LADY
MACBETH. - No más
que el canto del grillo y el chillido del búho. ¿Hablaste algo?
MACBETH. - ¿Cuándo?
LADY
MACBETH. - Ahora.
MACBETH. - ¿Cuando bajé?
LADY
MACBETH. - Sí.
MACBETH. - ¿Quién está en el segundo
aposento?
LADY
MACBETH. -
Donalbain.
MACBETH. - ¡ Qué horror!
LADY
MACBETH. - ¡Qué
necedad! ¿Por qué te parece horrible?
MACBETH. - El uno se sonreía en sueños, el
otro se despertó y me llamó: ¡asesino! Los miré fijo y con estupor; después
rezaron y se quedaron dormidos.
LADY
MACBETH. - Como una
piedra.
MACBETH. - El uno dijo: «Dios nos bendiga»,
y el otro: «Amén». Yo no pude repetirlo.
LADY
MACBETH. - Calma
ese terror.
MACBETH. - ¿Por qué no pude responder
«Amén»? Yo necesitaba bendición, pero la lengua se me pegó al paladar.
LADY
MACBETH. - Si das
en esas cavilaciones, perderás el juicio.
MACBETH. - Creí escuchar una voz que me
decía: «Macbeth, tú no puedes dormir, porque has asesinado al sueño». ¡Perder
el sueño, que desteje la intrincada trama del dolor, el sueño, descanso de toda
fatiga: alimento el más dulce que se sirve a la mesa de la vida.
LADY
MACBETH. - ¿Por qué
esa agitación?
MACBETH. - Aquella voz me decía alto, muy
alto: «Glamis ha matado al sueño; por eso no dormirá Cáudor, ni tampoco
Macbeth».
LADY
MACBETH. - ¿Pero
qué voz era esa? ¡Esposo mío! no te domine así el torpe miedo, ni ofusque el
brillo de tu razón. Lava en el agua la mancha de sangre de tus manos. ¿Por qué
quitas de su lugar las dagas? Bien están ahí. Vete y ensucia con sangre los
centinelas.
MACBETH. - No me atrevo a volver ni a
contemplar lo que hice.
LADY
MACBETH. -
¡Cobarde! Dame esas degas. Están como muertos. Parecen estatuas. Eres como el
niño a quien asusta la figura del diablo. Yo mancharé de sangre la cara
de esos guardas.
(Suenan
golpes)
MACBETH. - ¿Quién va? El más leve rumor me
horroriza. ¿Qué manos son las que se levantan, para arrancar mis ojos de sus
órbitas? No bastaría todo el Océano para lavar la sangre de mis dedos. Ellos
bastarían para enrojecerle y mancharle.
LADY
MACBETH. - También
mis manos están rojas, pero mi alma no desfallece como la tuya. Llaman a la
puerta del Mediodía. Lavémonos, para evitar toda sospecha. Tu valor se ha
agotado en el primer ímpetu. Oye... Siguen llamando... Ponte el traje de noche.
No vean que estamos en vela. No te pierdas en vanas meditaciones.
MACBETH. - ¡Oh, si la memoria y el
pensamiento se extinguiesen en mí, para no recordar lo que hice!
(Siguen los golpes)
ACTO IV
ESCENA PRIMERA
El
antro de las brujas. En media de una caldera hirviendo. Noche de tempestad
BRUJAS,
HÉCATE, MACBETH, VARIAS BRUJAS Y LÉNNOX
BRUJA
1.ª. - Tres veces
ha mayado el gato.
BRUJA
2.ª. - Tres veces
se ha lamentado el erizo.
BRUJA
3.ª. - La arpia ha
dado la señal de comentar el encanto.
BRUJA
1.ª. - Demos
vueltas alrededor de la caldera, y echemos en ella las hediondas entrañas del
sapo que dormía en las frías piedras y que por espacio de un mes ha estado
destilando su veneno.
Todas
las brujas. -
Aumente el trabajo: crezca la labor: hierva la caldera.
BRUJA
3.ª. - Lancemos en
ella la piel de la víbora, la lana del murciélago amigo de las tinieblas, la
lengua del perro, el dardo del escorpión, ojos de lagarto, músculos de rana,
alas de lechuza... Hierva todo esto, obedeciendo al infernal conjuro.
Brujas. - Aumente el trabajo: crezca la
labor: hierva la caldera.
BRUJA
3.ª. - Entren en
ella colmillos de lobo, escamas de serpiente, la abrasada garganta del tiburón,
el brazo de un sacrílego judío, la nariz de un turco, los labios de un tártaro,
el hígado de un macho cabrío, la raíz de la cicuta, las hojas del abeto
iluminadas por el tibio resplandor de la luna, el dedo de un niño arrojado por
su infanticida madre al pozo... Unamos a todo esto las entrañas de un tigre
salvaje.
Todas
las brujas. -
Aumente el trabajo: crezca la labor: hierva la caldera.
BRUJA
2.ª. - Para
aumentar la fuerza del hechizo, humedecedlo todo con sangre de mono.
HÉCATE. - Alabanza merece vuestro trabajo;
y yo le remuneraré. Danzad en torno de la caldera, para que quede consumado el
encanto.
BRUJA
2.ª. - Ya me pican
los dedos: indicio de que el traidor Macbeth se aproxima. Abríos ante él,
puertas.
MACBETH. - Misteriosas y astutas
bechiceras, ¿en qué os ocupáis?
Las
brujas. - En un
maravilloso conjuro.
MACBETH. - En nombre de vuestra ciencia os
conjuro. Aunque la tempestad se desate contra los templos, y rompa el mar sus
barreras para inundar la tierra, y el huracán arranque de cuajo las espigas, y
derribe alcázares y torres; aunque el mundo todo perezca y se confunda,
responded a mis interrogaciones.
BRUJA
1.ª. - Habla.
BRUJA
2.ª. - Pregúntanos.
BRUJA
3.ª. - A todo te
responderemos.
BRUJA
1.ª. - ¿Quieres que
hablemos nosotras o que contesten los genios, señores nuestros?
MACBETH. - Invocad a los genios, para que
yo los vea.
BRUJA
1.ª. - Verted la
sangre del cerdo: avivad la llama con grasa resudada del patíbulo.
Las
brujas. - Acudid a
mi voz, genios buenos y malos. Haced ostentación de vuestro arte.
(En
medio de la tempestad, aparece una sombra, armada, con casco)
MACBETH. - Respóndeme, misterioso genio.
BRUJA
1.ª. - Él adivinará
tu pensamiento. Óyele y no le hables.
LA
SOMBRA. - Recela tú
de Macduff, recela de Macduff. Adiós... Dejadme.
MACBETH. - No sé quién eres, pero seguiré
tu consejo, porque has sabido herir la cuerda de mi temor. Oye otra pregunta.
BRUJA
2.ª. - No te
responderá, pero ahora viene otra sombra.
(Aparece
la sombra de un niño cubierto de sangre)
LA
SOMBRA. - Macbeth,
Macbeth, Macbeth.
MACBETH. - Aplico tres oídos para
escucharte.
LA
SOMBRA. - Si eres
cruel, implacable y sin entrañas, ninguno de los humanos podrá vencerte.
MACBETH. - Entonces ¿por qué he de temer a
Macduff?... Puede vivir seguro... Pero no... es más seguro que perezca, para
tener esta nueva prenda contra el hado... No le dejaré vivir; desmentiré así a
los espectros que finge el miedo, y me dormiré al arrullo de los truenos.
(La
sombra de un niño, con corona y una rama de árbol en la mano)
¿Quién
es ese niño que se ciñe altanero la corona real?
Brujas. - Óyele en silencio.
LA
SOMBRA. - Sé fuerte
como el león; no desmaye un punto tu audacia; no cedas ante los enemigos. Serás
invencible, hasta que venga contra ti la selva de Birnam, y cubra con sus ramas
a Dunsmania.
MACBETH. - ¡Eso es imposible! ¿Quién puede
mover de su lugar los árboles y ponerlos en camino? Favorables son los
presagios. ¡Sedición, no alces la cabeza, hasta que la selva de Birnam se
mueva! Ya estoy libre de todo peligro que no sea el de pagar en su día la deuda
que todos tenemos con la muerte. Pero decidme, si es que vuestro saber penetra
tanto: ¿reinarán los hijos de Banquo?
Las
brujas. - Nunca
podrás averiguarlo.
MACBETH. - Decídmelo. Os conjuro de nuevo y
os maldeciré, si no me lo reveláis. Pero ¿por qué cae en tierra la caldera?...
¿Qué ruido siento?
Las
brujas. - Mira.
¡Sombras, pasad rápidas, atormentando su corazón y sus oídos!
(Pasan
ocho reyes, el último de ellos con un espejo en la mano. Después la sombra de
Banquo)
MACBETH. - ¡Cómo te asemejas a Banquo!...
Apártate de mí... Tu corona quema mis ojos... Y todos pasáis coronados... ¿Por
qué tal espectáculo, malditas viejas?... También el tercero... Y el cuarto...
¡Saltad de vuestras órbitas, ojos míos!... ¿Cuándo, cuándo dejaréis de
pasar?... Aún viene otro... el séptimo... ¿Por qué no me vuelvo ciego?... Y
luego el octavo... Y trae un espejo, en que me muestra otros tantos reyes, y
algunos con doble corona y triple cetro... Espantosa visión... Ahora lo
entiendo todo... Banquo, pálido por la reciente herida, me dice sonriéndose que
son de su raza esos monarcas... Decidme, ¿es verdad lo que miro?
Las
brujas. - Verdad
es, pero ¿a qué tu espanto?... Venid, alegraos, ya se pierde en los aires el
canto del conjuro; gozad en misteriosa danza; hagamos al Rey el debido
homenaje.
(Danzan
y desaparecen)
MACBETH. - ¿Por dónde han huido?...
¡Maldita sea la hora presente!
LÉNNOX. - ¿Qué hay?
MACBETH. - ¿No has visto a las brujas?
LÉNNOX. - No.
MACBETH. - ¿No han pasado por donde tú
estabas de guardia?
LÉNNOX. - No.
MACBETH. - ¡Maldito sea el aire que las
lleva! ¡Maldito quien de ellas se fía! Siento ruido de caballos; ¿quiénes son?
LÉNNOX. - Mensajeros que traen la noticia
de que Macduff huye a Inglaterra.
MACBETH. - ¿A Inglaterra?
LÉNNOX. - Así dicen.
MACBETH. - El tiempo se me adelanta. la ejecución debe
seguir al propósito, el acto al pensamiento. Necesito entrar en Fife, y
degollar a Macduff, a su mujer y a sus hijos y a toda su parentela... Y hacerlo
pronto, no sea que el propósito se frustre, y quede en vana amenaza. Basta de
agüeros y sombras.
ACTO V
ESCENA PRIMERA
Castillo
de Dunsinania
UN
MÉDICO, UNA DAMA Y LADY MACBETH
EL
MÉDICO. - Aunque
hemos permanecido dos noches en vela, nada he visto que confirme vuestros
temores. ¿Cuándo la visteis levantarse por última vez?
LA
DAMA. - Después que
el Rey se fue a la guerra, la he visto muchas veces levantarse, vestirse,
sentarse a su mesa, tomar papel, escribir una carta, cerrarla, sellarla, y
luego volver a acostarse: todo ello dormida.
EL
MÉDICO. - Grave
trastorno de su razón arguye el ejecutar en sueños los actos de la vida. ¿Y
recuerdas que haya dicho alguna palabra?
LA
DAMA. - Si, pero
nunca las repetiré.
EL
MÉDICO. - A mí
puedes decírmelas.
LA
DAMA. - Ni a ti, ni
a nadie, porque no podría yo presenter testigos en apoyo de mi relato.
(Entra
Lady Macbeth, sonámbula, y con una luz en la mano)
Aquí
está, como suele, y dormida del todo. Acércate y repara.
EL
MÉDICO. - ¿Dónde
tomó esa luz?
LA
DAMA. - La tiene
siempre junto a su lecho. Así lo ha mandado.
EL
MÉDICO. - Tiene los
ojos abiertos.
LA
DAMA. - Pero no ve.
EL
MÉDICO. - Mira cómo
se retuerce las manos.
LA
DAMA. - Es su
ademán más frecuente. Hace como quien se las lava.
LADY
MACBETH. - Todavía
están manchadas.
EL
MÉDICO. - Oiré
cuanto hable, y no lo borraré de la memoria.
LADY
MACBETH. - ¡Lejos
de mí esta horrible mancha!... Ya es la una... Las dos... Ya es hora... Qué
triste está el infierno... ¡Vergüenza para ti, marido mío!... ¡Guerrero y
cobarde!... ¿Y qué importa que se sepa, si nadie puede juzgarnos?... ¿Peru cómo
tenía aquel viejo tanta sangre?
EL
MÉDICO. - ¿Oyes?
LADY
MACBETH. - ¿Dónde
está la mujer del señor Fife?... ¿Pero por qué no se lavan nunca mis manos?...
Calma, señor, calma... ¡Qué dañosos son esos arrebatos!
EL
MÉDICO. - Oye, oye:
ya sabemos lo que no debíamos saber.
LA
DAMA. - No tiene
conciencia de lo que dice. La verdad sólo Dios la sabe.
LADY
MACBETH. - Todavía
siento el olor de la sangre. Todos los aromas de Oriente no bastarían a quitar
de esta pequeña mano mía el olor de la sangre.
EL
MÉDICO. - ¡Qué
oprimido está ese corazón!
LA
DAMA. - No le
llevaría yo en el pecho, por toda la dignidad que ella pueda tener.
EL
MÉDICO. - No sé
curar tales enfermedades, pero he visto sonámbulos que han muerto como unos
santos.
LADY
MACBETH. - Lávate
las manes. Vístete. Vuelva el color a tu semblante. Macbeth está bien muerto, y
no ha de volver de su sepulcro... A la cama, a la cama... Llaman a la puerta...
Ven, dame la mano... ¿Quién deshace lo hecho?... A la cama.
EL
MÉDICO. - ¿Se
acuesta ahora?
LA
DAMA. - En seguida.
EL
MÉDICO. - Ya la
murmuración pregona su crimen. La maldad suele trastornar el entendimiento, y
el ánimo pecador divulga en sueños su secreto. Necesita confesor y no médico.
Dios la perdone, y perdone a todos. No te alejes de su lado: aparta de ella
cuanto pueda molestarla. Buenas noches. ¡Qué luz inesperada ha herido mis ojos!
Pero más vale callar.
LA
DAMA. - Buenas
noches, doctor.
ESCENA III
Castillo
de Dunsinania
MACBETH,
UN CRIADO, SETON Y UN MÉDICO
MACBETH. - ¡No quiero saber más nuevas!
Nada he de temer hasta que el bosque de Birnam se mueva contra Dunsinania. ¿Por
ventura ese niño Malcolm no ha nacido de mujer? A mí dijeron los genios que
conocen lo porvenir: «no temas a ningún hombre nacido de mujer». Huyan en buen
hora mis traidores caballeros: júntense con los epicúreos de Inglaterra. Mi
alma es de tal temple, que no vacilará ni aún en lo más deshecho de la
tormenta. (Llega un criado). ¡El diablo te ennegrezca a fuerza de maldiciones
esa cara blanca! ¿Quién te dio esa mirada de liebre?
CRIADO. - Vienen diez mil.
MACBETH. - ¿Liebres?
CRIADO. - No, soldados.
MACBETH. - Aráñate la cara con las manos,
para que el rubor oculte tu miedo. ¡Rayos y centellas! ¿Por qué palideces, cara
de leche? ¿Qué guerreros son esos?
CRIADO. - Ingleses.
MACBETH. - ¿Por qué no ocultas tu rostro,
antes de pronunciar tales palabras?... ¡Seton, Seton! Este día ha de ser el
último de mi poder, o el primero de mi grandeza. Demasiado tiempo he vivido. Mi
edad se marchita y amarillea como las hojas de otoño. Ya no puedo confiar en
amigos, ni vivir de esperanzas. Sólo me resta oír enconadas maldiciones, o el
vano susurro de la lisonja. ¿Seton?
SETON. - Rey, tus órdenes aguardo.
MACBETH. - ¿Cuáles son las últimas
noticias?
SETON. - Exactas parecen las que este
mensajero ha traído.
MACBETH. - Lidiaré, hasta que me arranquen
la piel de los huesos. ¡Pronto mis armas!
SETON. - No es necesario aún, señor.
MACBETH. - Quiero armarme, y correr la
tierra con mis jinetes. Ahorcaré a todo el que hable de rendirse. ¡Mis armas!
Doctor (al médico) ¿cómo está mi mujer?
MÉDICO. - No es grave su dolencia, pero
mil extrañas visiones le quitan el sueño.
MACBETH. - Cúidala bien. ¿No sabes curar su
alma, borrar de su memoria el dolor, y de su cerebro las tenaces ideas que le
agobian? ¿No tienes algún antídoto contra el veneno que hierve en su corazón?
MÉDICO. - Estos males sólo puede curarlos
el mismo enfermo.
MACBETH. - ¡Echa a los perros tus
medicinas! ¡Pronto, mis armas, mi cetro de mando! ¡Seton, convoca a turs
guerreros! Los nobles me abandonan. Si tú, doctor, lograras volver a su antiguo
lecho las aguas del río, descubrir el verdadero mal de mi mujer, y devolverle
la salud, no tendrían tasa mis aplausos y mercedes. Cúrala por Dios. ¿Qué
jarabes, qué drogas, qué ruibarbo conoces que nos libre de los ingleses?... Iré
a su en cuentro, sin temer la muerte, mientras no se mueva contra nosetros el
bosque de Dunsinania.
MÉDICO. - (Aparte) Si yo pudiera huir de
Dunsinania, no volvería aunque me ofreciesen un tesoro.
ESCENA IV
Campamento
a la vista de un bosque
MALCOLM,
CAITHNESS, UN SOLDADO, SUARDO Y MACDUFF
MALCOLM. - Amigos, ha llegado la hora de
volver a tomar posesión de nuestras casas. ¿Qué selva es esta?
CAITHNESS. - La de Birnam.
MALCOLM. - Corte cada soldado una rama, y
delante cúbrase con ella,. para que nuestro número parezca mayor, y podamos
engañar a los espías.
SOLDADO. - Así lo haremos.
SUARDO. - Dicen que el tirano está muy
esperanzado, y nos aguarda en Dunsinania.
MALCOLM. - Hace bien en encerrarse, porque
sus mismos parciales le abandonan, y los pocos que le ayudan, no lo hacen por
cariño.
MACDUFF. - Dejemos tales observaciones para
cuando esté acabada nuestra empresa. Ahora conviene pensar sólo en el combate.
SUARDO. - Pronto hemos de ver el resultado
y no por vanas conjeturas.
ESCENA V
Alcazar
de Dunsinania
MACBETH,
SETON Y UN ESPÍA
MACBETH. - Tremolad mi enseña en los muros.
Ya suenan cerca sus clamores. El castillo es inexpugnable. Pelearán en nuestra
ayuda el hambre y la fiebre. Si no nos abandonan los traidores, saldremos al
encuentro del enemigo, y le derrotaremos frente a frente. ¿Pero qué ruido
siento?
SETON. - Son voces de mujeres.
MACBETH. - Yo soy inaccesible al miedo.
Tengo estragado el paladar del alma. Hubo tiempo en que me aterraba cualquier
rumor nocturno, y se erizaban mis cabellos, cuando oía referir alguna espantosa
tragedia, pero después llegué a saciarme de horrores: la imagen de la
desolación se hizo familiar a mi espíritu, y ya no me conmueve nada. ¿Pero qué
gritos son esos?
SETON. - La reina ha muerto.
MACBETH. - ¡Ojalá hubiera sido más tarde!
No es oportuna la ocasión para tales nuevas. Esa engañosa palabra mañana,
mañana, mañana nos va llevando por días al sepulcro, y la falaz lumbre del ayer
ilumina al necio hasta que cae en la fosa. ¡Apágate ya, luz de mi vida! ¿Qué es
la vida sino una sombra, un histrión que pasa por el teatro, y a quien se
olvida después, o la vana y ruidosa fábula de un necio?
(Llega
un espía).
Habla
que ese es tu oficio.
ESPÍA. - Señor, te diré lo que he visto,
pero apenas me atrevo.
MACBETH. - Di sin temor.
ESPÍA. - Señor, juraría que el bosque de
Birnam se mueve hacia nosatros. Lo he vista desde lo alto del collado.
MACBETH. - ¡Mentira vil!
ESPÍA. - Mátame, si no es cierto. El
bosque viene andando, y está a tres millas de aquí.
MACBETH. - Si mientes, te colgaré del
primer árbol que veamos, y allí morirás de hambre. Si dices verdad, ahórcame tú
a mí. Ya desfallece mi temeraria confianza. Ya empiezo a dudar de esos genios
que mezclan mentiras con verdades. Ellos me dijeron: «Cuando la selva de Birnam
venga a Dunsinania»; y la selva viene marchando. ¡A la batalla, a la batalla!
Si es verdad lo que dices, inútil es quedarse. Ya me ahoga la vida, me hastía
la luz del sol. Anhelo que el orbe se confunda. Rujan los vientos desatados.
¡Sonad las trompetas!
ESCENA VII
Otra
parte del campo
MACBETH,
EL JOVEN SUARDO, MACDUFF, MALCOLM, SUARDO, ROSS Y CABALLEROS
MACBETH. - Estoy amarrado a mi corcel. No
puedo huir. Me defenderé como un oso. ¿Quién puede vencerme, como no sea el que
no haya nacido de madre?
EL
JOVEN SUARDO. -
¿Quién eres?
MACBETH. - Temblarás de oír mi nombre.
EL
JOVEN SUARDO. - No,
aunque sea el más horrible de los que suenan en el infierno.
MACBETH. - Soy Macbeth.
EL
JOVEN SUARDO. - Ni
el mismo Satanás puede proferir nombre más aborrecible.
MACBETH. - Ni que infunda más espanto.
EL
JOVEN SUARDO. -
Mientes, y te lo probaré con mi hierro.
(Combaten,
y Suardo cae herido por Macbeth)
MACBETH. - Tú naciste de madre, y ninguno
de los nacidos de mujer puede conmigo.
MACDUFF. - Por aquí se oye ruido. ¡Ven,
tirano! Si mueres al filo de otra espada que la mía, no me darán tregua ni
reposo las sombras de mi mujer y de mis hijos. Yo no peleo contra viles
mercenarios, que alquilan su brazo al mejor postor. O mataré a Macbeth, o no
teñirá la sangre el filo de mi espada. Por allí debe estar. Aquellos clamores
indican su presencia. ¡Fortuná! déjame encontrarle.
SUARDO. - (A Malcolm). El castillo se ha
rendido, señor. Las gentes del tirano se dispersan. Vuestros caballeros lidian
como leones. La victoria es nuestra. Se declaran en nuestro favor hasta los
mismos enemigos. Subamos a la fortaleza.
MACBETH. - ¿Por qué he de morir neciamente
como el romano, arrojándome sobre mi espada? Mientras me quede un soplo de
vida, no dejaré de amontonar cadáveres.
MACDUFF. - Detente, perro de Satanás.
MACBETH. - He procurado huir de ti. Huye tú
de mí. Estoy harto de tu sangre.
MACDUFF. - Te respondo con la espada. No
hay palabras bastantes para maldecirte.
MACBETH. - ¡Tiempo perdido! Más fácil te
será cortar el aire con la espada que herirme a mí. Mi vida está hechizada: no
puede matarme quien haya nacido de mujer.
MACDUFF. - ¿De qué te sirven tus hechizos?
¿No te dijo el genio a quien has vendido tu alma, que Macduff fue arrancado,
antes de tiempo, de las entrañas de su madre muerta?
MACBETH. - ¡Maldita sea tu lengua que así
me arrebata mi sobrenatural poder! ¡Qué necio es quien se fía en la promesa de
los demonios que nos engañan con equívocas y falaces palabras! ¡No puedo pelear
contigo!
MACDUFF. - Pues ríndete, cobarde, y serás
el escarnio de las gentes, y te ataremos vivo a la picota, con un rótulo que
diga: «Este es el tirano».
MACBETH. - Nunca me rendiré. No quiero
besar la tierra que huelle Malcolm, ni sufrir las maldiciones de la plebe.
Moriré batallando, aunque la selva de Birnam se haya movido contra Dunsinania,
y aunque tú no seas nacido de mujer. Mira. Cubro mi pecho con el escudo.
Hiéreme sin piedad, Macduff. ¡Maldición sobre quien diga «basta»!
(Combaten)
MALCOLM. - ¡Quiera Dios que vuelvan los
amigos que nos faltan!
SUARDO. - Algunos habrán perecido, que no
puede menos de pagarse cara la gloria de tal día.
MALCOLM. - Faltan Macduff y tu hijo.
ROSS. - Tu hijo murió como soldado.
Vivió hasta ser hombre, y con su heroica muerte probó que era digno de serlo.
SUARDO. - ¿Dices que ha muerto?
ROSS. - Cayó entre los primeros. No
iguales tu dolor al heroísmo que él mostró, porque entonces no tendrán fin tus
querellas.
SUARDO. - ¿Y fue herido de frente?
ROSS. - De frente.
SUARDO. - Dios le habrá recibido entre sus
guerreros. ¡Ojalá que tuviera yo tantos hijos como cabellos, y que todos
murieran así! Llegó su hora.
MALCOLM. - Honroso duelo merece, y yo me
encargo de tributárselo.
SUARDO. - Saldó como honrado sus cuentas
con la muerte. ¡Dios le haya recibido en su seno!
MACDUFF. - (Que se presenta con la cabeza
de Macbeth). Ya eres rey. Mira la cabeza del tirano. Libres somos. La flor de
tu reino te rodeo, y yo en nombre de todos, seguro de que sus voces responderán
a las mías, te aclamo rey de Escocia.
Todos. - ¡Salud al Rey de Escocia!
MALCOLM. - No pasará mucho tiempo sin que
yo pague a todos lo que al afecto de todos debo. Nobles caballeros, parientes
míos, desde hay seréis condes, los primeros que en Escocia ha habido. Luego
haré que vuelvan a sus casas los que huyeron del hierro de los asesinos y de la
tiranía de Macbeth, y de su diabólica mujer que, según dicen, se ha suicidado.
Estas cosas y cuantas sean justas haré con la ayuda de Dios. Os invito a
asistir a mi coronación en Escocia.
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