Antes del desayuno – Eugene O’Neill
Escenario: Una pequeña habitación que sirve a un tiempo de cocina y
comedor en un departamento de la calle Christopher, en Nueva York. A foro, una
puerta que lleva al vestíbulo. A la izquierda de la puerta, una pileta y una
cocina de gas de dos mecheros. Más allá de la cocina y hacia la pared de la
izquierda, un armario de madera para platos, etcétera. A la izquierda, dos
ventanas que dan sobre una escalera de emergencia, donde varias plantas en sus
tiestos agonizan en el abandono. Delante de las ventanas, una mesa cubierta con
un hule. Dos sillas con asiento de caña junto a la mesa. Otra contra la
pared, a la derecha de la puerta del
foro. En la pared de la derecha, foro,
una puerta que lleva a la alcoba. Más adelante, diversas prendas de vestir de
hombre y de mujer prenden de unas clavijas. Desde el rincón de la izquierda,
foro, hasta la pared de la derecha, primer término, hay tendida una cuerda con
ropa.
Son aproximadamente las ocho y media de la mañana de un día hermoso y
lleno de sol, a comienzos de otoño.
La señora Rowland viene de la alcoba, bostezando, dando aún los últimos
toques a su desaliñado tocado, insertando horquillas en su cabello, recogido en
pardusca masa en lo alto de su cabeza redonda. Es de mediana estatura y
propensa a una gordura sin líneas, acentuada por su vestido azul deformado,
humilde y raído. Su rostro es impersonal, de facciones pequeñas y regulares y
ojos extrañamente azules. En sus ojos, su nariz y su boca débil y rencorosa,
hay una expresión atormentada. Tiene poco más de veinte años, pero parece mucho
mayor.
Llega al centro de la habitación y bosteza, desperezándose. Sus soñolientos
ojos se pasean absortos por todo lo que la rodea, con la irritación propia de
aquel para quien un largo sueño no ha significado un largo descanso. Va con
aire cansado hacia la ropa que cuelga a la derecha y descuelga un delantal. Se lo
ciñe a la cintura, dejando escapar un “maldito sea” cuando el nudo no obedece a
sus torpes dedos. Por fin consigue atarlo y va lentamente hacia la cocina a gas
y enciende uno de los mecheros. Llena la cafetera en la pileta y la pone sobre
la llama. Luego se desploma en una silla que está junto a la mesa y se pone una
mano sobre la frente, como si le doliera la cabeza. De pronto su rostro se
ilumina como si recordara algo y mira el armario de los platos; luego dirige
una penetrante mirada hacia la puerta del dormitorio y escucha atentamente
durante unos instantes.
SRA. ROWLAND (en voz baja) - ¡Alfredo! ¡Alfredo! (del cuarto contiguo no llega respuesta
alguna y la señora Rowland prosigue con tono desconfiado, alzando la voz) No
tienes que fingir que estás dormido. (De
la alcoba no llega la menor respuesta y la señora Rowland, tranquilizada, se
levanta y va cautelosamente hacia el armario. Abre con lentitud una de las
puertas, cuidando mucho de no hacer ruido y saca de su escondite detrás de los
platos una botella de ginebra Gordon y un vaso. Al hacerlo, mueve el plato de
arriba, que tintinea levemente. Al oír esto, la señora Rowland sufre un
sobresalto culpable y mira con malhumorado desafío la puerta del cuarto
contiguo. Con la voz trémula:) ¡Alfredo!
(Después de una pausa, durante la cual trata de percibir algún sonido,
toma el vaso y se sirve una buena cantidad de ginebra y lo apura; luego,
precipitadamente, repone la botella y el vaso en su escondite. Cierra el
armario con el mismo cuidado con que lo ha abierto y con un gran suspiro de
alivio se deja caer nuevamente en su silla. La gran dosis de alcohol le ha
causado un efecto casi inmediato. Sus facciones se vuelven más animadas, parece
cobrar energías y mira la puerta de la alcoba con una sonrisa dura y vengativa.
Sus ojos pasean una rápida mirada por la habitación y se posan sobre un saco y
un chaleco de hombre que penden a la derecha. Se encamina cautelosamente hacia
la puerta abierta y se detiene allí, sin que la vea el que está adentro, y
escucha, tratando de sorprender algún movimiento.)
(Llamando, casi en un susurro) ¡Alfredo!
(Nuevamente, no hay respuestas. Con ágil movimiento, la señora Rowland
descuelga el saco y el chaleco y vuelve con ellos a su silla. Se sienta y saca
los diversos objetos que contiene cada bolsillo, pero los reintegra rápidamente
a su sitio. Por fin, en el bolsillo interior del chaleco encuentra una carta)
(Mirando la letra se dice lentamente) Lo sabía.
(Abre la carta y la lee. En el primer momento, su expresión revela odio
e ira, pero a medida que avanza en la lectura hasta acabarla se trueca en
triunfante malignidad. Durante un instante queda muy pensativa. Luego vuelve a
poner la carta en el bolsillo del chaleco, y, cuidando aún de no despertar al durmiente,
cueLga nuevamente las pendas en la misma clavija, va hacia la puerta de la
alcoba y atiba.)
(Con voz sonora y chillona) ¡Alfredo! (Más fuerte) ¡Alfredo! (Del
cuato contiguo llega un gemido ahogado que se confunde con un bostezo) ¿No
te parece que ya es hora de levantarte? ¿Piensas quedarte en cama todo el día? (Volviéndose y regresando a su silla) Ya
sé que eres lo suficientemente haragán para pasarte la vida en la cama. (Se sienta, mira por la ventana y dice, con
irritación) ¿Qué hora será? Ya no podemos saberlo desde que empeñaste
estúpidamente tu reloj. Era el último objeto de valor que teníamos, y lo
sabías. Sólo has pensado en empeñar, empeñar, empeñar… Cualquier cosa con tal
de alejar la hora de buscar empleo, cualquier cosa con tal de no trabajar como
un hombre. (Golpea el suelo con el pie
nerviosamente, mordiéndose los labios) (Después de una breve pausa) ¡Alfredo!
Levántate… ¿Me oyes? Quiero hacer esa cama antes de salir. Estoy harta de que
esto esté en desorden por tu culpa. (Con
cierta vengativa satisfacción) Y por cierto que no podremos quedarnos mucho
tiempo aquí, a menos que consigas dinero en alguna parte. Dios sabe que yo hago
lo mío – y más aún – yendo a coser a domicilio todos los días, mientras tú
haces el caballero y holgazaneas por las tabernas con ese hato de inútiles
artistas del Square.
(Breve pausa, durante la cual la señora Rowland juega nerviosamente con
una taza y un platito que están sobre la mesa). ¿Y dónde conseguirán
dinero, quisiera saber yo? En esta semana tenemos que pagar el alquiler, y ya
sabes cómo es el dueño de casa. No nos dejará vivir aquí un solo minuto más si
no le pagamos puntualmente. Dices que no puedes conseguir trabajo. Eso es
mentira, y tú lo sabes. Nunca lo buscaste, siquiera. Te pasas los días vagabundeando
por ahí, escribiendo poemas y cuentos estúpidos que nadie quiere comprar… y me
explico que no quieran comprarlos. Pero advierto que yo siempre puedo conseguir
trabajo y lo consigo; y sólo eso nos salva de morirnos de hambre.
(Se levanta y va hacia la cocina, mira la cafetera para ver si el agua
hierve y vuelve y se sienta.) Hoy tendrás que conseguir dinero en alguna
parte. Yo no puedo hacerlo todo y no lo haré. Tienes que recobrar el sentido
común. Tienes que pedirlo, mendigarlo o robarlo donde sea (Con desdeñosa risa) Pero… ¿dónde, quisiera yo saber? Eres
demasiado orgulloso para mendigar y has pedido ya todos los préstamos posibles,
y no tienes valor para robar.
(Después de una pausa, levantándose irritada) ¡Por amor de Dios!
¿No te has levantado todavía? Es muy propio de ti eso de volverte a dormir, o
de fingirlo. (Va hacia la puerta del
dormitorio y atisba) ¡Ah, te has levantado! Bueno, ya era hora. No tienes
por qué mirarme así. Tus desplantes no me engañan, ya. Te conozco demasiado…
mejor de lo que supones… a ti y a tus andanzas. (Alejándose de la puerta, con tono significativo) Conozco un montón
de cosas, querido. Ahora no te preocupes de lo que sé. Te lo diré antes de
irme, no te aflijas. (Va hacia el centro
del aposento y se detiene allí, frunciendo el ceño)
(Con tono irritado) ¡Hum! ¡Supongo que más vale preparar el
desayuno… y no porque haya mucho que preparar! (Con tono de interrogación) Salvo que tengas algún dinero… (Hace una pausa esperando una respuesta del
cuarto contiguo, que no llega) ¡Qué pregunta estúpida! (Con dura risita) A estas horas, yo debiera conocerte mejor ya. Cuando
te fuiste anoche tan malhumorado, me imaginé qué pasaría. No se te puede tener
la menor confianza. ¡En lindo estado viniste a casa! Nuestra riña sólo te
sirvió de pretexto para mostrarte bestial. ¿De qué te valió empeñar el reloj si
sólo querías dinero para derrocharlo en whisky?
(Va hacia el armario y saca platos, tazas, etcétera, mientras habla.)
¡Apresúrate! Últimamente, gracias
a ti, no tardo mucho en preparar el desayuno. Esta mañana sólo tenemos pan,
manteca y café: y ni siquiera tendrías eso si yo no me estropeara los dedos
cosiendo. El pan está duro. Supongo que te
gustará. Tú no te mereces nada mejor, pero no veo por qué he de sufrir yo. (Yendo hacia la cocina de gas) El café
dentro de un momento, y no esperes que te lo sirva.
(Repentinamente, con violenta ira) ¿Qué diablos estás haciendo
ahora? (Va hacia la puerta y atisba) Bueno,
por lo menos estás casi vestido. Creí que te habías metido en la cama de nuevo.
Eso sería muy propio de ti. ¡Qué aspecto horrible tienes esta mañana!
¡Aféitate, por amor de Dios! ¡Estás repulsivo! Pareces un vagabundo. Por algo
nadie quiere darte empleo. No los culpo… Tu aspecto no es ni aun medianamente
decente. (Va hacia la cocina de gas) Aquí
hay mucha agua caliente. No tienes la menor excusa. (Toma un tazón y vierte en él un poco de agua de la cafetera) Toma.
(Él tiende la mano en procura del tazón. Se ve una mano sensible, de
finos dedos, que tiembla, y parte del agua se derrama sobre el piso.)
(La señora Rowland, con tono insultante) ¡Mira cómo te tiembla la
mano! Más vale que abandones la bebida. No puedes soportarla. Los hombres como
tú son los mejores candidatos al delirium tremens. ¡Eso sería la gota que hace
desbordar el vaso! (Mirando el piso) Mira cómo has dejado el piso… hay colillas y
cenizas en toda la habitación. ¿Por qué no los tiraste sobre el plato? No, no
serías lo bastante considerado para hacerlo. Nunca piensas en mí. Tú no tienes
que barrer la habitación, y eso es todo lo que te importa.
(Toma la escoba y empieza a barrer malignamente, levantando una nube de
polvo. De las habitaciones interiores llega el rumor de una navaja de afeitar
que afilan)
(Barriendo) ¡Apresúrate! Ya debe ser casi hora de que me vaya. Si llegara
tarde, me expondría a perder mi empleo y entonces ya no te podría seguir
manteniendo. (Y al ocurrírsele algo más,
agrega sarcásticamente) Y entonces, tendrías que trabajar o hacer alguna
cosa horrible de esa especie. (Barriendo
debajo de la mesa.) Lo que quiero saber es si buscarás hoy trabajo o no. Sabes
que tu familia no nos seguirá ayudando. También ellos ya están hartos de ti. (Después de barrer en silencio durante unos
instantes) Estoy cansada de toda esta vida. Ganas me dan de irme a casa,
pero soy demasiado orgullosa para permitir que te sepan un fracasado… a ti, el
hijo único del millonario Rowland, el egresado de Harvard, el poeta, el hombre
notable del pueblo… ¡Bah! (Con amargura)
No serían muchas las que me envidiarían mi hombre notable si supieran la
verdad. Me gustaría saber una cosa… ¿Qué ha sido nuestro matrimonio? Aun antes
de que tu padre millonario muriera debiéndole dinero a todo el mundo, nunca
derrochaste un solo minuto a tu esposa. Supongo que, a tu entender, yo debía
darme por satisfecha con tu honorable actitud al casarte conmigo… después de
haberme puesto en dificultades. Yo te avergonzaba ante tus refinados amigos
porque mi padre sólo es un almacenero, eso es lo cierto. Por lo menos es un
hombre honrado, y tú no podrías decir lo mismo del tuyo. (Sigue barriendo enérgicamente hacia la puerta. Se apoya sobre su
escoba por un momento)
Suponías que todos creerían que
te habías visto obligado a casarte conmigo y te compadecerían… ¿verdad? No
vacilaste mucho para decirme que me querías y para hacerme creer en tus
mentiras antes de que sucediera aquello… ¿no es cierto? Me hiciste suponer que
no querías que tu padre me sobornara, como trató de hacerlo. Pero ya sé a qué
atenerme. Por algo he vivido tanto tiempo contigo. (Sombríamente) Es una suerte que nuestro pobre hijo naciera muerto,
después de todo… ¡Qué padre hubieras sido
!
(Permanece en silencio y cavilando hoscamente durante un instante, y
luego prosigue con una suerte de salvaje alegría)
Pero no soy la única que tiene
que agradecerte su desdicha. Hay, por lo menos, otra y esa no puede tener
esperanzas de casarse contigo ahora. (Asoma
la cabeza al cuarto contiguo) ¿Qué me dices de Elena? (Retrocede del vano de la puerta con un sobresalto, algo asustada)
¡No me mires así! Sí, he leído
esa carta. ¿Y qué? Tenía derecho a leerla. Soy tu esposa. Y sé todo lo que hay
que saber, de modo que no me mientas. No tienes por qué mirarme así. Ya no
podrás intimidarme con esos aires de hombre superior. Si no fuese por mí, te
irías sin desayunarte esta mañana. (Va
hacia la cocina de gas y echa café en la cafetera) El café está listo. No te esperaré. (Vuelve a sentarse)
(Después de una pausa, llevándose la mano a la cabeza, malhumorada) ¡Cómo
me duele la cabeza esta mañana! Es una vergüenza que deba irme a trabajar todo
el día en una habitación asfixiante, en este estado. Y no iría si fueras un
hombre. Debiera ser yo quien pasara el día tendida en la cama, y no tú. Bien
sabes lo enferma que he estado en este último año; y, sin embargo, cuando tomo
alguna pequeñez para levantarme el ánimo, me lo echas en la cara. Ni siquiera
quisiste dejarme tomar ese tónico que compré en la farmacia. (Con risa cruel) Sé que alegraría verme
muerta y que no te estorbara; entonces podrías correr detrás de esas muchachas
estúpidas que te creen maravilloso e incomprendido… Esa Elena y las demás. (Del cuarto contiguo llega una aguda
exclamación de dolor)
(Con satisfacción) ¡Claro! ¡Ya sabía yo que te cortarías! Eso te
servirá de lección. Bien sabes que no debes pasarte las noches vagabundeando
por ahí y bebiendo, con tus nervios en tan deplorables condiciones. (Va hacia la puerta y se asoma a la otra
habitación)
¿Por qué estás tan pálido? ¿Por
qué te miras así, fijamente, en el espejo? ¡Por amor de Dios! ¡Quítate esa sangre
de la cara! (Con escalofrío) Es
horrible. (Con tono de alivio) Bueno,
ya estás mejor. Nunca he podido soportar el espectáculo de la sangre. (Se aparta un poco de la puerta) Más
vale que renuncies a afeitarte solo y vayas a una peluquería. Tu mano tiembla
horriblemente. ¿Por qué me miras así? (Se
aleja de la puerta) ¿Todavía estás furioso conmigo a causa de la carta? (Desafiante) Pues yo tenía derecho a
leerla. Soy tu esposa. (Va hacia la silla
y vuelve a sentarse. Después de una pausa) Hace tiempo que estoy enterada
de que tienes una aventura. Tus débiles pretextos de que te pasabas el tiempo
en la biblioteca no me engañaron. Y, después de todo… ¿quién es esa Elena? ¿Una
de esas artistas? ¿O también escribe poemas? A juzgar por su carta, lo parece.
Apostaría a que te dijo que tus cosas eran lo mejor que se había escrito en el
mundo, y que te lo creíste como un imbécil. ¿Es joven y linda? También yo era
joven y linda cuando me engañaste con tu hermosa palabrería poética; pero la
vida contigo la consume pronto a cualquiera. ¡Las que he pasado!
(Va hacia la cocina de gas y retira el café) El desayuno está listo. (Con una mirada de desdén) Se te enfriará el café. ¿Qué estás
haciendo? ¿Afeitándote, todavía? ¡Por amor de Dios! Más vale que renuncies a
eso. Una de estas mañanas te harás un buen tajo. (Se corta pan y lo unta con manteca. Durante los párrafos siguientes,
come y bebe su café)
Tendré que irme corriendo apenas
concluya de comer. Uno de nosotros tiene que trabajar. (Irritada) ¿Vas a buscar trabajo hoy o no? Seguramente, alguno de
tus refinados amigos te ayudaría si te creyera realmente tan talentoso. Pero
supongo que todos ellos prefieren oírte hablar. (Se queda sentada en silencio durante un momento)
Lo siento por esa Elena, sea
quien sea. ¿No tienes ninguna consideración por los demás? ¿Qué dirá su
familia? Veo que ella la menciona en su carta. ¿Qué hará? ¿Alumbrar al niño… o
ir a ver a uno de esos médicos? Linda situación, hay que confesarlo. ¿Dónde conseguiría
el dinero? ¿Es rica? (Espera alguna
respuesta a esta andanada de preguntas)
Hum… No me dirás nada sobre ésa…
¿verdad? ¡Tanto me da! Después de todo, no lo lamento por ella. Sabía qué
estaba haciendo. A juzgar por su carta, no es una colegiala como lo era yo.
¿Sabe que estás casado? Claro que debe saberlo. Todos tus amigos están
enterados de tu infortunado matrimonio. Sé que te compadecen, pero no conocen
mi versión del asunto. Hablarían de otro modo si la conociesen.
(Está demasiado ocupada comiendo para seguir hablando, durante un
segundo o dos.)
Esa Elena debe ser una buena
pieza, si sabe que eres casado. ¿Qué esperaba? ¿Qué yo te concediera el
divorcio y te dejara casarte con ella? ¿Cree que soy lo bastante chiflada para
eso… después de todas las que me hiciste pasar? ¡Por cierto que no! Y tu no
podrías conseguir el divorcio de mí y bien lo sabes. Nadie podrá decir jamás que
yo he hecho algo malo (Apura el resto de
su café)
Ella merece sufrir, es todo lo
que puedo decirte. Te diré lo que pienso: creo que tu Elena no pasa de ser una
vulgar trotacalles. Esa es mi opinión. (Del
cuarto contiguo llega un sofocado gemido.)
¿Has vuelto a cortarte? Bien
merecido lo tienes. (Se levanta y se
quita el delantal) Bueno, tengo que irme sin demora. (Malhumorada) ¡Vaya una vida la que llevo! No soportaré por más
tiempo tu haraganería. (Oye algo y hace una pausa, escuchando
atentamente) ¡Eso es! ¡Has volcado
toda el agua! No digas que no. La oigo gotear por el piso. (Una vaga aprensión aparece en su rostro) ¡Alfredo! ¿Por qué no
contestas?
(Va lentamente hacia la otra habitación. Se oye caer una silla y algo
que se desploma pesadamente en el suelo. La señora Rowland se detiene,
temblando de pánico, y exclama:)
¡Alfredo! ¡Alfredo! ¡Contéstame!
¿Qué has hecho caer? ¿Estás borracho, todavía? (Incapaz de soportar la tensión ni por un momento más, se lanza hacia
la puerta del dormitorio.)
¡Alfredo!
(Se detiene en el umbral, mirando el suelo del cuarto interior
transfigurada de horror. Luego lanza un salvaje alarido y corre hacia la
puerta, hace girar la llave y la abre frenéticamente de par en par. Y se
precipita al vestíbulo gritando como una loca.)
TELÓN