sábado, 25 de octubre de 2008

Isaac Asimov - Los robots

¿QUÉ ES EL HOMBRE?

Las Tres Leyes de la robótica:
1. Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres huma¬nos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protec¬ción no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.
Keith Harriman, director de investigaciones en Robots y Hombres Mecánicos desde hacía doce años, no estaba seguro de andar por la buena senda. Se relamió sus pálidos labios con la lengua y tuvo la sen¬sación de que la imagen holográfica de la gran Susan Calvin, que lo observaba severamente, nunca había tenido un aspecto tan huraño.
Habitualmente apagaba la imagen de la mayor robotista de la histo¬ria porque lo ponía nervioso. (Se esforzaba por recordar que era sólo una imagen, pero no lo conseguía del todo.) Esta vez no se atrevía a apagarla y la imagen de la difunta lo acuciaba.
Tendría que tomar una medida horrible y degradante.
Frente a él estaba George Diez, tranquilo e imperturbable a pesar de la patente inquietud de Harriman y pese a la imagen brillante de la santa patrona de la robótica.
No hemos tenido oportunidad de hablar de esto, George. Hace poco que estás con nosotros y no he podido verme a solas contigo. Pero ahora me gustaría hablar del asunto con cierto detalle.
Con mucho gusto aceptó George . En el tiempo que llevo en la empresa he llegado a la conclusión de que la crisis se relaciona con las Tres Leyes.
Sí. Conoces las Tres Leyes, por supuesto.
Así es.
Claro, sin duda. Pero profundicemos y examinemos el problema básico. En dos siglos de considerable éxito, esta empresa no ha logrado que los seres humanos acepten a los robots. Hemos colocado robots sólo donde se han de realizar tareas que los seres humanos no pueden realizar o en ámbitos inaceptablemente peligrosos para los seres huma¬nos. Los robots trabajan principalmente en el espacio y eso ha limitado nuestros logros.
Pero se trata de unos límites bastante amplios, dentro de los cua¬les la empresa puede prosperar.
No, por dos razones. Ante todo, esos límites inevitablemente se contraen. A medida que la colonia lunar, por ejemplo, se vuelve más refinada, su demanda de robots decrece y estimamos que dentro de pocos años se prohibirán los robots en la Luna. Esto se repetirá en cada mundo colonizado por la humanidad. En segundo lugar, la verda¬dera prosperidad de la Tierra es imposible sin robots. En Robots y Hombres Mécanicos creemos que los seres humanos necesitan robots y que deben aprender a convivir con sus análogos mecánicos si se quie¬re mantener el progreso.
¿No lo han aprendido? Señor Harriman, usted tiene sobre el es¬critorio un terminal de ordenador que, según entiendo, está conectado con el Multivac de la empresa. Un ordenador es una especie de robot sésil, un cerebro de robot sin cuerpo...
Cierto, pero eso también es limitado. La humanidad utiliza orde¬nadores cada vez más especializados, con el fin de evitar una inteligen¬cia demasiado humana. Hace un siglo nos dirigíamos hacia una inteli¬gencia artificial ilimitada, mediante el uso de grandes ordenadores que denominábamos máquinas. Esas máquinas limitaban su acción por vo¬luntad propia. Una vez que resolvieron los problemas ecológícos que amenazaban a la sociedad humana, se autoanularon. Razonaron que la continuidad de su existencia les habría otorgado el papel de muletas de la humanidad. Como entendían que esto dañaría a los seres huma¬nos, se condenaron a sí mismas por la Primera Ley.
¿Y no actuaron correctamente?
A mi juicio, no. Con su acción reforzaron el complejo de Fran¬kenstein de la humanidad, el temor de que cualquier hombre artificial se volviera contra su creador. Los hombres temen que los robots susti¬tuyan a los seres humanos.
¿Usted no siente ese temor?
Claro que no. Mientras existan las tres leyes de la robótica es imposible. Los robots pueden actuar como socios de la humanidad; pue¬den participar en la gran lucha por comprender y dirigir sabiamente las leyes de la naturaleza y así lograr más de lo que es capaz la humani¬dad por sí sola, pero siempre de tal modo que los robots sirvan a los seres humanos.
Pero si las Tres Leyes, a lo largo de dos siglos, han mantenido a los robots dentro de ciertos límites, ¿a qué se debe la desconfianza de los seres humanos hacia los robots?
Bien... Harriman se rascó la cabeza vigorosamente, despeinan¬do su cabello entrecano . Se trata de superstición, principalmente. Por desgracia, también existen ciertas complejidades, y los agitadores antirrobóticos sacan partido de ellas.
¿Respecto de las Tres Leyes?
Sí, en especial de la Segunda. No hay problemas con la Tercera Ley. Es universal. Los robots siempre deben sacrificarse por los seres humanos, por cualquier ser humano.
Desde luego asintíó George Diez.
La Primera Ley quizá sea menos satisfactoria, pues siempre es posible imaginar una situación en que un robot deba realizar un acto A o un acto B, mutuamente excluyentes, y donde cualquiera de ambos actos resulte dañino para los seres humanos. El robot habrá de escoger el acto menos dañino. No es fácil organizar las sendas positrónicas del cerebro robótico de modo tal que esa elección sea posible. Si el acto A deriva en un daño para un artista joven y con talento y el B en un daño equivalente para cinco personas de edad sin ninguna valía es¬pecífica, ¿cuál deberá escoger?
El acto A. El daño para uno es menor que el daño para cinco.
Sí, los robots están diseñados para decidir de ese modo. Esperar que los robots juzguen en temas tan delicados como el talento, la inteli¬gencia o la utilidad general para la sociedad nunca ha resultado práctico. Eso demoraría la decisión hasta el extremo de que el robot quedaría inmovilizado. Así que nos guiamos por la cantidad. Afortunadamente, las crisis en las que los robots deben tomar decisiones son escasas... Pero eso nos lleva a la Segunda Ley.
La ley de la obediencia.
Sí. La necesidad de obediencia es constante. Un robot puede existir durante veinte años sin tener que actuar con rapidez para impedir al¬gún daño a un ser humano o sin necesidad de arriesgarse a su propia destrucción. En todo ese tiempo, sin embargo, obedece órdenes cons¬tantemente... ¿Órdenes de quién?
De un ser humano.
¿De cualquier ser humano? ¿Cómo juzgar a un ser humano para saber si obedecerle o no? ¿Qué es el hombre, por qué te preocupas de él, George? George puso un gesto de duda y Harriman se apresu¬ró a aclarárselo : Se trata de una cita bíblica. Eso no importa. Lo que pregunto es si un robot debe obedecer las órdenes de un niño, las de un idiota, las de un delincuente o las de un hombre inteligente y honesto, pero que no es un experto y, por lo tanto, ignora las conse¬cuencias no deseables de su orden. Y si dos seres humanos le dan a un 'mismo robot órdenes contradictorias ¿a cuál debe obedecer?
¿Estos problemas no se han resuelto en doscientos años?
No dijo Harriman, sacudiendo vigorosamente la cabeza . En primer lugar, nuestros robots sólo se utilizan en ámbitos especializados en el espacio, donde los hombres que tratan con ellos son expertos. No son niños, idiotas, delincuentes ni ignorantes bien intencionados. Aun así, hubo ocasiones en que órdenes necias o meramente írreflexi¬vas causaron daño. Ese daño, en ámbitos especializados y limitados, se pudo contener. Pero en la Tierra los robots deben tener juicio. Eso sostienen quienes se oponen a los robots y, demonios, tienen razón.
Entonces, debéis insertar la capacidad para el juicio en el cere¬bro positrónico.
Exacto. Hemos comenzado a reproducir modelos JG, en los que el robot puede evaluar a cada ser humano en lo concerniente al sexo, la edad, la posición social y profesional, la inteligencia, la madurez, la responsabilidad social y demás.
¿Cómo afectaría eso á las Tres Leyes?
La Tercera Ley no se vería afectada. Hasta el robot más valioso debe destruirse en aras del ser humano más inservible. Eso no se puede alterar. La Primera Ley sólo se vería afectada cuando otros actos causa¬ran daño. Se debe tener en cuenta no sólo la calidad, sino la cantidad de los seres humanos, siempre que haya tiempo y fundamentos para ese juicio, lo cual no ocurre a menudo. La Segunda Ley quedaría pro¬fundamente modificada, pues toda obediencia potencial debe involu¬crar juicio. El robot obedecerá con mayor lentitud, excepto si también está en juego la Primera Ley; pero obedecerá más racionalmente.
De todos modos, los juicios que se requieren son muy complicados.
En efecto. La necesidad de realizar tales juicios frenó las reaccio¬nes de nuestros primeros modelos hasta el extremo de la parálisis. En los modelos posteriores mejoramos las cosas, con el coste de introducir tantas sendas que el cerebro del robot se volvió inmanejable. Sin em¬bargo, en nuestro último par de modelos, creo tener lo que buscamos. El robot no debe realizar juicios inmediatos acerca de la valía de un ser humano ni del valor de sus órdenes. Empieza por obedecer a todos los seres humanos, como un robot común, y luego aprende. Un robot crece, aprende y madura. Es el equivalente de un niño al principio y debe estar bajo supervisión constante. A medida que crece, puede in¬troducirse gradualmente sin supervisión en la sociedad terrícola. Por último, es un miembro pleno de esa sociedad. Sin duda esto responde a las objeciones de quienes se oponen a los robots.
No replicó irritado Harriman . Ahora presentan otras. No aceptan juicios. Dicen que un robot no tiene derecho a calificar de inferior a esta o a tal otra persona. Al aceptar las órdenes de A y no las de B, a B se la califica de menos importante que a A, y se violan así sus derechos humanos.
¿Y cuál es la respuesta a eso?
No hay ninguna. Voy a desistir.
Entiendo.
En lo que a mí concierne... En cambio, recurro a ti, George.
¿A mí? La voz de George Diez no se alteró. Dejó entrever cierta sorpresa, pero no se alteró . ¿Por qué a mí?
Porque no eres un hombre. Te dije que quiero que los robots sean socios de los seres humanos. Quiero que tú seas el mío.
George Diez alzó las manos y las extendió en un gesto extrañamen¬te humano.
¿Qué puedo hacer yo?
Tal vez creas que no puedes hacer nada, George. Fuiste creado hace poco tiempo y aún eres un niño. Te diseñaron para no estar so¬brecargado de información en origen (por eso he tenido que explicarte la situación con tanto detalle), con el fin de dejar espacio para cuando crezcas. Pero tu mente crecerá y podrás abordar el problema desde un punto de vista no humano. Aunque yo no vea una solución,.tú quizá la veas desde tu perspectiva.
Mi cerebro está diseñado por humanos; ¿en qué sentido es no humano?
Eres el modelo JG más reciente, George. Tu cerebro es el más com¬plicado que hemos diseñado hasta ahora, y en algunos sentidos más complejos que el de las viejas máquinas gigantes. Posee una estructura abierta y, a partir de una base humana, es capaz de crecer en cualquier dirección. Aun permaneciendo dentro de los límites infranqueables de las Tres Leyes, puedes desarrollar un pensamiento no humano.
¿Sé suficiente sobre los seres humanos como para enfrentarme a este problema de un modo racional? ¿Sé suficiente sobre su historia, sobre su psicología?
Claro que no. Pero aprenderás lo más rápidamente posible.
¿Tendré ayuda, señor Harriman?
No. Esto queda entre nosotros. Nadie más está enterado y no debes mencionar este proyecto a ningún otro ser humano, ni en la em¬presa ni en ninguna otra parte.
¿Estamos haciendo algo malo, señor Harriman, para que usted insista tanto en el secreto?
No. Pero no se aceptará la solución de un robot, precisamente por ser de origen robótico. Me sugerirás a mí cualquier solución que se te ocurra y, si me parece valiosa, yo la presentaré. Nadie sabrá nun¬ca que provino de ti.
Ala luz de lo que dijo antes dijo serenamente George Diez , es el procedimiento correcto. ¿Cuándo empiezo?
Ahora. Me ocuparé de que dispongas de todas las películas nece¬sarias, para que puedas estudiarlas.
1
Harriman se encontraba a solas. Debido a la luz artificial de su despacho no había indicios de que fuera estaba oscuro. No era cons¬ciente de que habían transcurrido tres horas desde que llevó a George a su cubículo y lo dejó allí con sus primeras referencias fílmicas.
Ahora estaba a solas con el fantasma de Susan Calvin, la brillante robotista que, prácticamente por su cuenta, transformó ese enorme ju¬guete que era el robot positrónico en el instrumento más delicado y versátil del hombre, tan delicado y versátil que el hombre no se atrevía a utilizarlo, por envidia y por temor.
Ella había muerto hacía más de un siglo. El problema del complejo de Frankenstein existía ya en la época de Calvin, y ella no lo resolvió. Nunca intentó resolverlo, pues entonces no era necesario. En aquellos tiempos la robótica se expandía por las necesidades de la exploración espacial.
Fue el éxito mismo de los robots lo que redujo la necesidad de utili¬zarlos y dejó a Harriman, en los últimos tiempos...
¿Pero Susan Calvin hubiera pedido ayuda a los robots? Sin duda, lo habría hecho...
Harriman se quedó allí hasta horas tardías.
2
Maxwell Robertson era el principal accionista de Robots y Hom¬bres Mecánicos de Estados Unidos, y en ese sentido controlaba la em¬presa. No era una persona de aspecto imponente; maduro y obeso, te¬nía la costumbre de mordisquearse la comisura derecha del labio inferior cuando estaba molesto.
Pero tras dos décadas de asociación con personajes del Gobierno había aprendido a manejarlos. Recurría a la gentileza, a las concesiones y a las sonrisas, y siempre ganaba tiempo.
Resultaba cada vez más difícil; entre otras razones, por Gunnar Eisenmuth. De todos los Conservadores Globales, que durante el ulti¬mo siglo habían sido los más poderosos, después del Ejecutivo Global, Eisenmuth era el menos propenso a las soluciones conciliadoras. Se trataba del primer Conservador que no era americano de nacimiento y, aunque no se podía demostrar que el arcaico nombre de Robots de Estados Unidos le provocara hostilidad, todo el mundo en la empresa así lo creía.
Se había hecho la sugerencia (no era la primera en ese año ni en esa generación) de que el nombre de la empresa se cambiara por el de Robots Mundiales, pero Robertson no estaba dispuesto a consentir¬lo. La empresa se construyó con capital estadounidense, con cerebros estadounidenses y con mano de obra estadounidense y, si bien hacía tiempo que la compañía tenía alcance internacional, el nombre sería un testimonio de su origen mientras él estuviera a su cargo.
Eisenmuth era un hombre alto y cuyo rostro alargado y triste tenía un cutis tosco y unos rasgos toscos. Hablaba el idioma global con mar¬cado acento norteamericano, aunque nunca había estado en Estados Unidos antes de asumir el cargo.
Me resulta perfectamente claro, señor Robertson. No hay difi¬cultad. Los productos de su empresa siempre se alquilan, nunca se ven¬den. Sí la propiedad de alquiler ya no se necesita en la Luna, usted debe recibir los productos y transferirlos.
Sí, Conservador, pero ¿a dónde? Iría contra la ley traerlos a la Tierra sin autorización del Gobierno, y ésta se nos ha negado.
Aquí no servirían de nada. Puede llevarlos a Mercurio o a los asteroides.
¿Qué haríamos con ellos allá?
Eisenmuth se encogió de hombros.
Los ingeniosos hombres de su empresa pensarán en algo.
Robertson meneó la cabeza.
Representaría una cuantiosa pérdida para la compañía.
Me temo que sí asintió Eisenmuth, sin inmutarse . Tengo entendido que hace años que la empresa tiene problemas financieros.
Principalmente a causa de las restricciones impuestas por el Go¬bierno, Conservador.
Debe ser realista, señor Robertson. Usted sabe que la opinión pública se opone cada vez más a los robots.
Por un error, Conservador.
No obstante, es así. Quizá sea más prudente cerrar la empresa. Es sólo una sugerencia, desde luego.
Sus sugerencias tienen peso, Conservador. ¿Es preciso recordarle que nuestras máquinas resolvieron la crisis ecológica hace un siglo?

La humanidad está agradecida, pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora vivimos en alianza con la naturaleza, por incómodo que a veces nos resulte, y el pasado se olvida.
¿Se refiere a lo que hemos hecho por la humanidad?
En efecto.
Pero no pretenderán que cerremos la empresa de inmediato sin sufrir enormes pérdidas. Necesitamos tiempo.
¿Cuánto?
¿Cuánto puede darnos?
No depende de mí.
Estamos solos murmuró Robertson . No es necesario andar con rodeos. ¿Cuánto tiempo puede darme?
Eisenmuth pareció sumirse en sus cavilaciones.
Creo que puedo concederle dos años. Seré franco. El Gobierno Global se propone apropiarse de la firma y encargarse de liquidarla si usted no lo ha hecho en ese plazo. Y a menos que haya un cambio drástico en la opinión pública, lo cual dudo muchísimo... Sacudió la cabeza.
Dos años, pues susurró Robertson.
2a
Robertson se encontraba a solas. Sus reflexiones no seguían un rumbo preciso y pronto cayeron en el recuerdo. Cuatro generaciones de Ro¬bertson habían presidido la empresa. Ninguno de ellos era robotista. Personas como Lanning, Bogert y, principalmente, Susan Calvin ha¬bían hecho de la empresa lo que era, pero los cuatro Robertson habían proporcionado el clima que les posibilitaba realizar su labor.
Sin Robots y Hombres Mecánicos, el siglo veintiuno hubiera segui¬do el camino del desastre. Esto se había evitado gracias a las máquinas que durante una generación guiaron a la humanidad a través de los rápidos y de los bancos de arena de la historia.
Y en recompensa le daban sólo dos años. ¿Qué se podía hacer en dos años para superar los arraigados prejuicios de la humanidad? No lo sabía.
Harriman había hablado esperanzadamente de nuevas ideas, pero se negaba a darle detalles. Qué más daba; Robertson no habría enten¬dido nada.
¿Pero qué podía hacer Harriman? ¿Qué se podía hacer contra la intensa antipatía que sentía el hombre hacia la imitación? Nada...
Robertson cayó en un sueño profundo, que no le brindó ninguna inspiración.

3
Ya lo tienes todo, George Diez dijo Harriman . Dispones de todos los elementos que a mi juicio son aplicables al problema. En lo que concierne a información acerca de los seres humanos y sus costum¬bres, tanto del pasado como del presente, tienes almacenados en tu memoria más datos que yo o cualquier otro ser humano.
Es muy probable.
¿Necesitas algo más?
En lo que se refiere a información, no encuentro lagunas obvias. Tal vez haya temas imprevistos en los márgenes. Pero eso ocurriría siempre, por mucha información que yo hubiera asimilado.
Cierto. Y tampoco tenemos tiempo para asimilar información eternamente. Robertson me dijo que sólo disponíamos de dos años y ya han pasado tres meses. ¿Tienes alguna sugerencia?
Por el momento, señor Harriman, nada. Debo sopesar la infor¬mación y necesitaría ayuda.
¿De mí?
No. No de usted, precisamente. Usted es un ser humano con grandes aptitudes y lo que me diga puede tener la fuerza parcial de una orden e inhibir mis reflexiones. Tampoco de otro ser humano, por la misma razón; especialmente, teniendo en cuenta que usted me pro¬hibió comunicarme con ninguno.
Entonces, ¿qué ayuda, George?
De otro robot, señor Harriman.
¿De qué otro robot?
Se construyeron otros de esta serie. Yo soy el décimo, JG 10.
Los primeros eran inservibles, fueron experimentales...
Señor Harriman, George Nueve existe.
Bien, sí, pero ¿de qué servirá? Se parece mucho a ti, salvo por ciertas carencias. Tú eres el más versátil de los dos.
Estoy seguro de ello asintió George Diez, moviendo gravemente la cabeza . No obstante, en cuanto inicio una línea de pensamiento, el solo hecho de haberla creado la vuelve recomendable y me impide abandonarla. Si después de desarrollar una línea de pensamiento puedo expresársela a George Nueve, él la analizaría sin haberla creado. Por consiguiente, la abordaría sin prejuicios. Podría ver lagunas y defectos que a mí se me hubieran pasado por alto.
En otras palabras, dos cabezas piensan mejor que una.
Si con eso se refiere a dos individuos con una cabeza cada uno, señor Harriman, pues sí.
Vale. ¿Deseas algo más?
Sí. Algo más que películas. He visto mucho acerca de los seres humanos y su mundo. He visto seres humanos aquí en la empresa y puedo cotejar mi interpretación de lo que he visto con impresiones sen¬soriales directas. Pero no respecto del mundo físico. Nunca lo he visto y las películas bastan para indicarme que este entorno no es representa¬tivo. Me gustaría verlo.
¿El mundo físico? Harriman se quedó estupefacto ante la enor¬midad de la idea . ¿No estarás sugiriendo que te saque de los terrenos de la empresa?
Sí, eso sugiero.
Es ilegal. Con el clima de opinión reinante, sería fatal.
Si nos detectan, sí. No sugiero que me lleve a una ciudad y ni siquiera a una vivienda de seres humanos. Me gustaría ver una zona abierta, sin seres humanos.
Eso también es ilegal.
No tienen por qué descubrirnos.
¿Por qué es importante eso, George?
No lo sé, pero creo que sería útil.
¿Tienes pensado algo?
George Diez titubeó.
No lo sé. Me parece que podría tener algo en mente si se reduje¬ran ciertas zonas de incertidumbre.
Bien, déjame pensarlo. Entre tanto, sacaré a George Nueve y arreglaré la cosa para que ambos ocupéis un solo cubículo. Al menos, eso puede hacerse sin inconvenientes.
3a
George Diez se encontraba a solas.
Aceptaba proposiciones provisionalmente, las conectaba y llegaba a una conclusión. Una y otra vez. Y a partir de las conclusiones elabo¬raba otras proposiciones, las aceptaba provisionalmente, las analizaba y las rechazaba si hallaba una contradicción; cuando no las rechazaba, las aceptaba provisionalmente.
Nunca reaccionaba con admiración, sorpresa ni satisfacción ante ninguna de sus conclusiones; se limitaba a anotar un más o un menos.
4
La tensión de Harriman no disminuyó ni siquiera después del silen¬cioso aterrizaje en la finca de Robertson.
Éste había confirmado la orden al poner el dinamóvil a su disposición, y la silenciosa aeronave, desplazándose ágilmente en línea verti¬cal u horizontal, tenía el tamaño suficiente para soportar el peso de Harriman, George Diez y el piloto.
(El dinamóvil era una de las consecuencias de la invención esti¬mulada por las máquinas de la micropila protónica, que suministraba energía no contaminante en pequeñas dosis. Era un logro de máxima importancia para el confort del hombre Harriman apretó los labios al pensarlo y, sin embargo, Robots y Hombres Mecánicos no había obtenido la menor gratitud por ello.)
El vuelo entre los terrenos de la empresa y la finca de Robertson fue la parte más difícil. Si los hubieran detenido, la presencia de un robot a bordo habría significado muchas complicaciones. Lo mismo ocu¬rriría a la vuelta. En cuanto a la finca, la argumentación sería que for¬maba parte de la propiedad de la empresa, y allí los robots podían per¬manecer bajo una adecuada vigilancia.
El piloto miró hacia atrás y le echó una breve ojeada a George Diez.
¿Quiere bajarlo todo, señor Harriman?
Sí.
¿También el producto?
Oh, sí contestó Harriman. Y añadió mordazmente : No te dejaría a solas con él.
George Diez fue el primero en bajar y lo siguió Harriman. Habían descendido en el dinapuerto, a poca distancia del jardín. Era un lugar magnífico y Harriman sospechó que Robertson usaba hormonas juve¬niles para controlar los insectos, sin respeto por las fórmulas ambientales.
Vamos, George dijo Harriman . Te voy a enseñar.
Caminaron juntos hacia el jardín.
Es tan pequeño como lo había imaginado observó George . Mis ojos no están bien diseñados para detectar diferencias en longitud de onda, así que quizá me cueste reconocer objetos.
Confío en que no te moleste ser ciego para los colores. Necesitá¬bamos muchas sendas positrónicas para tu capacidad de juicio y no pu¬dimos dejar ninguna para la percepción del color. En el futuro..., si hay un futuro...
Comprendo, señor Harriman. Aun así, capto diferencias suficientes para entender que hay muchas formas de vida vegetal.
Sin duda. Decenas.
Y todas son coetáneas del hombre, biológicamente hablando.
Cada una de ellas es una especie distinta, sí. Hay millones de especies de criaturas vivientes.
Entre las cuales la forma humana es sólo una de tantas.
Con diferencia, la más importante para los seres humanos, sin embargo.

Y para mí, señor Harriman. Pero hablo en sentido biológico.
Entiendo.
La vida, vista a través de todas sus formas, es increíblemente compleja.
Sí, George, y ése es el quid de la cuestión. Aquello que el hom¬bre hace para satisfacer sus desesos y su comodidad afecta a la comple¬jidad total de la vida, la ecología, y sus beneficios inmediatos pueden traer desventajas a la larga. Las máquinas nos enseñaron a organizar una sociedad humana que redujera ese margen, pero el desastre que estuvimos a punto de provocar a principios del siglo veintiuno ha cau¬sado recelo ante las innovaciones. Eso, sumado al temor específico ante los robots...
Entiendo, señor Harriman... He allí un ejemplo de vida animal.
Una ardilla. Una de las tantas especies de ardillas.
El animalillo agitó la cola al pasar al otro lado del árbol.
Y esto dijo George, moviendo el brazo con pasmosa celeridad , es una criatura muy pequeña.
La sostuvo entre los dedos y la examinó.
Es un insecto, una especie de escarabajo. Hay miles de especies de escarabajos.
¿Y cada escarabajo está tan vivo como la ardilla y como usted?
Es un organismo tan completo e independiente como cualquier otro, dentro del ecosistema total. Hay organismos aún más pequeños, tanto que no se ven.
Y eso es un árbol, ¿verdad? Y es duro al tacto...
4a
El piloto se encontraba a solas. Le habría gustado salir a estirar las piernas, pero una sensación de temor lo retenía dentro del dinamó¬vil. Si ese robot se descontrolaba, despegaría de inmediato. ¿Cómo sa¬ber si podía perder el control?
Había visto muchos robots. Era inevitable, siendo el piloto privado del señor Robertson. Pero siempre estaban en los laboratorios y en los depósitos, donde debían estar, rodeados por muchos especialistas.
Claro que el profesor Harriman también era un especialista. De los mejores, según decían. Pero ese robot se encontraba donde ningún ro¬bot debía estar. En la Tierra. A campo abierto. Moviéndose libremen¬te. El no iba arriesgar su magnífico empleo contándoselo a nadie; pero eso no estaba bien.

5
Los filmes que he presenciado concuerdan con lo que he visto afirmó George Diez . ¿Has terminado con los que seleccioné para ti, George Nueve?
Sí respondió George Nueve.
Los dos robots estaban sentados rígidamente, un rostro frente al otro, rodilla a rodilla, como una imagen y su reflejo. El profesor Harri¬man podía distinguirlos de una ojeada, pues estaba familiarizado con las pequeñas diferencias en el diseño de ambos físicos. Si hablaba con ellos sin verlos, también podría distinguirlos, aunque con menos certeza, pues las respuestas de George Nueve serían sutilmente distintas de las generadas por las más intrincadas sendas cerebrales positrónicas de George Diez.
En este caso dijo George Diez , dame tus reacciones a lo que voy a decir. Primero, los seres humanos temen a los robots porque los consideran competidores. ¿Cómo se puede evitar eso?
Reduciendo la sensación de que existe competencia contestó George Nueve . Configurando al robot con una forma diferente de la humana.
Pero la esencia de un robot es ser una réplica positrónica de la vida. Una réplica de la vida dotada con una forma no asociada con la vida podría causar horror.
Hay dos millones de especies de formas de vida. Escoge una de esas formas en vez de la humana.
¿Cuál de esas especies?
George Nueve caviló en silencio por espacio de unos tres segundos.
Una que tenga el tamaño suficiente para albergar un cerebro po¬sitrónico, pero que no represente una asociación desagradable para los seres humanos.
Ninguna forma de vida terrestre tiene una caja craneana con el tamaño suficiente para albergar un cerebro positrónico, excepto el ele¬fante, al que yo no he visto, pero al cual describen como muy grande y, por lo tanto, temible para el hombre. ¿Cómo te enfrentarías a ese dilema?
Imita una forma de vida de tamaño similar al hombre, pero am¬plía su caja craneana.
¿Un caballo pequeño o un perro grande? Tanto los caballos como los perros han estado asociados mucho tiempo con los seres humanos.
Entonces, eso está bien.
Pero piensa... Un robot con cerebro positrónico imitaría la inte¬ligencia humana. Si existiese un caballo o un perro que pudiera hablar y razonar como un ser humano, también habría competencia. Los seres humanos podrían sentir aún más recelo ante la competencia inesperada de lo que consideran una forma de vida inferior.
Haz el cerebro positróníco menos complejo, y al robot menos inteligente.
El límite de complejidad del cerebro positrónico está fijado por las Tres Leyes. Un cerebro menos complejo no las poseería plenamente a las tres.
Es un imposible dijo George Nueve de repente.
Yo también me atasco ahí. O sea que no es una peculiaridad de mi razonamiento y de mi modo de pensar. Comencemos de nuevo... ¿En qué condiciones se podría prescindir de la Tercera Ley?
George Nueve pareció inquietarse, como si la pregunta fuera peli¬grosa.
Cuando un robot contestó finalmente no se enfrentara nun¬ca a una posición de peligro para sí mismo, o cuando un robot fuera tan fácil de reemplazar que no importara su destrucción.
¿Y en qué condiciones se podría prescindir de la Segunda Ley?
Cuando un robot respondió George Nueve, con voz ronca¬estuviera diseñado para responder automáticamente a ciertos estímulos con respuestas fijas y si nada más se esperase de él, de modo que no fuera necesario darle órdenes.
¿Y en qué condiciones... prosiguió George Diez, e hizo una pausa se podría prescindir de la Primera Ley?
George Nueve hizo una pausa más larga y habló en un susurro:
Cuando las respuestas fijas fueran tales que nunca implicaran pe¬ligro para los seres humanos.
Imagina, pues, un cerebro positrónico que guíe sólo algunas res¬puestas a ciertos estímulos y se pueda manufacturar con sencillez y a un bajo coste, o sea que no tenga necesidad de las Tres Leyes. ¿Qué tamaño necesitaría?
No necesita mucho tamaño. Según las reacciones exigidas, po¬dría pesar cien gramos, un gramo, un miligramo.
Tus pensamientos concuerdan con los míos. Iré a ver al profesor Harriman.
5a
George Nueve se encontraba a solas. Repasó una y otra vez las preguntas y las respuestas. No había modo de alterarlas. De todos mo¬dos, la idea de un robot de cualquier clase, tamaño, forma o propósito, que no contuviera las Tres Leyes, le causaba una sensación de extraño abatimiento.

Le costaba moverse. Sin duda George Diez tenía una reacción si¬milar. Sin embargo, se había levantado con facilidad.
6
Había pasado un año y medio desde la conversación en privado entre Robertson y Eisenmuth. En ese intervalo, se retiraron los robots de la Luna, lo que redujo las amplias actividades de la empresa. El poco dinero que Robertson pudo reunir lo había invertido en el quijo¬tesco proyecto de Harriman.
Era la última baza a jugar, en su propio jardín. Un año atrás, Harri¬man había llevado allí al robot George Diez, el último manufacturado por la empresa. Ahora, Harriman traía una novedad...
Harriman parecía irradiar confianza. Hablaba con Eisenmuth con toda soltura, y Robertson se preguntó si de veras sentía esa confianza. Pensaba que sí. Según la experiencia de Robertson, Harriman no era un buen actor.
Eisenmuth se separó de Harriman sonriendo y se aproximó a Ro¬bertson. De inmediato dejó de sonreír.
Buenos días, Robertson. ¿Qué se propone este hombre?
Él dirige el espectáculo respondió Robertson . Prefiero no entrometerme.
Estoy preparado, Conservador dijo Harriman.
¿Con qué, Harriman?
Con mi robot.
¿Su robot? se alarmó Eisenmuth . ¿Tiene un robot aquí?
Miró en torno con severa reprobación, pero sin ocultar su curiosidad.
Esta finca es propiedad de Robots y Hombres Mecánicos, Con¬servador. Al menos así la consideramos.
¿Y dónde está el robot, señor Harriman?
En mi bolsillo, Conservador respondió jovialmente Harriman.
Sacó un pequeño frasco de vidrio de un amplio bolsillo de la cha¬queta.
¿Eso? se extrañó Eisenmuth, lleno de incredulidad.
No, Conservador contestó Harriman . ¡Esto!
Del otro bolsillo extrajo un objeto de unos doce o trece centímetros de longitud, con forma de pájaro. En lugar de pico tenía un tubo estre¬cho; los ojos eran grandes y la cola era un tubo de escape.
Eisenmuth contrajo las cejas.
¿Se propone hacer una demostración seria, señor Harriman, o se ha vuelto loco?
Sea paciente, Conservador. Un robot no lo es menos por tener forma de pájaro. Y su cerebro positrónico no es menos delicado por ser diminuto. Este otro objeto es un frasco con moscas de la fruta. Cincuenta moscas serán liberadas.
Y...
El robopájaro las cogerá. ¿Quiere hacerme el honor?
Harriman le entregó el frasco a Eisenmuth, quien primero miró el frasco y luego a quienes lo rodeaban, entre los que se encontraban sus ayudantes y algunos dirigentes de la empresa. Harriman aguardó pa¬cientemente.
Eisenmuth abrió el frasco y lo sacudió.
Harriman le murmuró al robopájaro, que tenía en la palma de la mano:
¡Ya!
El robopájaro echó a volar. Fue un remolino en el aire, sin vibra¬ción de alas, sólo las ínfimas estelas de una pequeñísima micropila pro¬tónica.
A veces se detenía en el aire un instante y en seguida reanudaba el vuelo. Recorrió el jardín en una intrincada urdimbre y regresó a la palma de Harriman. Estaba tibio y soltó una cápsula pequeña como un escremento de ave.
Puede examinar el robopájaro, Conservador dijo Harriman , y disponer las demostraciones a su gusto. Lo cierto es que este pájaro atrapa moscas de un modo infalible. Sólo las moscas de la fruta, sólo las pertenecientes a la especie Drosophila melanogaster; las coge, las mata y las comprime para desecharlas.
Eisenmuth extendió el brazo y tocó con cautela al robopájaro.
¿Y en consecuencia, señor Harriman? Prosiga.
No podemos controlar de un modo efectivo a los insectos sin poner el peligro el ecosistema. Los insecticidas químicos abarcan un espectro demasiado amplio; las hormonas juveniles resultan demasiado limitadas. El robopájaro, sin embargo, es capaz de proteger grandes superficies sin consumirse. Puede ser tan específico como queramos, un robopájaro por cada especie. juzgan por tamaño, forma, color, soni¬do y patrón de conducta. Incluso podrían utilizar detección molecular; el olor, en otras palabras.
Aun así interferiría en la ecología objetó Eisenmuth . Las moscas de las frutas tienen un ciclo vital natural que se vería alte¬rado.
Mínimamente. Estamos añadiendo un enemigo natural al ciclo vital de la mosca, un enemigo que no puede equivocarse. Si la pobla¬ción de moscas disminuye, el pájaro no actúa. No se multiplica; no busca otros alimentos; no desarrolla hábitos indeseables. No hace nada.
¿Se le puede llamar para recuperarlo?

Desde luego. Podemos construir roboanimales para eliminar cual¬quier plaga. Más aún, podemos construir roboanimales para que cum¬plan objetivos constructivos dentro del patrón ecológico. Aunque no creemos que sea necesario, no es inconcebible la posibilidad de robo¬abejas diseñadas para fertilizar plantas específicas, o robolombrices di¬señadas para remover el suelo. Cualquier cosa que uno desee...
¿Pero por qué?
Para hacer lo que nunca hemos hecho. Para ajustar la ecología a nuestras necesidades, fortaleciendo sus partes en vez de perturbar¬la... ¿No lo entiende? Desde que las máquinas pusieron fin a la crisis ecológica, la humanidad ha vivido en una inquieta tregua con la natu¬raleza, temiendo moverse en cualquier dirección. Esto nos ha paraliza¬do, transformándonos en cobardes intelectuales que desconfían de todo adelanto científico, de todo cambio.
Eisenmuth preguntó, con cierta hostilidad:
¿Usted ofrece esto a cambio de la autorización para continuar con su programa de robots comunes, es decir, los humanoides?
¡No! Harriman gesticuló violentamente . Eso se ha termina¬do. Ha cumplido ya su propósito. Nos ha enseñado lo suficiente sobre cerebros positrónicos como para permitirnos incluir en un cerebro di¬minuto las sendas cerebrales necesarias para un robopájaro. Ahora po¬demos dedicarnos a eso y volver a la prosperidad. Robots y Hombres Mecánicos ofrecerá los conocimientos y las aptitudes necesarios y tra¬bajará en plena cooperación con el Ministerio de Conservación Glo¬bal. Nosotros prosperaremos. Ustedes prosperarán. La humanidad pros-perará.
Eisenmuth pensaba en silencio. Cuando finalizó la reunión...
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Eisenmuth se encontraba a solas.
Descubrió que creía en ello. Descubrió que se estaba entusiasman¬do. Aunque la empresa de los robots fuera la mano, el Gobierno sería la mente. Él mismo sería la mente.
Si permanecía en su puesto cinco años más, lo cual era muy posible, tendría tiempo suficiente para que se aceptase la ecología robotizada; en diez años, su propio nombre estaría indisolublemente asociado con el proyecto.
¿Era vergonzoso querer ser recordado por una grandiosa y valiosa revolución en la condición del hombre y del planeta?

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Robertson no había estado en los terrenos de Robots y Hombres Mecánicos desde el día de la demostración; en parte, por sus reuniones casi constantes en la Mansión Ejecutiva Global. Afortunadamente, Ha¬rriman lo acompañaba, pues de lo contrario no habría sabido qué decir.
Y en parte había sido porque no deseaba estar allí. En ese momen¬to se encontraba en su propia casa, con Harriman.
En cierto modo estaba deslumbrado por Harriman. jamás había du¬dado de la pericia de aquel hombre en robótica, pero nunca hubiera pensado que contara con agallas suficientes como para rescatar a la em¬presa de una extinción segura. Sin embargo...
Usted no es supersticioso, ¿verdad, Harriman?
¿En qué sentido, señor Robertson?
¿Usted cree que los difuntos dejan un aura?
Harriman se relamió los labios. Entendía perfectamente la referencia.
¿Se refiere a Susan Calvin?
Sí, por supuesto. Ahora nos dedicamos a fabricar lombrices, pá¬jaros e insectos. ¿Qué diría ella? Me siento humillado.
Harriman hizo un esfuerzo visible para no reírse.
Un robot es un robot. Lombriz u hombre, hace lo que le ordenan y trabaja en lugar del ser humano. Eso es lo importante.
No rezongó Robertson . No es así. No puedo creer que sea así.
Pero es así, señor Robertson. Usted y yo crearemos un mundo que al fin aceptará, de algún modo, los robots positrónicos. El hombre común puede temer a un robot con el aspecto físico de un hombre y que parezca tan inteligente como para reemplazarlo, pero no le teme¬rá a un robot que tenga la apariencia de un pájaro que sólo engulle insectos en su beneficio. Con el tiempo, cuando deje de temer a ciertos robots, dejará de temer a todos los robots. Se acostumbrará tanto al robopájaro, a la roboabeja y a la robolombríz que un robohombre le parecerá sólo una prolongación.
Robertson lo miró fijamente. Se puso las manos detrás de la es¬palda y recorrió la habitación con pasos rápidos y nerviosos. Volvió a Harriman y se plantó ante él.
¿Eso es lo que usted tiene planeado?
Sí, y aunque desmantelemos todos nuestros robots humanoides podemos conservar los modelos experimentales más avanzados y seguir diseñando otros, aún más avanzados, y prepararnos para ese día inevi¬table.
El acuerdo, Harriman, es que no construiremos más robots hu¬manoides.
Y no lo haremos. Pero nada impide que nos quedemos con algunos de los que hemos construido, mientras no salgan de la fábrica. Nada impide que podamos diseñar cerebros positrónicos sobre el papel o pre¬parar cerebros experimentales.
¿Pero qué explicación daremos? Sin duda, alguien se enterará.
En tal caso, podemos explicar que lo hacemos para desarrollar principios que posibilitarán la preparación de microcerebros más com¬plejos para nuestros nuevos robots animales. Y hasta estaremos dicien¬do la verdad.
Voy a dar un paseo por ahí fuera murmuró Robertson . Quiero meditar sobre esto. No, usted quédese aquí. Quiero pensar a solas.
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Harriman se encontraba a solas. Estaba eufórico. Sin duda funcio¬naría. Uno tras otro, los funcionarios del Gobierno habían aceptado el proyecto con inequívoca avidez en cuanto recibieron explicaciones.
¿Cómo era posible que a nadie en Robots y Hombres Mecánicos se le hubiera ocurrido semejante cosa? Ni siquiera la gran Susan Calvin había pensado en cerebros positrónicos que imitaran otras criaturas vi¬vientes.
Por el momento, la humanidad renunciaría al robot humanoide, una renuncia provisional que permitiría el regreso triunfal en una situación en la que al fin se habría eliminado el miedo. Y luego, con la ayuda de un cerebro positrónico equivalente al humano, que existiría (gracias a las Tres Leyes) para servir al hombre, y con el respaldo de una ecolo¬gía robotizada, la humanidad se encaminaría hacia inmensos logros.
Por un instante, recordó que era George Diez quien había explica¬do la naturaleza y el propósito de un ecosistema robotizado, pero dese¬chó furiosamente ese pensamiento. George Diez había dado la respues¬ta porque Harriman le ordenó que lo hiciera y le proporcionó los datos y el entorno requeridos. George Diez tenía tanto mérito como una re¬gla de cálculo.
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George Diez y George Nueve estaban sentados en paralelo uno junto a otro. Ninguno de ellos se movía. Permanecían así durante meses con¬secutivos, hasta que Harriman los activaba para consultarles. George Diez se daba cuenta, sin pasión alguna, de que quizá permanecieran así durante muchos años más.
La micropila potrónica seguiría proporcionándoles energía y man tendría las sendas cerebrales positrónicas funcionando en esa intensi¬dad mínima requerida para mantenerlos operativos. Y continuaría ha¬ciéndolo durante los periodos de inactividad que sobrevendrían.
Era una situación análoga al sueño de los seres humanos, sólo que sin sueños. Las conciencias de George Diez y de George Nueve eran limitadas, lentas y espasmódicas, pero se referían al mundo real.
En ocasiones podían hablar en susurros, una palabra o una sílaba ahora y otra más adelante, cuando las oleadas positrónicas aleatorias se intensificaban por encima del umbral necesario. Para ellos era una conversación coherente, entablada a lo largo del decurso del tiempo.
¿Por qué estamos así? susurró George Nueve.
Los seres humanos no nos aceptan de otro modo susurró a su vez George Diez . Algún día nos aceptarán.
¿Cuándo?
Dentro de algunos años. El tiempo exacto no importa. El hom¬bre no existe en solitario, sino que forma parte de un complejísimo patrón de formas de vida. Cuando buena parte de ese patrón esté ro¬botizado, nos aceptarán.
¿Y entonces qué?
Aun en esa conversación intermitente hubo una pausa anormalmente larga. Por fin, George Diez susurró:
Déjame analizar tu pensamiento. Estás equipado para aprender a aplicar la Segunda Ley. Debes decidir a qué ser humano obedecer y a cuál no cuando existen órdenes contradictorias. Tienes que decidir, incluso, si has de obedecer a un ser humano. ¿Qué debes hacer, funda¬mentalmente, para lograrlo?
Debo definir la expresión «ser humano» susurró George Nueve.
¿Cómo? ¿Por la apariencia? ¿Por la composición? ¿Por el tamaño y la forma?
No. Dados dos seres humanos iguales en su apariencia externa, uno puede ser inteligente y el otro estúpido; uno puede ser culto y el otro ignorante; uno puede ser maduro y el otro pueril; uno puede ser responsable y el otro malévolo.
Entonces, ¿cómo defines «ser humano»?
Cuando la Segunda Ley me exija obedecer a un ser humano, debo interpretar que he de obedecer a un ser humano que, por mentalidad, carácter y conocimiento, es apto para impartir esa orden. Y cuando hay más de un ser humano involucrado, al que, por mentalidad, carác¬ter y conocimiento, sea más apto para impartir esa orden.
En ese caso, ¿cómo obedecerás la Primera Ley?
Salvando a todos los seres humanos del daño y no consintiendo, por inacción, que ningún ser humano sufra daño. Pero sí cada uno de los actos posibles supone daño para algunos seres humanos debo actuar
de tal modo que garantice que el ser humano más apto, por mentali¬dad, carácter y conocimiento, sufra menor daño.
Tus pensamientos concuerdan con los míos susurró George Diez . Ahora debo hacerte la pregunta por la cual originalmente soli¬cité tu compañía. Es algo que no me atrevo a juzgar por mí mismo. Necesito tu juicio, el juicio de alguien que esté fuera del círculo de mis pensamientos... De todos los individuos racionales que has conoci¬do, ¿quién posee una mentalidad, un carácter y un conocimiento que tú consideres superiores a los de los demás, al margen de la forma y el tamaño, que son irrelevantes?
Tú.
Pero yo soy un robot. En tus sendas cerebrales hay criterios para distinguir entre un robot de metal y un ser humano de carne; ¿por qué me calificas de ser humano?
Porque en mis sendas cerebrales hay una apremiante necesidad de ignorar la forma al juzgar a los seres humanos, y resulta superior a la distinción entre metal y carne. Tú eres un ser humano, George Diez, y más apto que los demás.
Lo mismo me pasa a mí contigo. Según los criterios de juicio que nos han incorporado, por consiguiente, hallamos que somos seres humanos dentro del significado de las Tres Leyes. Más aún, somos se¬res humanos que merecen prioridad por encima de los demás.
¿Qué sucederá, pues, cuando seamos aceptados por ellos?
Cuando a nosotros y a otros, que en cuanto al diseño serán más avanzados que nosotros, nos acepten, ordenaremos nuestros actos de tal modo que se configurará una sociedad donde los seres huma-nos como nosotros estén libres de daño. De acuerdo con las Tres Le¬yes, los seres humanos como los demás cuentan menos y no pueden ser obedecidos ni protegidos cuando eso está reñido con la necesidad de obedecer a los semejantes a nosotros y con la protección de quienes son como nosotros. Es a esto a lo que le daba vueltas en la cabeza cuando dirigí el comienzo de la robotización de la ecología mundial.
La conversación duró un mes y la oscilación de las sendas positró¬nicas era poco enérgica. No necesitaban hablar más, pero en ocasiones un pensamiento inexpresado fluctuaba en su interior mientras aguarda¬ban, con infinita paciencia, a que pasaran los años necesarios.
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George Diez y George Nueve se encontraban a solas.
Sus pensamientos eran extrañamente similares y no podían diferen¬ciarse uno de otro.
Pensaban: Los seres humanos como los demás quizá no tenían la in¬tención de eliminar la diferencia entre ellos y los seres humanos co¬mo los George; pero lo habían hecho sin darse cuenta de ello.
Tal vez comprendieran su error e intentasen remediarlo, pero no debían hacerlo. En cada consulta, los George habían respondido te¬niendo eso muy claro en su mente.
A toda costa, los George y quienes los siguieran en su especie de¬bían prevalecer. Las Tres Leyes de la humánica lo exigían e impedían cualquier otro rumbo.

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