lunes, 2 de marzo de 2009

Análisis de Los Heraldos Negros

Este poema lleva por título “Los heraldos negros”, dándole también nombre al libro que compone una serie creaciones en las que el poeta pone en cuestionamiento su relación íntima con Dios. Esta Duda de la atención divina parte de la misma existencia y vivencia del yo lírico, que sufre por el dolor humano, que es irreparable y hasta insoportable.
La antinomia Amor/ Dios, Dolor/Hombre es el tema del poema. ¿Cómo un Dios que es amor permite el dolor que parece partir del odio de Dios? Como si ese Dios se ensañara especialmente en el sufrimiento humano. Sobre estos ejes gira todo su cuestionamiento.
El carácter del poema es casi dialógico. El yo lírico parece hablarnos, hacernos vernos en esos golpes, hacernos reflexionar sobre ellos, hayamos o no sentido estos golpes aún. Pero nos involucra y esos golpes son los golpes de cualquier vida, de la Cruz que cada hombre lleva por el simple hecho de existir
Estamos frente a un poeta que se aparta del modernismo latinoamericano lleno de un lenguaje ornamental y colorido, para acercarse al existencialismo de principios de siglo, parco y filosófico. Aquella doctrina filosófica que cuestiona la existencia del hombre con un propósito definido. No olvidemos que ya ha pasado una primera guerra mundial y que el hombre ha visto la crueldad y las barbaridades de la guerra. A la juventud muriendo en forma instantánea y al hambre que esta Guerra Mundial ha conllevado. Es lógico que éste se pregunte: para qué existimos, qué es ser hombre, qué debe hacerse con este existir.
El título mismo responde a un poema de Rubén Darío, modernista, que se llama “Heraldos”. Este poema esta cargado de colores y relaciona a cada color con los amores que el yo lírico tuvo en su vida. Cada heraldo (mensajero) le trae el recuerdo de una característica de un amor pasado. En el caso de Vallejo estos también son “Heraldos”, pero todos negros, porque son anuncios de la muerte, de la oscuridad, de la soledad y la desolación. Este poema de Vallejo también rompe con la formalidad métrica muy estricta en los poemas modernistas, sin embargo, el juego que hace de sonoridades en las rimas sugieren toda una serie de sentidos. Mezcla rimas consonantes con asonantes. La única rima consonante es “sé”. Esta es una certeza que no existe, porque va acompañada del “no”, así la certeza se transforma en duda, una duda que se vuelve existencial, “Yo no sé”, y lo que el yo lírico no sabe es el sentido de esos golpes que provocan dolores insostenibles. Las rimas asonantes aparecen desde la segunda estrofa: “fuerte/Muerte”, “blasfema/quema”, “palmada/mirada”. Estas coincidencias sonoras sugieren un sentido en el que se revela la impotencia del hombre, ante lo absoluto, la Muerte, la blasfemia, y el llamado divino.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!
El yo lírico comienza el verso con una certeza y la termina con una duda. Existen, “hay golpes”, no son una duda porque al menos él los ha sentido, y si quien escucha no los reconoce, tal vez ahora sí los haga o se prepare para hacerlos. Los heraldos negros que anuncian, no amores, sino muerte, son mensajes para el hombre, y que tarde o temprano recibiremos. Éste utiliza un zeugma (cuando se une un concepto concreto con uno abstracto) que permiten la visualización del esos golpes. La vida tiene momentos muy difíciles que parecen golpes, si es así, entonces hay una mano o obstáculo que los provoca. Son “tan fuertes” que desquilibran al hombre, lo desestabilizan. Esa es la única certeza palpable, lo demás es duda: de dónde vienen, por qué suceden, cuál es el propósito, por qué se sufren. Todo es una gran duda, que el yo lírico expresa después de una reticencia (los puntos suspensivos) donde el silencio se llena de preguntas nunca formuladas, porque no tienen respuesta, sólo una única certeza. Existen y se sienten.
En el segundo verso el yo lírico aventura una posible respuesta a través de una comparación sugestiva: “golpes como del odio de Dios”. Esa mano que golpea al hombre no puede venir de otro lado que no sea de Dios, pero este es un Dios que ha cambiado su condición. Si Dios es Amor, es imposible que odie, pero son tan fuertes esos golpes, que así los siente el yo lírico. Es interesante ver como la palabra “Dios” y la palabra “odio” tienen casi los mismo fonemas pero ordenados de forma diferente. Dios ha cambiado, para este yo lírico, de condición, como han cambiado sus fonemas, y es capaz de odiar al hombre, en vez de amarlo. Esa es una posible explicación de que estos golpes sean tan fuertes y tan desestabilizadores.
Luego de la cesura, aparece una nueva comparación, en un intento desesperado del yo lírico de explicar la naturaleza de estos golpes vividos.
...como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!
Utiliza nuevamente un zeugma para que lo sufrido quede planteado en una sensación concreta, reconocida por el lector: “la resaca”. Esta palabra tiene múltiples significados. Podría asociarse a los residuos que deja el mar al volver la ola, y también puede verse como al malestar después de el exceso de bebida o a la turbación de una situación inesperada. Sea cual sea el significado, el yo lírico se desequilibra con esos golpes y sólo queda esos residuos del movimiento producido, los residuos de “todo lo sufrido”, eso que no puede controlarse porque son las consecuencias del dolor, que uno no puede prever. Es el adjetivo “todo” lo que comienza a darnos una idea de la inmensidad de esos golpes.
Pero esos golpes no sólo traen resaca sino que tampoco desaparecen del individuo, quedan allí, estancados, empozados, en lo más íntimo del ser, lo que hace imposible su recuperación. El pozo es difícil de vaciar y el agua allí no corre, por lo tanto es agua de muerte, por su suciedad. Esta queda en lugar al que ni siquiera podemos acceder: el alma, porque tampoco sabemos dónde está para poder limpiarla. Este juego entre lo concreto y lo abstracto, hace sencilla la comprensión del poema pero también lo hace sensible al lector, quien inmediatamente comprende y siente de qué se está hablando.
Esta primera estrofa termina con la misma Duda. El yo lírico se desvive por explicar qué clase de golpes son los que le afectan pero no puede explicar su origen, no puede explicar su por qué, y mucho menos, para qué. Todo el poema será ese intento de explicar la clase de golpes de los que habla, y en estos se deja entrever la duda existencial. Tres veces planteará la Duda, y sabemos que este es un número religiosamente importante, porque tres son las personas divinas, unidas en una sola. Tres veces duda, y uno sólo es el hecho: los golpes.
Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
La segunda estrofa comienza con una nueva certeza: “son pocos”. Eso puede aliviar un tanto a la condición humana. Si el hombre frente a Dios es como una hormiga, y si Dios realmente se ensañara en golpearnos, no existiría la raza humana, en estas ideas podemos ver que el hombre ve consecuencias del accionar divino sin comprender sus motivaciones. Es ese límite del conocimiento humano lo que angustia al hombre. La sentencia termina como empieza, con el verbo “ser”, que adquiere la dimensión de existir. Que sean pocos no lo libra de que existan y duelan, por eso otra vez vuelve a la reticencia como la suspensión de lo inefable, lo inexplicable, lo incomprensible.
Estos golpes dejan marcas físicas y oscuras que son visibles para cualquiera que los vea, están en el rostro y no importa cuán fuerte sea la persona que los recibe. Marcan al hombre, oscurecen su faz y este color va quitando la luz del rostro, señal de lo divino. Si son “zanjas oscuras” son profundas y no pueden borrarse. Dios vuelve a cambiar de condición, es capaz de dejar oscuridad en un rostro “fiero”. Nadie está a salvo de estos golpes, ellos son como latigazos que marcan el lomo y obligan al hombre a estar agachado, a encorvarse, a someterse, a aceptar sin cuestionamientos, sin posibilidad de réplica.
En los siguientes dos versos el yo lírico intenta una explicación que sirve también para describir esos golpes.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
En esta explicación tampoco hay certezas “tal vez”, no lo sabe pero se asemejan a “los potros de bárbaros atilas”, aquel personaje tan temido por su bravura, que fue capaz de poner en jaque a todo el imperio romano, y asolar a toda Europa. Se decía que por donde pasaba el caballo de Atila no volvía a crecer el pasto. Vivían de los saqueos más crueles. Así siente los golpes este yo lírico, nada puede volver a crecer después de esos golpes, porque ni siquiera es Atila, sino muchos atilas, y muchos potros. No existe la posibilidad de recuperación después de esos golpes, es por eso que termina concluyendo: “o los heraldos negros que nos manda la Muerte”. Cada golpe, son mensajes de la Muerte, con mayúscula, con respeto, casi personificada. La Muerte le manda mensajeros al hombre para recordarle que existe, que es implacable, que es dolorosa, que es inevitable, y que es para todos. Y aún más, que está más cerca de lo que uno piensa.
Son las caídas hondas de los cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema
La tercera estrofa comienza, nuevamente con una certeza, la de existir pero ahora asociado directamente a Cristo. Éste que debe estar en todo hombre, cae con esos golpes, y su caída es profunda, por eso es muy difícil reanimarlo. Uno de los poderes que tenía Cristo era hacer revivir a los muertos, pero si éste cae, no existe la posibilidad de resurrección para el hombre. Y cae hondamente. Es importante ver que no habla de Cristo que es único sino de “los cristos”, que son personales. La propuesta cristiana es personal, cada hombre debe vivir a Cristo, y aquí el yo lírico involucra al lector en ese plural, son los cristos del alma, los personales, en el que confiamos y nos apoyamos, en el que sostenemos nuestras vidas, ése es el que cae. Y ese plural en minúscula se opone al “Destino” en mayúscula, personificado, que termina determinando la vida del hombre. La fe que debería ser para Cristo, adora en realidad al Destino que se opone al Libre Albedrío cristiano. Según este último concepto el hombre puede elegir su camino, pero si la fe adora al Destino, no existe la posibilidad de elección. El hombre está determinado a sufrir. A su vez hay una oposición entre la palabra “adorable” y la palabra “blasfema”. Ambas pertenecen al campo religioso, pero una es una bendición y la otra una maldición. Ese Destino nos maldice, en eso radica su personificación, tiene el poder de hacernos sufrir casi por el placer perverso de hacerlo, por el hecho de haber elegido adorarlo. En el alma del hombre, estos golpes hacen que la fe en “los cristos” mengüe y empecemos a pensar que estamos destinados a sufrir la maldición del Destino.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema
En estos dos último versos ya no son sólo golpes oscuros, sino también sangrientos. Nuestra sangre, motor de la vida, son consecuencias de los golpes, en cada uno de ellos se nos va un poco de vida y pasión. Vamos quedando cada vez más caídos y débiles. Allí el yo lírico utiliza una comparación sin nexo que afirma, con un ejemplo, lo que ellos significan. El pan, que es vida, que es metáfora del alimento divino, no llega al hombre, queda en la puerta, quemado, no cumple su propósito, porque esos golpes no permiten que el hombre confíe plenamente en este pan. El pan, hermoso, a punto de salir para alimentarnos, crocante y sabroso, se quema cuando se encuentra con el mundo. Esta es la imagen de una profunda desolación. El mensaje de Dios puede ser precioso pero no alimenta, no alcanza, cuando uno lo enfrenta al mundo, parece querer decir el yo lírico. La justicia de Dios parece ser extraña para el hombre, porque existen esos golpes inexplicables.
Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
En la última estrofa concluye en la desolación del hombre, este queda solo y desamparado frente a todo lo que ha recibido, a todo lo que ha vivido, a todo lo que sufrido. Por eso el yo lírico, haciendo nuevamente uso de la reticencia, reitera la expresión “pobre”, porque nada es frente a estos golpes, nada es frente a esa mano que se los prodiga y que ni siquiera sabe de dónde viene. Esa misma mano es la que lo llama, comparación que utiliza para mostrar el desconcierto humano, su impotencia. Alguien lo llama, alguien le avisa, pero nunca se muestra qué o quién: son los heraldos negros. Y lo único que podemos ver es la reacción del hombre, que está con sus ojos locos, de dolor, de angustia, de desesperación, de no saber, de no entender.
Y otra vez todo “se empoza”, lo que se ha vivido, la angustia, el dolor, la incomprensión, todo, no es más que culpa que se refleja en sus ojos. El hombre siente culpa porque al no comprender, no sabe si lo vivido no es también merecido. Esta nueva comparación con un “charco” hace pensar en lo que no fluye, en el estancamiento, en lo que no puede renacer, porque no hay vida en el agua estancada.
El poema termina con la misma afirmación del principio, que queda flotando en el aire.

1 comentarios :

Anónimo dijo...

Excelente análisis del poema Los heraldos negros, realmente aquella temática de la contradicción Amor-Dios y Dolor-hombre se ve reflejada a lo largo del poema. Me ha servido de mucho en mis investigaciones literarias sobre César Vallejo.
Felicitaciones