La Odisea, Canto IX ~ Homero
Relatos ante Alcino. 
El Cíclope.
Entonces el ingenioso Ulises le respondió con las siguientes palabras:
—Poderoso
 Alcino, y el más ilustre entre todos los pueblos, cuán dulce es oír a 
semejante cantor, que por el encanto de su voz es igual a los dioses. 
No, sin duda, creo que no es posible proponerse un fin más agradable que
 el de ver reinar la alegría en todo un pueblo, ver a estos invitados 
escuchando a un cantor en el palacio, sentados todos alrededor de mesas 
cargadas de panes y manjares, mientras que el copero saca el vino de las
 jarras y lo trae para llenar las copas; esto es lo que en mi alma me 
parece lo más hermoso. Pero, puesto que es tu deseo enterarte de mis 
lamentables infortunios, es preciso que suspire otra vez derramando 
lágrimas. ¿Por dónde comenzar y cómo terminar este relato? Los dioses 
del cielo me han abrumado con muchos dolores. Ahora, pues, te diré mi 
nombre, para que lo sepas; porque si evito el día funesto, quiero ser tu
 huésped, aun cuando viva en moradas lejanas. Yo soy el hijo de Laertes,
 Ulises, que con mis estratagemas me he dado a conocer a todos los 
hombres y cuya gloria ha subido hasta los cielos. Habito en la 
occidental isla de Itaca; en ella hay una soberbia montaña, el Nerito, 
cubierto de árboles; en derredor se encuentran islas numerosas y 
próximas las unas de las otras: Duliquio, Same, Zante sombreada por 
bosques; Itaca, cuya orilla apenas destaca del mar, y la más próxima a 
poniente (las otras se encuentran frente a la aurora del sol), está 
cubierta de peñascos; pero ella alimenta a una juventud vigorosa. No 
puedo ver ningún otro lugar que se mea más dulce que mi país. La ninfa 
Calipso me retuvo mucho tiempo en sus profundas grutas, deseando con 
ardor que yo fuera su esposo; asimismo la astuta Circe, que reina en la 
isla de Ea, me retuvo en su palacio, deseando también que fuera su 
esposo; pero ni la una ni la otra logró persuadir mi corazón. No, nada 
hay más querido para el hombre que su patria y sus padres, aun cuando 
habitase en una rica mansión en tierra extranjera, lejos de su familia. 
Pero, puesto que lo deseas, voy a contarte mi regreso, con todos los 
males que me envió Zeus cuando partí de Troya.
"Al salir de 
Ilion, los vientos me llevaron al país de los ciconios, hacia la ciudad 
de Ismaro; yo asolé esa ciudad e hice perecer a sus habitantes. Después 
de raptar a sus esposas y apoderamos de numerosas riquezas, hici-mos el 
reparto, y nadie se fue sin tener una parte igual. Yo les exhorté a huir
 con pie ligero; pero los insensatos no me obedecieron. Allí, bebiendo 
el vino en abundancia sacrificaban en la orilla numerosos rebaños de 
bueyes y de ovejas. Durante ese tiempo, habiendo huido algunos ciconios,
 llaman a otros ciconios sus vecinos más próximos y los más valientes, 
que habitan el interior de las tierras, que saben, en un carro, combatir
 a sus enemigos y también esperarlos a pie firme. Tan pronto como clarea
 el día, acuden, numerosos como las hojas y las flores en la estación de
 la primavera; enton-ces el funesto destino de Zeus se adhiere a 
nosotros, desventurados, para hacemos padecer muchos males. Alineados, 
nos libran combate delante de las naves, y sucesivamente nos atacan con 
sus lanzas de cobre. Durante toda la mañana y mientras se eleva el astro
 sagrado del día, resistimos a nuestros enemigos, aun cuando superiores 
en número; pero cuando el sol declina y trae la hora en que son 
desatados los bueyes, los ciconios se arrojan contra los griegos y los 
ponen en fuga. Cada una de mis naves perdió seis guerreros, los otros 
escaparon a la muerte.
"Volvemos a embarcar, contentos de haber 
evitado la muerte, pero con el corazón apesadumbrado por haber perdido a
 nuestros compañeros. Sin embargo, nuestras grandes naves no se alejan 
sin que hayamos llamado tres veces a los amigos infortunados que 
perecieron en esa orilla, vencidos por los ciconios. Entonces el 
poderoso Zeus suscita contra nosotros el viento Bóreas, acompañado de 
una espantosa tempestad, y oculta bajo densas nubes la tierra y las 
olas; la noche cae de repente desde el cielo. Nuestras naves son 
arrastradas a lo lejos sin dirección, y las velas son desgarradas en 
jirones por la violencia del viento; las depositamos en las naves para 
evitar la muerte y dirigimos en seguida la flota hacia el continente más
 cercano. Durante dos días y dos noches permanecemos en esa ribera, con 
el corazón devorado por los dolores y los tormentos. Pero cuando la 
Aurora de hermosa cabellera hubo traído el día tercero, levantamos los 
mástiles, desplegamos las velas y volvemos a subir a las naves, 
conducidas por el viento y los pilotos. Yo esperaba por fin llegar 
felizmente a las tierras de la patria, cuando, al doblar el cabo Maleo, 
Bóreas y las rápidas corrientes del mar me rechazan y me alejan de 
Citera.
"Durante nueve días fui llevado por los vientos 
contrarios en el mar rico en peces; pero al día décimo fui a parar al 
país de los lotófagos, que se alimentan de la flor de una planta. 
Bajamos a la playa y sacamos agua de las fuentes; luego, mis compañeros 
comen junto a las naves. Cuando hemos terminado de comer y de beber, yo 
decido enviar a mis compañeros a explorar, escogiendo a dos de entre 
ellos; el tercero que les acompañaba era un heraldo, para informarse de 
cuáles eran los pueblos que en aquellos lugares se alimentaban de los 
frutos de la tierra. Habiendo, pues, partido éstos, se mezclaron a los 
pueblos lotófagos; pero los lotófagos, que no tenían inten-ción de dar 
muerte a nuestros compañeros, les dieron a probar el loto. Aquellos que 
comieron el dulce fruto del loto no querían venir a dar cuenta del 
mensaje ni regresar, sino que, por el contrario, deseaban quedarse entre
 los pueblos lotófagos, y para alimentarse del loto se olvidaban de 
regresar. Sin embargo, yo les obligué a que llorando volvieran a subir a
 las naves, y los até a los bancos de los remeras. Al instante ordeno a 
mis otros compa-ñeros que suban a las ligeras naves, temiendo que 
también ellos, comiendo el loto, se olviden de regresar. Suben en 
seguida, se colocan en los bancos, y todos sentados en orden baten con 
sus remos el mar espumoso.
"Lejos de estos lugares comenzamos de 
nuevo a navegar, con el corazón transido de dolor. Llegamos en seguida 
al país de los violentos Cíclopes, que viven sin leyes, y que, confiando
 en los dioses inmortales, no siembran ninguna planta con sus manos y no
 labran la tierra; pero allí todas las cosas crecen sin ser sembradas ni
 cultivadas: la lluvia de Zeus hace crecer para ellos la cebada, el 
trigo, y las vides que, cargadas de uvas, dan un vino delicioso. No 
tienen ni asambleas, ni para celebrar el consejo, ni para administrar la
 justicia; sino que viven en las cimas de las montañas, en grutas 
profundas; cada uno de ellos gobierna a sus hijos y a su esposa, y no se
 preocupan los unos por los otros.
"Frente al puerto, ni 
demasiado cerca, ni demasiado lejos del país de los Cíclopes, hay una 
isla de escasa extensión, y cubierta de bosques; allí nacen en gran 
número cabras monteses, porque los pasos de los hombres nunca las ponen 
en fuga. Esa isla no es visitada por los cazadores, que soportan tantas 
fatigas en los bosques recorriendo las cumbres de las montañas; no está 
habitada por pastores ni labradores, sino que está desprovista, de 
hombres, sigue siempre sin siembra ni cultivo, y solamente alimenta a 
las baladoras cabras. Porque entre los Cíclopes no hay naves de proa de 
bermellón, con las cuales se realizan toda clase de empresas y se 
visitan las ciudades de los pueblos; tales son los numerosos proyectos 
que realizan los hombres al cruzar los mares. Así, los Cíclopes habrían 
podido cultivar esa isla y hacerla habitable: ella no es estéril, y 
produciría frutos en cualquier estación. Allí, en la orilla del mar 
espumoso, se extienden prados húmedos y tupidos; las vides serían allí 
sobre todo de larga duración. Es fácil de labrar; en ella se recogería 
en la estación correspondiente una abundante cosecha, porque el suelo es
 graso y fértil. Esta isla posee todavía un puerto cómodo, donde nunca 
hay necesidad de cordaje, donde no se echa el ancla, donde ningún 
vínculo amarra las naves; cuando abordan a esos lugares, permanecen en 
ellos hasta que los navegantes desean partir y empiezan a soplar los 
vientos. En el extremo de ese puerto corre un agua límpida, el manantial
 se halla bajo una gruta; en derredor se elevan unos chopos. Fue allí 
adonde arribamos, y un dios nos condujo durante la noche oscura: ningún 
objeto hería entonces nuestra vista; una espesa niebla envolvía a 
nuestras naves, y la luna no brillaba en el cielo; estaba oculta por las
 nubes. Ninguno de nosotros había descubierto aquella isla; ni siquiera 
advertimos las enormes olas que iban a estrellarse a la orilla, antes de
 que con nuestras naves hubiéramos llegado a ella. Tan pronto como 
llegamos, plega-mos las velas, luego bajamos a tierra, y nos dormimos en
 espera de que volviera a brillar la aurora.
"Al día siguiente, a
 los primeros rayos del día, recorremos esa isla, y quedamos llenos de 
admiración. Entonces las ninfas, hijas del poderoso Zeus, nos envían las
 cabras de las montañas para la comida de nuestros compañeros. Luego 
traemos de las naves los arcos curvos, las largas jabalinas, y divididos
 en tres grupos, arrojamos nuestros dardos; de pronto un dios nos 
concede una caza abundante. Doce naves me habían seguido; cada una de 
ellas obtuvo nueve cabras en la distribución. Mis compañeros escogieron 
diez para mí solo. Durante todo el día, hasta que el sol se puso, 
saboreamos los manjares abundantes y el delicioso vino. El vino de 
nuestras naves no se había agotado, sino que aún nos quedaba una buena 
cantidad; porque habíamos puesto mucho de nuestras jarras cuando 
saqueamos la ciudad de los ciconios. Entre tanto, descubrimos a poca 
distancia el humo que se elevaba en el país de los Cíclopes, y oímos sus
 voces mezcladas a los balidos de las cabras y de las ovejas. Cuando el 
sol hubo terminado su carrera, y llegaron las tinieblas de la noche, nos
 acostamos a la orilla del mar. Cuando volvió a brillar la aurora, yo 
reuní a todos los míos y les dije:
"—Quedaos en estos lugares, 
¡oh mis compañeros fieles!; yo, entre tanto, con aquellos que suban a mi
 nave, iré a informarme acerca de quiénes son esos hombres; si son 
crueles, salvajes, sin justicia, o si son hospitalarios, y si su alma 
respeta a los dioses.
"Dichas estas palabras, yo subo a la nave, 
ordeno a mis compañeros que me sigan y desaten los cordajes. En seguida 
suben a la nave, se colocan en los bancos, y todos, también 
ordenadamente, golpean con sus remos el mar espumoso. Cuando arribamos 
al país del cual nos encontrábamos tan cerca, vimos en el extremo del 
puerto, cerca del mar, una gruta elevada, sombreada de laureles: allí 
reposaban numerosos rebaños de cabras y ovejas; el patio estaba cerrado 
por un muro de peñascos hundidos en la tierra, por grandes pinos y 
encinas de alta cabellera. Allí era donde moraba un hombre enorme, el 
cual, él solo, hacía pacer sus rebaños a lo lejos; no frecuentaba a los 
otros Cíclopes, sino que, siempre apartado de ellos, no conocía más que 
la violencia. Era un monstruo horrible, no parecido al hombre que se 
alimenta de trigo, sino a la cima boscosa de las altas montañas, parecía
 superar a todos los demás.
"Digo a mis compañeros que se queden a
 bordo para guardar la nave; solamente, al escoger a doce de los más 
valientes, me alejé; sin embargo, cogí un odre de piel de cabra lleno de
 un vino delicioso, que me dio Marón, hijo de Evanteo, sacerdote de 
Apolo, que vivía en la ciudad de Ismaro, porque, llenos de respeto, le 
protegimos, a él, a su mujer y a sus hijos. Habitaba el bosque sagrado 
del radiante Apolo. Me colmó de presentes magníficos; me dio siete 
talentos de un oro escogido, luego una copa toda de plata, y luego llenó
 doce jarras de un vino delicioso y puro, brebaje divino. Nadie en la 
casa, ni sus esclavos, ni sus servidores conocían este vino, solamente 
él, su mujer y la intendente del palacio. Cuando bebía de aquel licor 
delicioso y colorado, llenando sólo una copa, la vertía sobre veinte 
medidas de agua; de la crátera se exhalaba entonces un perfume suave y 
divino; nadie podía resistir a ese encanto. Yo me llevé, pues, este 
ordre lleno, y en un saco de cuero metí mis provisiones; porque ya 
pensaba en el fondo de mi corazón que encontraría un hombre de inmensa 
fuerza, un hombre cruel, que no conocía ni la justicia ni las leyes.
"Pronto
 llegamos a su antro; no le encontramos allí, había llevado sus pingües 
rebaños a los lugares de pasto. Entonces, penetrando en la caverna, 
admiramos cada cosa: las cestas de junco estaban repletas de quesos, los
 cabritos y los corderos llenaban el redil, pero estaban separados en 
distintos recintos; primero aquellos que nacieron primeramente, después 
los menos grandes, finalmente aquellos que acababan de nacer; todas las 
vasijas, aquellos que contenían el suero de la leche, los tarros y los 
cuencas en los que el Cíclope ordeñaba sus rebaños, estaban puestas en 
orden. Mis compañeros me rogaban que cogiera algunos quesos y volviera a
 la nave; me exhortaban a que nos llevásemos prestamente cabras, ovejas y
 las condujésemos a la nave y cruzásemos la onda amarga; pero yo no me 
dejé persuadir (sin embargo, era la decisión más prudente), porque 
quería ver al Cíclope, y saber si me concedería los dones de la 
hospitalidad; pero su presencia no había de resultar afortunada para mis
 compañeros.
"Habiendo encendido el fuego, hacemos los 
sacrificios, después, habiendo tomado algunos quesos, los comemos; y 
permaneciendo sentados en el interior de la caverna, aguardamos el 
momento en que el Cíclope regresó del campo. Llevaba un enorme haz de 
leña seca para preparar su comida. Lo arroja fuera de la caverna, y su 
caída produjo un gran ruido; asustados, huimos hasta el fondo del antro.
 Entonces hace entrar en esta espaciosa gruta sus rebaños, todos 
aquellos, por lo menos, que él quería ordeñar, y deja los machos junto a
 la entrada, los machos cabríos y los carneros permanecen fuera del 
espacioso patio. Luego, para cerrar su morada levanta una enorme roca: 
veintidós fuertes carros de cuatro ruedas no habrían podido arrancarla 
del suelo, tan grande era aquella piedra que él coloca a la entrada del 
patio. Habiéndose sentado, ordeña con el mayor cuidado sus ovejas, sus 
cabras baladoras, y en seguida devuelve los corderos a sus madres. 
Luego, dejando coagular la mitad de aquella leche, la deposita en unas 
cestas trenzadas con esmero, y pone la otra mitad en unas vasijas para 
cal-mar la sed y para que constituya su cena. Después de poner fin 
apresuradamente a todos estos preparativos, enciende el fuego, advierte 
nuestra pre-sencia y nos dice:
"—Extranjeros, ¿quiénes sois? ¿De 
dónde venís a través de las llanuras húmedas? ¿Es por vuestro negocio o 
acaso sin intención alguna vais errantes como los piratas que recorren 
los mares exponiendo su vida y llevando la asolación a los extranjeros?
"Dice,
 y nosotros sentimos rompérsenos el corazón, nos estremecemos al oír esa
 voz formidable y ante la vista de aquel horrible coloso. Yo, sin 
embargo, le respondo las siguientes palabras:
"—Somos unos 
griegos que, desde que partimos de Ilion, arrastrados por los vientos 
contrarios, hemos recorrido la vasta extensión del mar, y aunque 
deseosos de volver a nuestra patria, llegamos aquí, desviados de nuestra
 ruta, y siguiendo otros senderos; así lo ha querido Zeus. Nosotros nos 
jactamos de ser los soldados de Agamenón, hijo de Atreo, cuya gloria es 
hoy inmensa bajo la bóveda de los cielos, tan grande es la ciudad que ha
 derribado y numerosos los pueblos que ha vencido; nosotros, entre 
tanto, venimos a abrazar tus rodillas, para que nos concedas el don de 
la hospitalidad, por lo menos que nos concedas algunas subsistencias, 
como es justo ofrecer a los extranjeros. Poderoso héroe, respeta a los 
dioses; nosotros somos tus suplicantes. Zeus hospitalario es el vengador
 de los suplicantes y de los huéspedes; acompaña a los extranjeros que 
son dignos de respeto.
"Tales fueron mis palabras; pero él, sin piedad, me responde inmediatamente:
"—Extranjero,
 tú pierdes la razón, o acaso vienes de lejos, tú que me ordenas temer y
 respetar a los dioses. Los Cíclopes no se preocupan de Zeus ni de los 
inmortales; somos más poderosos que los dioses bienaventurados. Para 
evitar la ira de Zeus no pienso perdonar ni a ti ni a tus compa-ñeros, 
si tal no es mi deseo. Pero dime ahora dónde dejas tu nave; enséñame si 
está en el extremo de la isla o cerca de aquí, para que yo lo sepa.
"Así hablaba, para probarme; pero yo no olvidé mis numerosos ardides, y le respondí a mi vez con estas palabras engañosas:
"—El
 poderoso Posidón ha roto mi nave, arrojándola contra un peñasco en el 
momento en que yo iba a tocar el promontorio que se eleva sobre los 
hordes de tu isla, y el viento, sobre las olas, ha dispersado los 
restos; sola-mente yo con mis compañeros hemos podido evitar el perecer.
"Así
 hablaba yo; el cruel no responde nada a estas razones, pero, 
adelantándose, lleva sus manos hacia mis compañeros, coge dos de ellos y
 los "plasta contra una piedra como jóvenes cervatillos; sus sesos 
corren por el suelo, inundándolo. Entonces, rompiendo los miembros 
palpitantes, prepara su comida, y come, semejante al león de las 
montañas, sin dejar vestigios ni de la carne, ni de las entrañas, ni de 
los huesos llenos de tuétano. A la vista de estas horribles maldades, 
elevamos llorando las manos hacia Zeus, y la desesperación se apodera de
 nuestra alma. Cuando el Cíclope ha llenado su vasto cuerpo, devorando 
la carne humana, bebe una leche pura, y se acuesta en la caverna, 
tendido en medio de sus rebaños. Yo, sin embargo, quería en mi corazón 
magnánimo, acercándome a ese monstruo, y sacando la espada que llevaba a
 mi lado, herirle en el pecho, en el lugar en que los músculos sostienen
 el hígado, y abatirlo con mi propia mano; pero otro pensamiento me 
contuvo. Moriríamos allí dentro de muerte horrible; porque con nuestros 
brazos no podíamos levantar la enorme piedra que él había lanzado 
delante de la puerta. Aguardamos, pues, suspirando, el regreso de la 
divina Aurora.
“Al día siguiente, a los primeros rayos del día, 
el Cíclope enciende el fuego, ordeña sus soberbios rebaños, lo dispone 
todo con orden, y en seguida devuelve los corderos a sus madres. Después
 de terminar apresuradamente estos preparativos, cogiendo de nuevo a dos
 de mis compañeros, hace con ellos su comida. Terminada esta comida, el 
monstruo hace salir del antro sus pingües ovejas, levantando sin 
esfuerzo la puerta inmensa; luego vuelve a colocarla en su sitio, como 
habría colocado la tapa de un carcaj. Entonces el Cíclope, al son de un 
prolongado silbido, conduce sus gordas ovejas a la montaña. Yo, 
entretanto me había quedado meditando terribles proyectos, para 
vengarme, si Atenea quería concederme tal gloria. He aquí el partido que
 en mi alma se me antojó el mejor. El Cíclope, en el fondo del establo 
había colocado la enorme rama de un verde olivo, que había cortado para 
servirse de ella cuando estuviera seca; nosotros la comparábamos al 
mástil de una grande y pesada nave de veinte remos que un día ha de 
surcar las vastas ondas; tales nos parecieron su anchura y su altura. 
Corto unos tres codos, luego doy esta rama a mis compañeros, 
ordenándoles que reduzcan su grosor; ellos la trabajan y la vuelven muy 
unida; yo aguzo en seguida la punta, y para endurecerla la paso por la 
chispeante llama. Entonces la deposito con cuidado y la escondo bajo un 
gran montón de estiércol que había en el aprisco. A continuación ordeno a
 mis compañeros que elijan echando suertes a aquellos de entre ellos que
 hayan de atreverse conmigo a hundir esta estaca en el ojo del Cíclope 
cuando se disponga a disfrutar del dulce sueño. Los cuatro designados 
por la suerte, habría querido escogerlos yo mismo; yo hacía el número 
quinto con ellos. Al atardecer, regresa condu-ciendo sus ovejas de 
blando vellocino; empuja hacia el interior sus pingües rebaños; entran 
todos, y el Cíclope no deja a ninguno fuera del patio, ya sea que él 
mismo hubiera concebido tal proyecto, ya sea que un dios lo hubiera 
querido así. Luego, levantándola, vuelve a colocar la puerta inmensa, y 
habiéndose sentado, ordeña sus ovejas, sus cabras baladoras, lo dispone 
todo con orden, y a continuación devuelve los corderos a sus madres. 
Después de haber terminado apresuradamente estos preparativos, cogiendo 
de nuevo a dos de mis compañeros, hace de ellos su comida. En este 
momento yo me le acerco, teniendo en mis manos una escudilla de hiedra 
llena de un vino delicioso, y le digo:
"—Cíclope, toma, bebe de 
este vino, después de comer carne humana; para que sepas cuál es la 
bebida que yo tenía escondida en mi nave, te la traigo como una 
libación, en la esperanza de que, apiadándote de mí, me permitirás que 
regrese a mi patria; tu furor no tiene medida, ¡insensato! ¿Quién, en lo
 sucesivo, querrá venir a estos lugares? Estás obrando contra toda 
justicia.
"Así hablaba yo, y él coge la copa y bebe; experimenta 
un intenso placer al saborear tan dulce brebaje, y me pide que le dé 
otra vez:
"—Dame más, y ahora, dime en seguida cómo te llamas, 
para que yo te dé un presente de hospitalidad que pueda alegrarte. La 
tierra fecunda les produce a los Cíclopes la vid y sus bellos racimos 
que para ellos hace crecer la lluvia de Zeus; pero esta bebida es una 
emanación del néctar y de la am-brosía.
"Dijo, y en seguida yo le
 doy otra vez del licor resplandeciente; tres veces se lo doy al Cíclope
 y tres veces bebe él sin medida. Y tan pronto como el vino se ha 
adueñado de su espíritu, yo le digo estas dulces palabras:
"—Cíclope,
 tú me preguntas mi nombre: voy a decírtelo; pero tú, concédeme el 
presente de la hospitalidad, tal como me habías prometido. Mi nombre es 
Nadie; Nadie es como me llaman mi padre, mi madre y todos mis 
compañeros.
"Tales fueron mis palabras, pero él me responde con la misma ferocidad:
"—Nadie,
 yo te comeré a ti el último, después de tus compañeros; los otros 
perecerán antes que tú; tal será para ti el presente de hospitalidad.
"Así
 hablando, el Cíclope cae tendido de espaldas; su enorme cuerpo queda 
inclinado sobre sus hombros; y el sueño, que doma todo lo que respira, 
se apodera de él; de su boca se escapan el vino y los jirones de carne 
humana, los arroja en su pesada embriaguez. Entonces introduzco la 
estaca bajo una abundante ceniza, para que se ponga ardiente; y con mis 
palabras animo a mis compañeros, para que, asustados, no me abandonen. 
Tan pronto como la rama de olivo se ha calentado lo suficiente, según yo
 calculo, y aunque verde, cuando brilla ya con una intensa llama, la 
retiro del fuego, y mis compañeros permanecen a mi alrededor; sin duda 
un dios me inspiró esta audacia. Ellos, entre tanto, cogiendo aquella 
rama de olivo afilada, la hunden en el ojo del Cíclope; y yo, apoyándome
 encima, la hacía girar. Así, cuando un hombre agujerea con un taladro 
la tabla de una nave, debajo de él, otros obreros, tirando una correa 
por los dos lados, precipitan el movimiento, y el instrumento gira sin 
cesar; de la misma manera nosotros hacemos girar la ardiente rama en el 
ojo del Cíclope, y la sangre corre alrededor de esta estaca. Un ardiente
 vapor devora las' pestañas y los párpados, la pupila está completamente
 consumida; sus raíces chillan, desgarradas por la llama. Al igual que 
un herrero, templando el hierro, ya que en ello reside su fuerza, 
sumerge en el agua helada una fuerte hacha, o bien una doladera, se 
estremece con gran ruido; de la misma manera silba su ojo atravesado por
 In rama de olivo. El Cíclope profiere entonces espantosos alaridos; 
todo el peñasco resuena; nosotros huimos temblando de miedo. Arranca de 
su ojo aquel madero que gotea sangre; en seguida, con la mano lo arroja 
lejos de sí. Entre tanta, llama a grandes gritas a las otros Cíclopes, 
que habitan en grutas en las cumbres expuestas al viento. Ellos, al oír 
estos gritos, acuden de todas partes, y colocándose junto a la entrada 
de la gruta, le preguntan qué es la que le aflige:
"—¿Por qué, 
Polifemo, profieres tan tristes clamores durante la noche y nos arrancas
 del sueño? ¿Alguien, entre las mortales, te habrá robado tus rebaños? 
¿Alguien te habrá dominado por la astucia o par la violencia?
"Polifemo, desde el fondo de su antro, responde con estas palabras:
"—Amigos míos, Nadie me ha dominado por la astucia y no por la fuerza.
"Las Cíclopes se apresuran a contestarle:
"—Puesto
 que nadie te ultraja en tu soledad, no es posible apartar los males que
 te envía el gran Zeus; pero puedes dirigir tus votos a tu padre, el 
poderoso Posidón.
"Al oír estas palabras, todos los Cíclopes se 
alejan; yo, sin embargo, me reía en el fondo de mi corazón viendo como 
ellos eran engañados por este nombre y por mi prudencia irreprochable. 
Entonces el Cíclope, suspirando, y padeciendo vivos dolores, tantea con 
las manas, y agarra la piedra que cerraba la entrada; luego, sentándose 
delante de la puerta, extiende sus manos, con objeto de asir a 
cualquiera que quisiera escapar, confundiéndose con los rebaños; así es 
como esperaba en su alma que yo fuese un insensato. Sin embargo, yo 
pensaba encontrar cuál sería el medio mejor de arrancar a mis compañeros
 a la muerte y de evitarla yo misma; imaginaba mil ardides, mil 
estratagemas, porque nuestra vida dependía de ello; un gran peligro nos 
amenazaba. He aquí, en mi pensamiento, el partido que me pareció 
prefe-rible. Allí había unos gordos carneros, de espeso vellocino, 
grandes, hermosos y cubiertos de una lana negra; yo los ato con los 
flexibles mimbres sobre los cuales dormía el Cíclope, monstruo terrible,
 hábil en crueldades, y ato juntos a tres de aquellos carneros; el del 
medio llevaba un hombre, y a cada lado se encontraban los otros dos, que
 protegían la fuga de mis compañeros. Así tres carneros están destinados
 a transportar un hombre; en cuanto a mí, como quedara el carnero más 
hermoso de todos aquellos rebaños, lo agarré por el lomo, y deslizándome
 bajo su vientre, me cojo de su lana; con las dos manos agarraba aquel 
espeso vellocino, y con corazón inquebrantable me quedé en él 
suspendido. Así fue como suspirando aguardábamos el regresa de la divina
 Aurora.
"Tan pronto coma la Aurora hubo brillado en el cielo, 
los carneros salen para dirigirse a las pastos, y las ovejas, que el 
Cíclope no había podido ordeñar, balaban en el interior de la gruta, 
porque sus ubres estaban repletas de leche. El rey de aquel antro, 
atormentado por intensos dolores, posa la mano por el lomo de las 
carneros que se elevaban por encima de las otros; pero el insensato no 
sospechaba que bajo su tupido vientre estaban atados mis compañeros. 
Finalmente, el último de todos, el carnero más hermoso del rebaño, 
franquea la puerta cargada a la vez con su espeso vellocino y conmigo, 
que concebí un proyecto lleno de prudencia. Entonces el terrible 
Po-lifemo, acariciándole con la mano, le habla en estas términos:
"—Querida carnero, ¿por qué eres tú el último en salir de la gruta?
Nunca
 te quedabas detrás de las ovejas; tú eras el primero en pacer las 
tiernas flores del prado, caminando a grandes pasos, y eras el primero 
en llegar a las corrientes del río, y tú, el primero también en 
apresurarte a volver al establo cuando anochecía; sin embargo, he aquí 
que tú eres hoy el último de todos. ¿Acaso estás triste porque echas de 
menos el ojo de tu amo? Un vil mortal, ayudado par sus odiosos 
compañeros, me ha privado de la vista, después de haber domado mis 
sentidos por la fuerza del vino, Nadie, el cual, así la espero, no 
evitará la muerte por mucho tiempo. Puesto que tú compartes mis penas, 
lástima que no estés dotado de palabra, para decirme dónde se oculta ese
 hombre, huyendo de mi furor; al instante, roto su cráneo contra el 
suelo, sus sesos serían esparcidos por todas partes en esta caverna; por
 lo menos entonces mi corazón sentiría un poca de alivio de todos los 
males que ese miserable Nadie me ha causado.
"Terminado de decir 
estas palabras, empuja al carnero lejos de la puerta. Cuando nos 
encontramos a alguna distancia de la gruta y del patio, yo me desato 
primero de debajo del carnero y a continuación voy a desatar a mis 
compañeros. Luego escogemos las ovejas más pingües, y las empujamos 
delante de nosotros hasta que hemos llegado cerca de nuestra nave. 
Finalmente, ya tranquilao, comparecemos ante nuestros amigos, acabando 
de eludir la muerte; pero ellos echan de menos a los otros, gimiendo. 
Sin embargo, yo no les permito que lloren; entonces, haciendo can el ojo
 una seña a cada uno de ellos, mando conducir rápidamente aquellos 
soberbios rebaños a la nave, y surcar las amargas ondas. Se embarcan en 
seguida y van a colocarse en las bancos; luego, sentadas en orden, 
golpean can sus remos el mar espumoso. Cuando nos hemos alejada una 
distancia equivalente al alcance de la voz, dirijo al Cíclope estas 
palabras ofensivas:
"—jOh Cíclope!, no, tú no debías, en el fondo
 de tu gruta oscura, abusar de mis fuerzas para comerte a los compañeros
 de un hombre indefenso; tus odiosas maldades habían de ser castigadas, 
miserable, porque no has temido devorar a unos huéspedes en tu morada; 
he ahí por qué Zeus y todos las otros dioses te han castigado.
"Es
 así como yo hablaba; el Cíclope entonces, en el fondo de su corazón, 
siente redoblar su rabia. Lanza una enorme piedra que arranca de la 
montaña, la cual va a parar más allá de donde se encuentra la nave de 
azulada proa; poco faltó para que rozase los bordes del timón; la mar 
queda trastornada por la caída de esta piedra; conmovida la ola, 
refluyendo con violencia, rechaza mi nave hacia la tierra, y levantada 
por las ondas, está a punto de tocar la orilla. Entonces, cogiendo con 
mis dos manos un fuerte remo, me alejo de la borda; luego, exhortando a 
mis compañeros, les ordeno, con una señal con la cabeza, que se encorven
 sobre los remos para evitar la desgracia; ellos entonces, agachándose, 
reman con esfuerzo. Cuando estuvimos en el mar a una doble distancia 
lejos, quise dirigirme al Cíclope; pero alrededor de mí mis compañeros 
tratan a porfía de disuadirme de ello con palabras persuasivas.
"—¡Desdichado!
 -me dicen- ¿Por qué quieres irritar aún más a ese hombre cruel? Es él 
quien, lanzando esa masa de roca en el mar ha rechazado nuestra nave 
hacia la orilla, donde hemos creído morir. Sin duda, si oye de nuevo tu 
voz y tus amenazas, va a destrozar a la vez nuestras cabezas y las 
tablas de la nave bajo el peso de una enorme roca; tanta es la fuerza 
con que es capaz de arrojarla.
"Así hablan mis compañeros; pero ellos no consiguen persuadir mi cora-zón magnánimo. Entonces, en mi ardor, vuelvo a gritar:
"—Cíclope,
 si alguno entre los mortales te interroga sobre la pérdida funesta de 
tu ojo, dile que te fue arrebatado por el hijo de Laertes, Ulises, el 
destructor de ciudades, que posee una casa en Itaca.
"Así hablaba yo; y él, gimiendo, respondió entonces con estas palabras:
"—¡Grandes
 dioses! He ahí, pues, cumplido aquel oráculo que en otro tiempo me fue 
revelado. Antaño, en esta isla había un adivino, hombre fuerte y 
poderoso, Telemo, hijo de Eurimo, que superaba a todos en la 
adi-vinación y que envejeció en medio de los Cíclopes prediciéndoles el 
futuro; me anunció todo lo que había de realizarse más tarde, y me dijo 
que yo perdería la vista en manos de Ulises. Así, yo esperaba siempre 
ver llegar a mi morada un héroe alto, soberbio y revestido de fuerza; 
sin embargo, hoy es un hombre pequeño, débil y miserable el que me 
arranca el ojo, después de dominarme con el vino. Vuelve, pues, Ulises, 
para que te ofrezca los dones de la hospitalidad, para que suplique a 
Posidón que te conceda un feliz retorno; yo soy su hijo, él se jacta de 
ser mi padre; él solo, si tal es su deseo, me curará, sin el auxilio de 
nadie más, ni de los dioses bienaventura-dos, ni de los hombres 
mortales.
"Dijo, y yo le respondí con estas palabras:
"—¡Pluguiera
 a los dioses que yo hubiera podido, al privarte del alma y de la vida, 
enviarte al rey de Hades, como es seguro que Posidón no curará tu ojo!
"Tal fue mi respuesta; él, sin embargo, imploraba a Posidón, elevando las manos hacia el cielo estrellado.
"—Escúchame,
 Posidón de azulada cabellera, tú que sostienes la tierra; si realmente 
soy hijo tuyo, y si tú te enorgulleces de ser mi padre, concédeme que el
 hijo de Laertes no vuelva a su casa, Ulises, el destructor de ciudades,
 que posee una casa en Itaca. Si, no obstante, es su destino volver a 
ver a sus amigos, regresar a su opulento palacio, a las tierras de su 
patria, que llegue tarde, después de grandes males; que habiendo perdido
 a todos sus compañeros, llegue a bordo de una nave extranjera, y que 
encuentre la ruina en su casa.
"Así suplicaba, y Posidón le 
escuchó. Entonces de nuevo el Cíclope, cogiendo una roca mayor que la 
primera, la arroja, haciéndola girar en el aire, para darle toda su 
fuerza. Esta masa cae detrás de la nave de azulada proa; poco faltó para
 que diera contra la punta del timón. Él fue sacudido con esta caída; 
las olas impulsan la nave hacia delante, y está a punto de tocar la 
orilla. Cuando hubimos llegado a la isla en la cual había dejado mis 
otras naves, encontramos a nuestros compañeros sentados junto a ellos, 
gimiendo, sin dejar de esperar nuestra llegada; habiendo llegado a dicho
 lugar, empujamos la nave hacia la arena, y descendimos a la playa. 
Entonces nos apresuramos a sacar de la nave los rebaños del Cíclope, y 
los repartimos. Nadie se alejó de mí sin haber recibido una parte igual a
 los demás. Mis valientes compañeros, cuando hubimos repartido los 
rebaños, me dieron un carnero reservado para mí solo. Yo lo sacrifico en
 seguida al hijo de Cronos, Zeus, el de las sombrías nubes, que reina 
sobre todos los dioses, y quemé los muslos. Él no aceptó mi ofrenda, 
sino que deliberó el modo de destruir mis fuertes naves y mis amados 
compañeros. Durante todo el día, hasta la puesta del sol, saboreamos los
 manjares abundantes y el vino delicioso. Cuando el sol se ha puesto, 
cuando vienen las tinieblas, nos dormimos a la orilla del mar. Al día 
siguiente, tan pronto como brilla la Aurora, la hija de la mañana, yo 
despierto a mis compañeros y les ordeno que suban a bordo y desaten los 
cordajes. Ellos se apresuran a embarcar, se colocan en los bancos, y 
todos sentados en orden golpean con sus remos el espumoso mar.
Así
 nos alejamos de aquellas playas, contentos de haber escapado a la 
muerte, pero con el corazón apesadumbrado por haber perdido a nuestros 
queridos compañeros.