PETICIÓN de los
fabricantes de candelas, velas, lámparas, candeleros, faroles, apagavelas,
apagadores y productores de sebo, aceite, resina, alcohol y generalmente de
todo lo que concierne al alumbrado
A los señores miembros de la Cámara de
Diputados
Señores:
Ustedes
están en el buen camino. Rechazan las teorías abstractas; la abundancia y el
buen mercado les impresionan poco. Se preocupan sobre todo por la suerte del
productor. Ustedes le quieren liberar de la competencia exterior; en una
palabra, ustedes le reservan el mercado nacional al trabajo
nacional.
Venimos
a ofrecerles a Ustedes una maravillosa ocasión para aplicar su... ¿Cómo
diríamos? ¿Su teoría? No, nada es más engañoso que la teoría. ¿Su doctrina? ¿Su
sistema? ¿Su principio? Pero Ustedes no aman las doctrinas, Ustedes tienen
horror a los sistemas y, en cuanto a los principios, declaran que no existen en
economía social; diremos por tanto su práctica, su práctica sin teoría y sin
principios.
Nosotros
sufrimos la intolerable competencia de un rival extranjero colocado, por lo que
parece, en unas condiciones tan superiores a las nuestras en la producción de
la luz que inunda nuestro mercado nacional a
un precio fabulosamente reducido; porque, inmediatamente después de que él
sale, nuestras ventas cesan, todos los consumidores se vuelven a él y una rama
de la industria francesa, cuyas ramificaciones son innumerables, es colocada de
golpe en el estancamiento más completo. Este rival, que no es otro que el sol,
nos hace una guerra tan encarnizada que sospechamos que nos ha sido suscitado
por la pérfida Albión (¡buena diplomacia para los tiempos que corren!) en vista
de que tiene por esta isla orgullosa consideraciones de las que se exime
respecto a nosotros.
Demandamos
que Ustedes tengan el agrado de hacer una ley que ordene el cierre de todas las
ventanas, tragaluces, pantallas, contraventanas, póstigos, cortinas,
cuarterones, claraboyas, persianas, en una palabra, de todas las aberturas,
huecos, hendiduras y fisuras por las que la luz del sol tiene la costumbre de
penetrar en las casa, en perjuicio de las bellas industrias con las que nos
jactamos de haber dotado al país, pues sería ingratitud abandonarnos hoy en una
lucha así de desigual.
Quieran
los señores Diputados no tomar nuestra petición como una sátira y no rechazarla
sin al menos escuchar las razones que tenemos que hacer valer para apoyarla.
Primero,
si Ustedes cierran tanto como sea posible todo acceso a la luz natural, si
Ustedes crearan así la necesidad de luz artificial, ¿cuál es en Francia la
industria que, de una en una, no sería estimulada?
Si
se consume más sebo, serán necesarios más bueyes y carneros y, en consecuencia,
se querrá multiplicar los prados artificiales, la carne, la lana, el cuero y
sobre todo los abonos, base de toda la riqueza agrícola.
Si
se consume más aceite, se querrá extender el cultivo de la adormidera, del
olivo, de la colza. Estas plantas ricas y agotadoras del suelo vendrían a
propósito para sacar ganancias de esta fertilidad que la cría de las bestias ha
comunicado a nuestro territorio.
Nuestros
páramos se cubrirán de árboles resinosos. Numerosos enjambres de abejas
concentrarán en nuestras montañas tesoros perfumados que se evaporan hoy sin
utilidad, como las flores de las que emanan. No habría por tanto una rama de la
agricultura que no tuviera un gran desarrollo.
Lo
mismo sucede con la navegación: millares de buques irán a la pesca de la
ballena y dentro de poco tiempo tendremos una marina capaz de defender el honor
de Francia y de responder a la patriótica susceptibilidad de los peticionarios
firmantes, mercaderes de candelas, etc.
¿Pero
qué diremos de los artículos París? Vean las doraduras, los
bronces, los cristales en candeleros, en lámparas, en arañas, en candelabros,
brillar en espaciosos almacenes comparados con lo que hoy no son más que
tiendas.
No
hay pobre resinero, en la cumbre de su duna, o triste minero, en el fondo de su
negra galería, que no vean aumentados su salario y su bienestar.
Quieran
reflexionarlo, señores, y quedarán convencidos que no puede haber un francés,
desde opulento accionista de Anzin hasta el más humilde vendedor de fósforos, a
quien el éxito de nuestra demanda no mejore su condición.
Prevemos
sus objeciones, señores; pero Ustedes no nos opondrán una sola que no hayan
recogido en los libros usados por los partidarios de la libertad comercial.
Osamos desafiarlos a pronunciar una palabra contra nosotros que no se regrese
al instante contra Ustedes mismos y contra el principio que dirige toda su
política.
¿Nos
dirán que, si ganamos esta protección, Francia no ganará nada porque el
consumidor hará los gastos?
Les
responderemos:
Ustedes
no tienen el derecho de invocar los intereses del consumidor. Cuando se les ha
encontrado opuestos al productor, en todas las circunstancias los han
sacrificado. Ustedes lo han hecho para estimular el trabajo,
para acrecentar el campo de trabajo. Por el mismo motivo, lo deben
hacer todavía.
Ustedes
mismos han salido al encuentro de la objeción cuando han dicho: el consumidor
está interesado en la libre introducción del hierro, de la hulla, del ajonjolí,
del trigo y de las telas. - Sí, dijeron Ustedes, pero el productor está
interesado en su exclusión. - Y bien, si los consumidores están interesados en
la admisión de la luz natural, los productores lo están en su prohibición.
Pero,
dirán Ustedes todavía, el productor y el consumidor no son más que uno solo. Si
el fabricante gana por la protección, hará ganar al agricultor. Si la
agricultura prospera, abrirá mercado a las fábricas. - ¡Y bien! Si nos confieren
el monopolio del alumbrado durante el día, primero compraremos mucho sebo,
carbón, aceite, resinas, cera, alcohol, plata, hierro, bronces, cristales, para
alimentar nuestra industria y, además, nosotros y nuestros numerosos
abastecedores nos haremos ricos, consumiremos mucho y esparciremos bienestar en
todas las ramas del trabajo nacional.
¿Dirán
Ustedes que la luz del sol es un don gratuito y que rechazar los dones
gratuitos sería rechazar la riqueza misma bajo el pretexto de estimular los
medios para adquirirla?
Pero
pongan atención a que Ustedes llevan la muerte en el corazón de su política;
pongan atención a que hasta aquí ustedes han rechazado siempre el producto
extranjero porque él se aproxima a ser don gratuito y precisamente porque
se aproxima a ser don gratuito. Para cumplir las exigencias de otros
monopolizadores, Ustedes tenían un semi-motivo; para acoger nuestra
demanda, Ustedes tienen un motivo completo y rechazarnos
precisamente por usar el fundamento de Ustedes mismos sobre el que nos hemos
fundamentado más que los demás sería formular la ecuación + x + = -; en otros
términos, sería amontonar absurdo sobre absurdo.
El
trabajo y la naturaleza concurren en proporciones diversas, según los países y
los climas, a la creación de un producto. La parte que pone la naturaleza es
siempre gratuita; la parte del trabajo es la que le da valor y por la que se
paga.
Si
una naranja de Lisboa se vende a mitad de precio que una naranja de París es
porque el calor natural y por consecuencia gratuito hace por una lo que la otra
debe a un calor artificial y por tanto costoso.
Luego,
cuando una naranja nos llega de Portugal, se puede decir que nos ha sido dada
la mitad gratuitamente, la mitad a título oneroso o, en otros términos, a mitad
de precio en relación con aquella de París.
Ahora
bien, es precisamente esta semi-gratuidad (perdón por la
palabra) lo que Ustedes alegan para excluirla. Ustedes dicen: ¿Cómo el trabajo
nacional podría soportar la competencia del trabajo extranjero cuando aquél
tiene que hacer todo y éste no cumple más que la mitad de la tarea, pues el sol
se encarga del resto? Pero si la semi-gratuidad les decide a
rechazar la competencia, ¿cómo la gratuidad entera les llevará
a admitir la competencia? O no son lógicos o deberían rechazar la semi-gratuidad
como dañina a nuestro trabajo nacional, rechazar a fortiori y
con el doble más de celo la gratuidad entera.
Otra
vez, cuando un producto, hulla, hierro, trigo o tela, nos viene de fuera y
podemos adquirirlo con menos trabajo que si lo hiciéramos nosotros mismos, la
diferencia es un don gratuito que se nos confiere. Este don es
más o menos considerable conforme la diferencia sea más o menos grande. Es de
un cuarto, la mitad o tres cuartos del valor del producto si el extranjero no
nos pide más que tres cuartos, la mitad o un cuarto del pago. Es tan completo
como podría ser cuando el donador, como hace el sol por la luz, no nos pide
nada. La cuestión, lo postulamos formalmente, es saber si Ustedes quieren para
Francia el beneficio del consumo gratuito o las pretendidas ventajas de la
producción onerosa. Escojan, pero sean lógicos; porque, en tanto que Ustedes
rechacen, como lo han hecho, la hulla, el hierro, el trigo y los tejidos
extranjeros en la proporción en que su precio se aproxima a
cero, qué inconsecuente sería admitir la luz del sol, cuyo precio es cero
durante todo el día.
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