Una carta de amor
Señorita: Usted y yo nunca fuimos presentados, pero tengo la esperanza de que me conozca de vista. Voy a darle un dato: yo soy ese tipo despeinado, de corbata moñita y saco a cuadros, que sube todos los días frente a Villa Dolores en el 141 que usted ya ha tomado en Rivera y Propios. ¿Me reconoce ahora? Como quizá se haya dado cuenta, hace cuatro años que la vengo mirando. Primero con envidia porque usted venía sentada y yo en cambio casi a upa de ese señor panzudo que sube en mi misma parada y que me va tosiendo en el pescuezo hasta Dieciocho y Yaguardón. Después con curiosidad, porque, claro, usted no es como las otras: es bastante más gorda. Y por último con creciente interés porque creo modestamente que usted puede ser mi solución y yo la suya. Paso a explicarme. Antes que nada, voy a pedirle encarecidamente que no se ofenda, porque así no vale. Voy a expresarme con franqueza y chau. Usted no necesita que le aclare que no soy lo que se dice un churro, así como yo no necesito que Ud. me diga que no es Miss Universo. Los dos sabemos lo que somos ¿verdad? ¡Fenómeno! Así quería empezar. Bueno, no se preocupe por eso. Si bien yo llevo la ventaja de que existe un refrán que dice: «El hombre es como el oso, cuanto más feo más hermoso» y usted en cambio la desventaja de otro, aún no oficializado, que inventó mi sobrino: «La mujer gorda en la boda, generalmente incomoda», fíjese sin embargo que mi cara de pollo mojado hubiera sido un fracaso en cualquier época y en cambio su rolliza manera de existir hubiera podido tener en otros tiempos un considerable prestigio. Pero hoy en día el mundo está regido por factores económicos, y la belleza también. Cualquier flaca perchenta se viste con menos plata que usted, y es ésta, créame, la razón de que los hombres las prefieran. Claro que también el cine tiene su influencia, ya que Hollywood ha gustado siempre de las flacas, pero ahora, con la pantalla ancha, quizá llegue una oportunidad para sus colegas. Si le voy a ser recontrafranco, le confesaré que a mí también me gustan más las delgaditas; tienen no sé qué cosa viboresca y fatigosa que a uno le pone de buen humor y en primavera lo hace relinchar. Pero, ya que estamos en tren de confidencias, le diré que las flacas me largan al medio, no les caigo bien ¿sabe? ¿Recuerda ésa peinada a lo Autrey Hepburn que sube en Bulevar, que los muchachos del ómnibus le dicen “Nacional” porque adelante no tiene nada? Bueno, a ésa le quise hablar a la altura de Sarandi y Zabala y allí mismo me encajó un codazo en el hígado que no lo arreglo con ningún colagogo. Yo sé que usted tiene un problema por el estilo: es evidente que le gustan los morochos de ojos verdes. Digo que es evidente, porque he observado con cierto detenimiento las babosas miradas de ternero mamón que usted le consagra a cierto individuo con esas características que sube frente al David. Ahora bien, él no le habrá dado ningún codazo pero yo tengo registrado que la única vez que se dio cuenta de que usted le consagraba su respetable interés, el tipo se encogió de hombros e hizo con las manos el clásico gesto de ula Marula. De modo que su situación y la mía son casi gemelas. Dicen que el que la sigue la consigue, pero usted y yo la hemos seguido y no la hemos conseguido. Así que he llegado a la conclusión de que quizá usted me convenga y viceversa. ¿No le tiene miedo a una vejez solitaria? ¿No siente pánico cuando se imagina con treinta años más de gobiernos batllistas, mirándose al espejo y reconociendo sus mismas voluminosas formas de ahora, pero mucho más fofas y esponjosas, con arruguitas aquí y allá, y acaso algún lobanillo estratégico? ¿No sería mejor que para esa época estuviéramos uno junto al otro, leyéndonos los avisos económicos o jugando a la escoba del quince? Yo creo sinceramente que a usted le conviene aprovechar su juventud, de la cual está jugando ahora el último alargue. No le ofrezco pasión, pero le prometo llevarla una vez por semana al cine de barrio para que usted no descuide esa zona de su psiquis. No le ofrezco una holgada posición económica, pero mis medios no son tan reducidos como para no permitirnos interesantes domingos en la playa o en el Parque Rodó. No le ofrezco una vasta cultura pero sí una atenta lectura de Selecciones, que hoy en día sustituye a aquélla con apreciable ventaja. Poseo además especiales conocimientos en filatelia (que es mi hobby) y en el caso de que a usted le interese este rubro, le prometo que tendremos al respecto amenísimas conversaciones. ¿Y usted qué me ofrece, además de sus kilos, que estimo en lo que valen? Me gustaría tanto saber algo de su vida interior, de sus aspiraciones. He observado que le gusta leer los suplementos femeninos, de modo que en el aspecto de su inquietud espiritual, estoy tranquilo. Pero, ¿qué más? ¿Juega a la quiniela, le agrada la fainá, le gusta Olinda Bozán? No sé por qué, pero tengo la impresión de que vamos a congeniar admirablemente. Esta carta se la dejo al guarda para que se la entregue. Si su respuesta es afirmativa, traiga puestos mañana esos clips con frutillas que le quedan tan monos. Mientras tanto, besa sus guantes su respetuoso admirador.
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