domingo, 14 de septiembre de 2008

Educación Social y Cívica 3er año - El Estado y sus elementos

El Estado y la Constitución

Se define al Estado, como la comunidad social jurídicamente organizada.

La Constitución uruguaya, en su artículo 1º, declara que:

“La República Oriental del Uruguay es la asociación política de todos los habitantes comprendidos dentro de su territorio.”

De una manera más descriptiva, se señalan como elementos del Estado:

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La población — que está conformada por la comunidad social que convive en el Estado
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El territorio — que constituye la base geográfica del Estado
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El poder — que constituye el fundamento de la autoridad que invisten los órganos del Estado, que suele denominarse el poder etático



La estructura jurídica y orgánica del Estado se establece en la Constitución.

En muchos Estados modernos — sobre todo aquellos cuyo sistema jurídico proviene del Derecho Romano, originario de la República Romana y de su sucesor el Imperio Romano — el acto constitucional se documenta en un texto normativo que recibe el nombre de Constitución. El documento constitucional establece cuáles son las autoridades del Estado, cuáles sus facultades y poderes, y especialmente regula sus relaciones con las personas que integran la sociedad regida por el Estado.

El acto constitucional del Estado presupone la adopción por el colectivo político que conforma la sociedad, de diversas decisiones relativas a cuestiones estructurales del Estado mismo; así como de rasgos básicos de la sociedad. El documento constitucional se sustenta en un conjunto de valores fundamentales, que determinan la esencia misma de la sociedad política

Si bien las Constituciones, como documentos, son redactadas mediante un determinado grupo de personas y sometidas luego a un procedimiento dirigido a formalizar su aprobación; el surgimiento del Estado es resultado de un proceso histórico en cuyo transcurso la sociedad ha ido estableciendo los fundamentos de su sistema de relaciones entre sus miembros de acuerdo a determinadas reglas. No puede decirse que un Estado haya nacido de la nada, en un momento preciso en que se aprobó el documento de su Constitución; sino que el conglomerado social se ha ido constituyendo en Estado, generalmente de manera paulatina y gradual; y de cierta forma el documento constitucional ha recogido esa estructura jurídico-política de la sociedad organizada, que se ha formado previamente, en la realidad.

En el caso particular de los países americanos, ese proceso puede situarse originariamente en un punto de partida conformado por el descubrimiento del continente americano y su ulterior colonización por el Estado español gobernado por los Reyes Católicos y sus sucesores. En otros territorios del continente americano, el Estado surgió en forma similar, por un proceso colonizador llevado a cabo por otros países, como Inglaterra o Francia.

En algunas partes de ese territorio, existían comunidades a las que cabe considerar constituídas como Estados; tales como las civilizaciones existentes el territorio del actual México o del actual Perú; pero el proceso de la conquista determinó su extinción, por lo menos desde el punto de vista jurídico.

En otros casos, la constitución de un Estado puede presentarse como un resultado mucho más directo de determinadas decisiones; como pudo ocurrir luego de la derrota del Imperio Napoleónico en 1815 mediante el Congreso de Viena, con los Tratados de Paz posteriores a la Primer Guerra Mundial; con el surgimiento de la Primera República francesa luego de la revolución de 1789; con los nuevos países americanos a raíz de su liberación del dominio español en el siglo XIX; o del Estado soviético en la U.R.S.S. luego del golpe de Estado bolchevique de octubre de 1917. O, incluso con el surgimiento del Estado de Israel a consecuencia de las decisiones adoptadas por las Naciones Unidas en 1946, respecto de la división del territorio de Palestina.

Pero de todos modos, en tales casos, resulta evidente que no solamente las sociedades en que tales Estados se sustentaron existían con anterioridad, con sus principales componentes culturales y de aglutinamiento social; sino que habían adoptado en forma espontánea diversos rasgos funcionales para regular las relaciones de sus componentes. De alguna manera, la vida social se basaba en sus estructuras familiares y en otros agrupamientos humanos surgidos en forma natural, su vida económica y productiva se regía por la celebración de contratos y su cumplimiento, su vida política y su orden social funcionaban en base a algún tipo de autoridades. Y, en muchos casos, puede hasta cuestionarse si se trató del surgimientos de nuevos Estados, o de la continuidad del anterior bajo un nuevo sistema de autoridades.

Todos esos elementos, aún en esos casos de Estados que puede considerarse surgidos en forma en cierto grado súbita, eran preexistentes y provenían de un proceso histórico y de una convivencia social fundamentalmente de origen espontáneo.



La constitucionalización del Estado uruguayo

El proceso de histórico y sociológico de constitucionalización del Estado uruguayo, tiene sus orígenes directamente vinculados a la colonización de su territorio por la autoridad política del Virreinato de Buenos Aires. Puede tomarse como primer hito la fundación de la ciudad de Montevideo en 1764; a consecuencia de las incursiones portuguesas en el territorio prácticamente inhabitado de la llamada “Banda oriental” del Río Uruguay. Territorio en el cual habían proliferado los ganados vacunos introducidos bastantes décadas antes por Hernando Arias de Saavedra — “Hernandarias” — lo que lo había hecho sumamente atractivo para las bandas provenientes del sur del Brasil.

Esa circunstancia histórica de que población inicial hubiera sido establecida precisamente para enfrentar las pretensiones de colonización de otra nacionalidad, constituyó sin duda el primer ingrediente de un sentimiento nacional. Durante el extenso proceso de asentamiento y colonización de poblaciones en el territorio que aproximadamente equivale a las actuales fronteras del Uruguay, la comunidad del idioma y la equivalencia de las costumbres emanada de la propia actividad ganadera que constituía el centro de su vida económica, fueron consolidando ese sentimiento de unidad social ligada al elemento de su radicación geográfica, en alguna forma configurada por la delimitación territorial determinada por los ríos Uruguay y de la Plata.

La conocida cuestión de la rivalidad comercial entre los puertos de Montevideo y Buenos Aires, durante la etapa colonial, incidió en el surgimiento de un sentimiento de diferenciación de la sociedad de la Banda oriental.

El proceso independentista iniciado en 1811, marcó claramente, desde sus comienzos, una diferenciación entre las aspiraciones de los pobladores de la Banda Oriental y las orientaciones impulsadas por el centro político establecido en Buenos Aires. Así quedó de manifiesto en las Instrucciones del año XIII. Si bien en algunos momentos históricos existieron fuertes coincidencias en ello con las orientaciones políticas e institucionales de otras provincias de la actual República Argentina, la Banda Oriental mantuvo siempre una propia identidad; por lo cual esas coincidencias fueron alianzas, más que expresiones de una integralidad nacional aún en estado naciente.

Ese rasgo de la existencia de un sentido de identidad social propia se encuentra implícito, de manera evidente, en el concepto político central expuesto durante ese proceso formacional de los Estados independientes de la zona rioplatense, por José Artigas, en su condición de indudable conductor político de la sociedad que poblaba la Banda Oriental: el federalismo.

Claramente inspirada en la doctrina constitucional norteamericana, la idea federalista propiciada por Artigas significaba, en los hechos, a partir de una concepción política que abarcaba todo el Virreinato del Río de la Plata en las Provincias Unidas que le sucedían, sustentar la existencia de un fuerte sentimiento de identidad nacional propia, en cada una de las que pasaron a llamarse “provincias”, que se procurara reunir en un único Estado federal.

Tal vez el episodio histórico que de manera más terminante evidenció a la vez que consolidó ese sentimiento de unidad nacional, haya sido el llamado “Éxodo del pueblo oriental”; extraordinario desplazamiento de la gran parte de la población asentada entonces en el actual territorio uruguayo, siguiendo al ejército de Artigas en retirada ante la superioridad de las fuerzas militares de Buenos Aires.

El proceso histórico posterior, especialmente la dominación portuguesa del territorio de la Banda Oriental con aquiescencia del gobierno de Buenos Aires — ulteriormente sucedida por la dominación brasileña — indudablemente contribuyó a consolidar, a la vez, la unidad política y la diferenciación de una identidad nacional. Los hechos históricos previos a la Declaración de Independencia nacional del actual Uruguay, especialmente la expedición de los Treinta y Tres Orientales y el apoyo obtenido por Lavalleja, hubieron de producir un gran fortalecimiento de la concepción del establecimiento de un Estado nacional independiente; tal como fue proclamado en la Asamblea de 1825.

La intervención de la diplomacia inglesa en la articulación de los intentos tanto argentinos como brasileños de imponer su soberanía sobre el territorio de la ya proclamada República Oriental del Uruguay, culminada en el Tratado denominado “Convención Preliminar de Paz” de 1828, se asentó entonces sobre la existencia de un real sentimiento de Nación en la sociedad uruguaya, sin lo cual - evidentemente - no habría sido viable.

De tal manera, puede considerarse que el acto constitucional formal del Estado uruguayo como una Nación independiente cuya independencia quedaba garantizada por el pacto entre la República Argentina, el Imperio del Brasil, y la Gran Bretaña — al aprobarse la Constitución de 1830 — fue el reconocimiento de la existencia real de un Estado, que había ido conformándose durante ese proceso histórico.

Resulta obvio que la Nación es una entidad social viva y evolutiva; por lo cual el devenir histórico de la vida institucional y cultural es un proceso de permanente consolidación de su estructura; y de asimilación de las personas que a ella se van incorporando, por su nacimiento o por su afincamiento en el territorio, especialmente en países de fuerte recepción inmigratoria, como ocurriera en el Uruguay luego de su independencia y de establecido el Estado.



La población

Generalmente, se define la población como el conjunto de las personas que habitan en el territorio del Estado. Sin embargo, en una forma más técnicamente precisa, debe considerarse que la población del Estado está integrada por todas aquellas personas a las cuales rige la autoridad jurídica del Estado.

Este concepto no tiene, por lo tanto, exclusivamente una referencia geográfica, sino que es un concepto jurídico subjetivo, lo cual implica:

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En principio, la población del Estado está compuesta por las personas que habitan en su territorio
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Algunas personas que no habitan en el territorio del Estado, puede considerarse que forman parte de su población en cuanto igualmente están sujetas a su autoridad jurídica; como pueden ser quienes tienen su nacionalidad (p. ej.: respecto del servicio militar), quienes habitan en el territorio de otro Estado en ejercicio de funciones de su Estado (como los funcionarios diplomáticos), quienes aún no siendo originarios ni nacionales del Estado, realicen ciertas actividades que los sujetan a su jurisdicción (como la comisión de cierto tipo de delitos, como puede ser la falsificación de su moneda fuera de su territorio).
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Algunas personas que habitan en el territorio geográfico del Estado, pueden no estar sujetas a su autoridad jurídica, por lo menos en parte; como los funcionarios diplomáticos de otros Estados, o de organismos internacionales; lo que se designa como inmunidad.
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Algunas personas que no se encuentran en el territorio de un Estado de que son nacionales, pueden gozar en algunos aspectos de ciertos derechos frente al ordenamiento jurídico del Estado en que se encuentran; de conformidad con las reglas o las prácticas de sus Estados de origen, en cuanto a la protección de sus nacionales. Del mismo modo, los nacionales de un Estado pueden gozar de ciertas protecciones respecto de la aplicación de normas de otros Estados, por ejemplo aquellas que se refieren a no extradición de los nacionales por causa delitos cometidos en el extranjero.

No obstante, en esos casos, es posible sostener que en realidad tanto la aplicación de la autoridad de un Estado a quienes se encuentran en el territorio de otro, como la exención o inmunidad de esa autoridad a quienes se encuentran en el territorio geográfico del Estado, en realidad son consecuencia del propio ordenamiento jurídico del Estado con jurisdicción en el territorio en que se encuentran; o de normas internacionales que ese mismo Estado — conforme lo determina el principio de soberanía — ha aceptado como aplicables dentro de su territorio.

Desde el punto de vista jurídico, en la población deben distinguirse dos grandes categorías de personas:

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Los ciudadanos — que son aquellas personas investidas de los derechos políticos, fundamentalmente los de ser electores y elegibles para la integración de los órganos del Estado.
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Los habitantes — que son aquellas personas que no están investidas de esos derechos políticos, pero a los que igualmente el Estado les reconoce determinados derechos y les impone determinadas obligaciones.

En consecuencia, corresponde una diferenciación entre el concepto de nación y el de población. El conglomerado social que integra la Nación está conformado con las personas que comparten los elementos propios de ella; que si bien sustancialmente son de carácter incorporal (participación en los sentimientos y demás componentes culturales), desde el punto de vista formal se objetiva en la posesión de la nacionalidad.

Los distintos países siguen distintos criterios jurídicos para adjudicar la nacionalidad a las personas. Existe un grupo de países, tradicionalmente de emigración como los de Europa, que han admitido que la nacionalidad se transmite por el vínculo familiar (lex sanguini); y de esa forma reconocen su nacionalidad respecto de los hijos de sus nacionales, aunque hayan nacido en el extranjero, en algunos casos solamente respecto del padre, del mismo modo que algunos lo hacen indefinidamente aunque cada vez más se limita eso a cierto número de generaciones. Otros países, especialmente en el pasado, que recibían una fuerte inmigración como medio de poblarse, facilitaban el otorgamiento de su nacionalidad a los extranjeros, para incentivar un mayor arraigo de los inmigrantes.

Pero en la actualidad, esas políticas están generalmente en un proceso de variación; los países que reciben inmigrantes son actualmente en forma principal los más desarrollados, hacia donde grandes corrientes inmigratorias son atraídas por las mejores oportunidades económicas. En algunos casos, y hasta cierto punto, esas inmigraciones se consideran favorables en cuanto pasan a cumplir actividades de menor calidad, para las que los nacionales no tienen inclinación; pero en otro aspecto, los nacionales consideran que esa inmigración compite con sus posibilidades de empleo; de tal manera que — además de las restricciones al ingreso de inmigrantes — se dificultan los requisitos para otorgarles la nacionalidad e integrarlos, en consecuencia, al Estado.

De cualquier manera, en la mayor parte de los Estados modernos, la Nación es la estructura vertebral de su constitución política, el titular último de la voluntad colectiva del conglomerado social; si bien esa voluntad solamente se considera legítima y válidamente expresada cuando se cumplen los procesos y formalidades establecidos en el acto constitucional del Estado.

Las realidades de la vida política en el mundo, evidencian que el sentimiento de nacionalidad sigue siendo uno de los pilares fundamentales de las actitudes de las sociedades humanas.



La población del Estado uruguayo

El proceso de integración de la población del Estado uruguayo puede considerarse que se inicia fundamentalmente con la colonización española comenzada en la segunda mitad del siglo XVIII, con pobladores de Buenos Aires; y el ulterior afincamiento de otros inmigrantes españoles, en particular las familias llegadas de las Islas Canarias para poblar la recién fundada ciudad de Montevideo.

De manera muy distinta a lo que ocurriera en otras zonas del continente americano, el territorio costero del Río de la Plata situado al oriente del Río Uruguay contaba con muy escasa población de indígenas precolombinos; y la existente se encontraba en un estado de civilización muy primitiva.

Del mismo modo, la colonización no introdujo en ese territorio una cantidad significativa de pobladores de origen africano, en calidad de esclavos. Por otra parte, a medida que avanzó la colonización la mayor parte de los indígenas se integraron a la población a través del mestizaje (tanto con blancos como con negros provenientes de la esclavitud, originando el tipo del mulato); pero unos cuantos centenares permanecieron en sus tribus nómades. El mestizaje no debió alcanzar niveles importantes durante el principio del período colonial; pero se vió incrementado a partir de del siglo XIX, especialmente debido a la liberación de los esclavos, y a consecuencia de las actividades bélicas del proceso de la Independencia, y a la consecuente integración de las milicias y sus desplazamientos.

Por tales motivos, la mayor parte de la población del Uruguay no es de origen indígena ni africano o intensamente mestizo; sino de origen español, al cual se agregaron especialmente luego de la Independencia y en la primera mitad del Siglo XX, importantes contingentes de inmigrantes italianos y de nacionales de otros países europeos, aunque en menor cantidad (franceses, ingleses, algunos eslavos) además de mantenerse la inmigración española.

De tal manera la población uruguaya es muy mayoritariamente de origen étnico europeo; a lo cual cabe agregar un proceso cultural — sobre todo a nivel humanístico y científico — fuertemente influído por la cultura francesa, especialmente durante el desarrollo y afianzamiento del sistema educativo universitario.

De todos modos, la densidad demográfica es baja, existe una alta concentración urbana, y un muy bajo índice de natalidad.



Nacionalidad y ciudadanía en el Uruguay

El Estado uruguayo se fundamenta en el concepto de soberanía nacional.

La Constitución uruguaya, en su artículo 4º, determina que:

“La soberanía en toda su plenitud existe radicalmente en la Nación, a la que compete el derecho exclusivo de establecer sus leyes, del modo que más adelante se expresará.”

Conforme a la doctrina constitucional uruguaya, y al concepto de Nación, ni sus actuales pobladores ni sus actuales ciudadanos ejercen la soberanía del Estado. La soberanía del Estado la ejerce en esa entidad conceptual que es la Nación; que no solamente tiene sustento en el conjunto de sus ciudadanos actuales que participan del elemento cultural, político y de vocación cívica de perseguir un destino colectivo, sino que entre esos elementos se integra un conjunto de valores tradicionales y esenciales en torno a los que está construído el Estado uruguayo.

Por ese motivo, aún sus actuales ciudadanos, incluso por una importante mayoría, no tienen facultades para actuar pretendiendo ejercer soberanía de cualquier modo. La voluntad ciudadana mayoritaria — que en sí misma no es soberana — solamente puede tener validez:

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Respecto de aquellas materias o cuestiones en que la Constitución lo habilita;
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Cuando se exprese siguiendo los procedimientos que la propia Constitución establece; y
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En cuanto sus decisiones respeten, sean concordantes y mantengan los grandes principios esenciales sobre los que se sustenta el Estado.

El principio de soberanía nacional significa, en consecuencia, que del mismo modo que ocurre con todos los demás órganos constitucionales, la ciudadanía misma debe regirse por las disposiciones de la Constitución; lo que significa que ni siquiera una gran mayoría está habilitada, fuera de los procedimientos o de los temas en que le está expresamente permitido, para modificar o desconocer la Constitución o las decisiones tomadas por los Poderes del Estado.

Significa, además, que el acto constitucional del Uruguay se integra con un conjunto de valores que conforman la base misma de la Nación; los cuales deben ser respetados incluso por las mayorías ciudadanas, porque de no serlo sus acciones serían ilegítimas y estarían atentando contra la integridad misma del Estado.

La nacionalidad uruguaya es reconocida por la Constitución tanto a todos los nacidos dentro de su territorio, como asimismo a todos los hijos de nacionales, nacidos en cualquier otro lugar.

El artículo 74 de la Constitución uruguaya, establece que:

“Ciudadanos naturales son todos los hombres y mujeres nacidos en cualquier punto del territorio de la República. Son también ciudadanos naturales los hijos de padre o madre orientales, cualquiera haya sido el lugar de su nacimiento.”

La nacionalidad, se adquiere por lo tanto por el hecho de nacer en el territorio uruguayo, sin tomar en absoluto en consideración la nacionalidad de sus progenitores; es lo que se denomina lex fori, es decir, la ley de la tierra o del territorio.

Pero además, la nacionalidad se transmite a los hijos, indistintamente por vía paterna o materna, sin limitación de generaciones; es lo que se denomina lex sanguini, es decir, ley de la sangre.

Muchos Estados no mantienen la nacionalidad a aquellas personas que adquieran otra nacionalidad, pero la nacionalidad uruguaya no se pierde nunca.

El artículo 81 de la Constitución uruguaya, establece que:

“La nacionalidad no se pierde ni aun por naturalizarse en otro país, bastando simplemente, para recuperar el ejercicio de los derechos de ciudadanía, avecinarse en la República e inscribirse en el Registro Cívico.”

Es visible que esa disposición se refiere al mismo tiempo a la nacionalidad y a la ciudadanía. La primera nunca se pierde; pero los derechos políticos no pueden ser ejercidos sino por quien se encuentre residiendo actualmente en el territorio nacional, además de cumplir el requisito de registrarse. Los derechos de ciudadanía se suspenden, entre otros casos, durante la edad menor a 18 años, o por estar procesado en causa criminal, (art. 80 de la Constitución).



El territorio

Una definición primaria del territorio como elemento del Estado, es la del espacio geográfico comprendido entre sus fronteras.

Sin embargo, al igual que ocurre con el elemento referido a la población, ese concepto debe ser matizado en relación a lo que constituye el componente jurídico del Estado; de manera que en un sentido técnicamente más preciso, el territorio es el ámbito físico sobre el cual se ejerce la jurisdicción del Estado.

Considerado el componente primario del territorio, como aquel comprendido entre sus fronteras, surge una primer limitación en cuanto al ejercicio del poder del Estado dentro de ellas; por cuanto pueden existir porciones de ese territorio físico en las que, aún siendo reconocidas como parte del mismo, el poder del Estado no se ejerza, al menos en forma integral.

La principal situación, en ese sentido, es aquella de las áreas correspondientes a las Embajadas y Legaciones de países extranjeros, o de organismos internacionales. En tales porciones del territorio, conforme a normas de Derecho Internacional, la jurisdicción del Estado en que se encuentran situadas no se aplica, o se aplica de manera sumamente restringida; situación que frecuentemente se describe expresando que en esas áreas existe una “extraterritorialidad” (aunque no se trata de “territorio extranjero” como también suele expresarse con total impropiedad).

De la misma manera que las personas investidas de representación diplomática por países extranjeros gozan de un estatuto jurídico personal que no permite al Estado en el cual ejercen sus funciones regirlos por sus propias normas jurídicas; en el espacio geográfico de las representaciones diplomáticas y de organismos internacionales — que tienen en general un régimen similar — tampoco rige la autoridad del Estado en cuyo territorio se encuentren localizados, sino la del país u organismo a que pertenecen.

Otro caso de exclusión de la autoridad del Estado en un área territorial comprendida dentro de sus fronteras, a través de la restricción a la aplicación de sus normativas jurídicas, es el de los buques de guerra de bandera extranjera mientras navegan o están estacionados en sus aguas territoriales, y de los aviones militares mientras sobrevuelan o están aterrizados dentro de las fronteras nacionales.

Como regla general, es admitido que tanto los barcos de guerra como los aviones militares de otros Estados pueden ingresar al territorio nacional de un Estado en tránsito pacífico y con autorización previa. Pero en tal caso, de todos modos, la única autoridad en su interior es la de sus respectivos Capitanes; y el ordenamiento jurídico que rige es el del país a que pertenecen, en el marco de las normas internacionales que regulan esa situación. Por lo tanto, aunque se encuentren situados dentro del territorio de un Estado, en ellos no rige la autoridad del Estado en que está “alojado” sino del de su bandera.

En un sentido inverso, puede considerarse comprendido en el territorio del Estado todo espacio físico situado fuera de sus fronteras nacionales, en el cual rija su autoridad como Estado, y por lo tanto se aplique su ordenamiento jurídico. Según se ha visto, en cierto modo y en tal sentido, puede considerarse que forman parte del territorio nacional las embajadas del país en otros países, o sus buques y aviones de guerra, tanto mientras están en alta mar o en el espacio aéreo sobre ella, como en territorio nacional de otro Estado.

Un caso particular es el referido a la delimitación de las fronteras del Estado en relación al régimen de las costas marítimas y fluviales.

En el caso de los ríos limítrofes entre distintos Estados, la divisoria puede ser trazada según el criterio de línea media a equidistancia de las costas; o también siguiendo el trazo del canal más profundo, (llamado talweg) especialmente cuando eso es requerido por razones de navegabilidad.

En relación a las fronteras marítimas, la comunidad internacional se rige por el principio de la libertad de los mares; que conduce a que en el mar libre no rige ninguna autoridad de un Estado en particular, sino las disposiciones del Derecho Internacional.

El principio de libertad de los mares está limitado por el concepto de mar territorial; el cual significa que en las aguas marítimas situadas junto a las costas de un Estado, rige la autoridad de ese Estado hasta cierta distancia. Tradicionalmente, esa distancia estuvo fijada en el alcance de una bala de cañón, originalmente de tres millas marinas; posteriormente extendida hasta cinco millas. Se trataba de un criterio de fundamento esencialmente práctico; en cuanto atendía a la posibilidad técnica del Estado costero de imponer en los hechos su autoridad, mediante el bombardeo de un buque que pretendiera no acatarla.

En tiempos más recientes, por una parte esa capacidad técnica fue ampliamente superada debido al muy superior alcance de otros armamentos capaces de atacar a los buques en cualquier lugar del mar. Pero principalmente, la comunidad internacional captó que debían ser otros los criterios a aplicar — los referidos a la exclusividad en la explotación de los recursos situados bajo las aguas costeras, especialmente los recursos pesqueros y el petróleo yacente bajo el fondo del mar. Surgió así el concepto de “la plataforma continental”, referido a aquella zona de mar contígua a la costa, en que las profundidades corresponden a la prolongación de la tierra firme, antes de que aparezcan los grandes valles que existen en general entre las zonas continentales del mundo.

Actualmente, de manera prácticamente universal se considera que el límite del territorio del Estado sobre el mar de sus costas, alcanza hasta una distancia de 12 millas desde tierra firme; y lateralmente, se delimita mediante una línea perpendicular a la costa. A continuación de ese límite estrictamente territorial, existe una llamada “zona económica exclusiva” hasta las 200 millas, en la cual se reserva al Estado costero una serie de exclusividades especialmente vinculadas a la explotación de los recursos económicos del mar o del subsuelo.

El régimen actual del Derecho del Mar, surge de una Convención internacional realizada en el marco del sistema de las Naciones Unidas, originada en la Tercera Conferencia sobre el Derecho del Mar realizada 1973 que está abierta a la adhesión de los Estados desde 1982. En 1994 alcanzó el número de adhesiones necesarias para entrar en vigencia, y en diciembre del año 2000 habían adherido a ella 135 Estados. Entre otros aspectos, regula:

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La definición de las zonas marítimas de mar territorial de 12 millas y la zona de exclusividad económica de 200 millas.
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El régimen de la soberanía territorial en el mar, por parte de los Estados compuestos por islas, estableciendo una zona de mar delimitada por líneas trazadas entre los puntos extremos de las islas.
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Cuestiones relativas a la navegación, el sobrevuelo, la exploración y explotación de los recursos ictícolas.
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Los derechos y las obligaciones de los Estados costeros y de aquellos con cuya bandera naveguen los buques.
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Los derechos de los Estados costeros sobre su plataforma continental.
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La explotación de los recursos minerales de los fondos oceánicos, y las condiciones de los contratos a sus concesionarios.

Existen ciertas limitaciones al reconocimiento de la soberanía del estado costero sobre las aguas territoriales. La principales son las que emanan del derecho a navegación pacífica dentro del mar territorial, de todos los buques no militares de bandera de otros Estados.

Un caso particular respecto del ejercicio de la soberanía de los países costeros, es el relativo a los régimen de los estrechos. Se considera tales, aquellos corredores marítimos cuyas aguas quedan comprendidas dentro del límite del territorio de los Estados ribereños, que a efectos de la navegación vinculan áreas marítimas de otros Estados, o zonas de mar libre. Los más importantes son el de Gibraltar entre el Mar Mediterráneo y el Océano Atlántico, los Dardanelos entre el Mar Mediterráneo y el Mar Negro, el de Magallanes entre el Océano Atlántico y el Océano Pacífico. El régimen de los estrechos no se aplica cuando el canal es entre una zona continental y una isla; y del otro lado de ésta existan condiciones adecuadas y similares para la navegación.

En los estrechos comprendidos en el área de mar territorial de los Estados ribereños, existen normas internacionales que regulan detalladamente el derecho de los buques mercantes o de guerra de “paso inocente”; debiendo en todos los casos respetar determinas obligaciones y prohibiciones, tales como no realizar actos de amenaza o uso de la fuerza, atenerse a las rutas que el Estado ribereño delimite para fines de seguridad, seguir una ruta despejada utilizando preferentemente las fajas de mar libre que puedan existir, navegar sin demora y sin interrupciones, abstenerse de actividades de pesca, respetar las normas de no contaminación, y otras similares.

Normas equivalentes se aplican para la navegación aérea sobre los estrechos; y también en la navegación por los canales artificiales, como el Canal de Panamá y el Canal de Suez.

En los buques mercantes, civiles, mientras navegan en el mar libre rigen las normas jurídicas del Estado de su bandera; pero cuando ingresan al territorio marítimo de un Estado, rigen las de ese Estado. Por ello mismo, las normas internacionales establecen el principio de nacionalidad de los buques que naveguen en alta mar, y la obligatoriedad de llevar la bandera de un único país (o de un organismo internacional como las Naciones Unidas) que no puede ser cambiada en el curso de la navegación. Asimismo, cada Estado es responsable de permitir el uso de su pabellón solamente a los buques que cumplan las normas de seguridad del mar.

El mar libre, no es territorio de ningún Estado, pero rigen normas internacionales, tales como aquellas que regulan la explotación y conservación de los recursos pesqueros, el tendido de cables submarinos de comunicaciones, o de tuberías (como oleoductos) y otras tendientes a la conservación del medio ambiente marítimo.

En ausencia de normas nacionales, existen disposiciones que regulan la conducta de los buques y sus Capitanes en alta mar, entre las que cabe mencionar las que regulan la prevención y combate de la piratería, las disposiciones sobre auxilio a buques en peligro o en caso de naufragio, la prohibición de transportar esclavos o sustancias estupefacientes, de efectuar transmisiones abiertas de radio o televisión, de navegar sin enarbolar un pabellón válido, la obligación de admitir la visita en caso de sospecharse que realiza actividades irregulares, el derecho del Estado costero de continuar la persecusión iniciada en aguas territoriales a buques infractores. Es interesante señalar que el derecho de abanderar buques con el pabellón nacional es internacionalmente reconocido incluso a los Estados que no tienen costas marítimas.

Un caso especial en relación al derecho de libertad de los mares, es el del bloqueo y la determinación de zonas de exclusión; lo cual tiene lugar en situaciones especiales, como ocurriera en el caso de la instalación en Cuba de misiles soviéticos, por parte de los EE. UU., y en el caso de la guerra de las Islas Malvinas, por parte de la Gran Bretaña.

Otro aspecto de la extensión del territorio del Estado es el espacio aéreo. El desarrollo de la aviación no solamente hizo posible la utilización del espacio aéreo, sino que hizo necesario establecer reglas aplicables a diversas actividades tales como los vuelos de carácter comercial, y las condiciones para el aterrizaje; principalmente por requerimientos de seguridad tanto para quienes se encuentran en vuelo, como para quienes habitan el territorio sobrevolado. Lo mismo ocurre con todo tipo de operaciones aerodinámicas susceptibles de realizarse en la atmósfera yacente sobre la tierra y el mar territorial del Estado.

Si bien en principio cada Estado ejerce su autoridad sobre su espacio aéreo territorial; existen disposiciones internacionales que establecen por un lado obligaciones y por otro lado limitaciones a esa autoridad, conducentes garantizar el derecho de sobrevuelo pacífico, establecer “corredores aéreos” de libre sobrevuelo en los cuales el Estado debe proveer condiciones de seguridad — aunque las aeronaves, por las mismas razones de seguridad, deben declarar sus planes de vuelo, identificarse, y seguir las instrucciones recibidas desde tierra —y a reconocer el derecho de libre aterrizaje y despegue de los aviones comerciales y privados en los aeropuertos, siempre dando cumplimiento a las disposiciones que rigen esas operaciones.

Respecto del régimen jurídico de los aviones en vuelo, es similar al de los buques según que naveguen en alta mar o en mar territorial. En los aviones civiles en vuelo, rige la autoridad de su Capitán, el cual debe aplicar las normas del país cuyo territorio sobrevuela; o las del país de la bandera del avión si sobrevuela sobre un espacio aéreo no nacional.

En cuanto al espacio exterior, los desarrollos tecnológicos que en décadas recientes, han permitido realizar actividades en él, han dado lugar a que surgiera la cuestión de si corresponde considerar parte del dominio territorial del Estado, el espacio exterior existente sobre los límites de sus fronteras terrestres y marítimas.

El espacio exterior es el que se encuentra más allá de la atmósfera; o sea donde no existen gases que habiliten la realización de operaciones basadas en la aerodinámica; lo cual se fija en una altura de 100 kilómetros a partir del nivel del mar.

El espacio exterior comenzó a ser un ámbito de actividad humana y de los Estados a partir del lanzamiento del primer satélite artifical, el Sputnik I lanzado por la Unión Soviética el 4 de octubre de 1957; el cual fue seguido por el lanzamiento del Explorer I en 1958, por parte de los Estados Unidos. De tal manera, fue percibida de inmediato la necesidad de establecer criterios respecto de las definiciones de los derechos territoriales y de soberanía en dicho ámbito; lo cual fue abordado por intermedio del sistema internacional de las Naciones Unidas.

En 1959 las Naciones Unidas crearon un Comité Permanente sobre Usos pacíficos del espacio exterior. En 1961, la XVI Sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas dictó la Resolución Nº 1721, por la cual se estableció el principio jurídico de que el ámbito del espacio exterior no puede ser objeto de apropiación territorial ni soberana por los Estados, sino que se rige por el Derecho Internacional en el marco del sistema de las Naciones Unidas.

De manera consiguiente, el régimen jurídico internacional parte del concepto de que todos los cuerpos celestes, incluída la Luna, son objetos naturales. En la XVIII Sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, celebrada en diciembre de 1963, se dictó la Resolución 1962, según la cual todos los cuerpos celestes son considerados objetos naturales.

En la Asamblea General de las Naciones Unidas celebrada en 1966, se aprobó el Tratado Internacional del Espacio Exterior, el cual entró en vigor en octubre de 1967. Este Tratado contiene diversos principios, entre los cuales se destacan:

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La prohibición de poner en órbita armamentos de destrucción en masa;
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La prohibición de construir bases militares en la Luna u otro planeta;
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La no admisibilidad de pretensiones de soberanía nacional en el espacio exterior.

En Agosto de 1968 se reunió en Viena la Primer Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Utilización del espacio ultraterreste con fines pacíficos; donde fue analizado el tema del uso a darse al espacio exterior, y también el empleo del espacio para las comunicaciones radiofónicas, telefónicas y televisivas, y lo relativo a los satélites artificiales, fijándose reglas de ubicación y órbitas de satélites geoestacionarios, bandas de frecuencias para comunicaciones satelitales por ondas herzianas, uso de satélites meteorológicos y otros temas afines.

Los principales documentos internacionales que regulan el uso del espacio exterior son:

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El Tratado sobre el Espacio ultraterrestre, de Enero de 1967. Establece que el espacio ultraterrestre es patrimonio de la Humanidad, debe permanecer accesible a la exploración y uso con fines pacíficos, por parte de todos los Estados por lo cual no puede ser objeto de apropiación por ninguno.
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Los Principios que deben regir las Actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, de 27 de octubre de 1967; y los Principios sobre el uso de fuentes de energía nuclear en el espacio ultraterrestre, de 1992. Este último trata de las normas de seguridad para el empleo de fuentes de energía nuclear y materiales radiactivos en las actividades de exploración espacial.
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El Acuerdo sobre el Salvamento y devolución de astronautas y objetos lanzados al espacio, de 22 de abril de 1968. Establece normas para obtener la devolución de personas, materiales o equipos empleados en la exploración espacial hallados en territorio ajeno al país que hubiera efectuado su lanzamieto; así como reglas para el auxilio a tripulantes de naves espaciales en caso de aterrizaje de emergencia o accidente.
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La Convención sobre la Responsabilidad internacional por daños causados por objetos espaciales, de 29 de marzo de 1972. Hace responsable al Estado que realice un lanzamiento espacial, por los daños causados por los objetos espaciales caídos sobre la superficie terrestre, o a aeronaves en vuelo.
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El Convenio sobre el Registro de objetos lanzados al espacio ultraterrestre, de 14 de enero de 1975. Establece una Oficina de Asuntos del Espacio Ultraterrestre, con sede en Viena, a la cual todos los Estados deben informar acerca de los objetos que lancen al espacio.
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El Acuerdo sobre las Actividades de los Estados en la Luna y otros cuerpos celestes, de 18 de Diciembre de 1979.
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Principios que rigen la utilización por los Estados de satélites artificiales de la Tierra para las transmisiones internacionales directas de televisión, de 1982.
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Principios relativos a la teleobservación de la Tierra desde el espacio, de 1986.

La delimitación del territorio del Estado uruguayo

Las fronteras territoriales del Uruguay quedaron delimitadas en forma practicamente total en el Tratado de la Convención Preliminar de Paz de 1838, en que la República Argentina y el Imperio del Brasil reconocieron la independencia del Estado uruguayo, garantizada asimismo por el Gobierno de la Gran Bretaña.

Salvo algunas zonas de poca extensión en que quedó pendiente la delimitación precisa en el terreno, de la frontera con el Brasil, el único tema importante de delimitación territorial que existió durante muchas décadas fue la delimitación de fronteras con Argentina en el Río de la Plata.

Esa cuestión quedó resuelta con el Tratado de Límites otorgado entre ambos países, en vigencia desde el 12 de febrero de 1974. En este acuerdo, se define el límite del Río de la Plata respecto del Océano Atlántico, se determinan los límites entre ambos países en los ríos Uruguay y de la Plata; y se regula el aprovechamiento de sus recursos.

Del mismo modo, el Tratado declara la libre navegación en esas aguas, habilitando una salida al mar a Bolivia, Paraguay y los territorios interiores del Brasil. El límite marítimo fija el mar territorial en 12 millas, fuera de las cuales se determina la zona de exclusividad económica hasta las 200 millas; y un área de pesca exclusiva común a ambos países.



El poder del Estado - Poder etático

Puede definirse el poder como la capacidad de lograr de otro la realización o la abstención de una conducta. Como señala el francés Georges Burdeau, en el campo de las relaciones humanas, la esencia del poder es una representación mental, respecto de un elemento externo, que se convierte al interior del sujeto en el factor decisivo y determinante de su conducta.

Como elemento del Estado, el poder que le es inherente es su componente esencial; ya que como se ha indicado antes, tanto el elemento población como el elemento territorial, si bien son elementos de existencia material, en definitiva se determinan en función de su sujeción al ejercicio del poder del Estado.

La cualidad definitoria del poder del Estado, es su condición de ser un poder jurídico. Esto significa que, por encima de que el poder del Estado — en las diversas formas en que puede manifestarse — constituya una fuerza con real capacidad de imponerse y determinar las conductas de sus súbditos, o imponerse frente a los otros Estados; ello no debe ser puramente consecuencia de un mero factor de fuerza, sino que debe estar fundado en su legitimidad.

La legitimidad del ejercicio del poder del Estado no es una condición originaria; sino una resultante. Seguramente, en las primeras manifestaciones de organización social, el poder de un jefe de horda no se basó en otra cosa que en su superioridad física; de la misma forma que la etología lo evidencia en las manadas de animales silvestres. Pero la condición del poder de estar esencialmente constituído como una representación mental colectiva, funda la legitimidad en los factores determinantes de su acatamiento voluntario.

En las formas igualmente primitivas pero ya más evolucionadas de organización social, el fundamento del poder de quienes lo ejercían pasó a estar constituído por la atribución de una sabiduría que revestía a sus decisiones de una mayor confiabilidad acerca de su acierto. Ese componente, por otra parte, está claramente presente en el origen de las elaboraciones de la filosofía. Por eso mismo, sigue siendo verdad que, a la larga, “el saber implica más poder que la fuerza”.

Tanto en el Estado antiguo como en el Estado moderno en sus primeras etapas — prácticamente hasta la revolución norteamericana y ulteriormente la francesa — la legitimidad tuvo un fundamento religioso. Un episodio histórico cargado de simbolismo al respecto, fue el acto de coronación de Napoléon Bonaparte como Emperador — inmortalizado en el enorme tapiz existente en el Museo del Louvre — en el cual, si bien recibió del Papa la corona imperial, la tomó de sus manos y la colocó él mismo sobre su cabeza.

En último análisis, la legitimidad del poder del Estado resulta de la existencia de un elevado consenso social y político en el orden interno e internacional. En este último, las reglas del Derecho Internacional aplicables en materia de reconocimiento diplomático de Estados y de Gobiernos se remiten, precisamente, a que en su aspecto interno exista un ejercicio amplio, efectivo y sustancialmente pacífico de su autoridad.

El concepto de legitimidad del Estado en la época actual es, sin duda, bastante complejo. Decía Goldschmidt que “el Derecho está en la punta de la espada”; aludiendo con ello al componente de coactividad, por lo menos potencial, que implica el poder jurídico. Max Weber distinguió tres tipos históricos de legitimidad del Estado, una tradicional, otra llamada carismática y una racional; esta última fundada, precisamente, no en elementos meramente religiosos o emocionales, sino en una aceptación general y consensual por el cuerpo político, en virtud de un fundamento racional.

La legitimidad del poder del Estado no es, por lo tanto, solamente función de su origen; sino principalmente de su ejercicio; considerando que éste adquiere carácter jurídico en cuanto es ejercido según ciertas reglas, tanto en sus contenidos como en sus procedimientos y en sus finalidades. En toda materia, desde el punto de vista jurídico, el respeto de los procedimientos constituye una garantía esencial, al punto que su violación importante debe conducir a la invalidez de las decisiones; pero no es válida una afirmación inversa, ya que el respeto de los procedimientos, por más escrupuloso que sea, no basta por sí solo para otorgar legitimidad a las decisiones.

En la concepción del Estado moderno, la legitimidad se relaciona estrechamente con el concepto de Nación. Por lo tanto, el establecimiento del Estado resulta ser legítimo en cuanto la comunidad social que lo integra asume su existencia y su organización como una manifestación de su institucionalidad política y jurídica, y por consiguiente lo acata de manera esencialmente pacífica; no solamente en función de un consenso generalizado, sino en la medida en que ese consenso está fundado en una concordancia con los elementos y los valores esenciales de la Nación como comunidad social no solamente actual, sino asimismo histórica.

De todos modos, el poder del Estado tiene necesariamente un componente coactivo; el cual es admitido en su existencia y su ejercicio, precisamente a causa de la legitimidad de ese poder. El consenso generalizado y pacífico en torno a la existencia y ejercicio del poder del Estado dentro de la comunidad social que él rige, no implica ni requiere, ni una absoluta unanimidad de opiniones, ni una absoluta ausencia de resistencia violenta.

En todos los tiempos y en todos los Estados, han existido y debe considerarse igualmente legítimo que existan disidencias; las cuales pueden incluso llegar a cuestionar en algunos aspectos la existencia o determinadas facetas de la organización o del funcionamiento del Estado. Que entre los súbditos del Estado existan personas que profesen la idea anarquista, por ejemplo, según la cual no es admisible la existencia misma del Estado, no invalida la legitimidad de éste, en cuanto la enorme mayoría del colectivo social y político acata su existencia de una manera racional y espontaneamente consensuada.

Del mismo modo, la legitimidad del Estado no se ve afectada porque existan en su seno grupos que extremen su disidencia al punto de incurrir en la subversión; es decir, sustenten, conspiren, se organicen, obtengan los medios y hasta procuren llevar a ejecución — y lo hagan — acciones violentas, dirigidas a destruir el Estado, a modificar sustancialmente su estructura esencial, o simplemente a apoderarse de sus órganos de autoridad y asumir su gobierno de manera ilegítima.

En tales situaciones, el ejercicio de la coactividad por medios técnicos de fuerza por parte del Estado, y de sus órganos y agentes, para suprimir no la mera disidencia sino la subversión — que consiste en la realización de actos violentos contra el orden del Estado, o sus preparativos eficientes para ello — no solamente no afecta su legitimidad originaria y esencial; sino que constituye a la vez una acción obligatoria, en cuanto está dirigida a salvaguardar la organización jurídica y política establecida por la Nación.



El poder del Estado - Ordenamiento jurídico

El poder etático se manifiesta en un ámbito interior, respecto de los integrantes de la comunidad social que rige; y en un ámbito internacional, respecto de la comunidad de los demás Estados.

En el interior del Estado, su poder se expresa a través del ordenamiento jurídico, en todos sus aspectos; en lo cual cabe especialmente distinguir el público y el privado.

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El ordenamiento jurídico público, está conformado por el conjunto de las normas constitucionales — que fundamentalmente declaran la existencia del Estado, organizan su sistema de autoridades y regulan sus relaciones con los habitantes y ciudadanos — y de normas legales y administrativas que desarrollan la estructura de los órganos del Estado, definen las atribuciones y funciones de cada uno de ellos, y especialmente fijan las obligaciones tributarias mediante las cuales el Estado obtiene los medios económicos para su funcionamiento. Y asimismo, forma parte de él, el sistema judicial al que corresponde resolver los conflictos entre los sujetos del Derecho privado; y reprimir las conductas delictivas.

Su rasgo más característico — en la concepción liberal del Estado y del Derecho — está constituído por su excepcionalidad y su indisponibilidad. Ello significa que al ser excepcionales, las normas de Derecho Público no pueden ser extendidas ni integradas; y que todos los organismos públicos solamente tienen las atribuciones y funciones que expresamente les hayan sido otorgadas. Tampoco son disponibles; por lo cual no pueden ser modificadas ni siquiera con acuerdo de aquellos que deban soportarlas.
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El ordenamiento jurídico privado, lo constituye el conjunto de normas que regulan la vida civil y económica de la sociedad, rigiendo las relaciones de las personas en cuanto a la familia, la propiedad, los contratos y las obligaciones que surgen de ellos; y, en general, todos los aspectos de las relaciones sociales y económicas. Asimismo, el poder jurídico privado del Estado, es la fuente — por lo menos formal — de legitimidad de todos los demás poderes existentes en el seno de las organizaciones privadas, como las asociaciones voluntarias del tipo de los clubes sociales o deportivos, y similares.

A su respecto — también en la concepción liberal del Estado y del Derecho — rige una situación inversa al caso de las normas de Derecho Público. El principio de libertad individual determina que todas las personas privadas gozan de las más amplias atribuciones y libertades; y que en cuanto a sus relaciones privadas se rigen por la libertad de consentimiento y de contratación, de manera que pueden establecer entre sí y en sus pactos, todas aquellas disposiciones y condiciones que no se encuentren expresamente prohibidas por una norma legal fundada en el interés general.

El carácter esencial del poder del Estado, manifestado en el ordenamiento jurídico, es la legitimidad de su coactividad. El Estado, a través del poder etático y del ordenamiento jurídico que por él establece, inviste la capacidad esencial de imponer coactivamente el respeto a dicho ordenamiento jurídico, tanto en su aspecto público como privado. Y, por lo tanto, las normas jurídicas que establecen el orden público y privado del Estado, son de acatamiento obligatorio; lo que significa que, en la eventualidad de su no acatamiento, el Estado inviste la potestad jurídica y a la vez legítima, de imponer ese acatamiento mediante el ejercicio de una fuerza física ineludible: la fuerza pública. En realidad, eso no solamente es una potestad del Estado, sino asimismo una obligación.

En el ámbito de las relaciones privadas, el poder del Estado es el que respalda esencialmente el principio de obligatoriedad de los contratos, expresado en el antiguo aforismo romano pacta sunt servanda: los pactos son para ser cumplidos.

Sin embargo, no todos los acuerdos privados constituyen contratos que den origen a obligaciones respaldadas por el poder jurídico del Estado, en términos que los hagan susceptibles de ser ejecutados coactivamente. En numerosos órdenes de la actividad social existen acuerdos que, aunque sean celebrados voluntariamente y no tengan un fin ilícito, igualmente no adquieren la calidad de pactos jurídicamente obligatorios; como ocurre de una manera muy general en acuerdos que tienen lugar en las relaciones políticas y sindicales.

La fuerza pública está constituída por la confluencia de la autoridad legítima para disponer determinada conducta, y por los dispositivos técnicos razonablemente apropiados para obtener su realización en los hechos, prescindiendo de la voluntad del sujeto, es decir, coactivamente. Aunque es frecuente que, al menos en ciertas situaciones, se aluda al empleo de la fuerza pública con la denominación descalificante de “represión”, el ejercicio de la fuerza pública por el Estado y sus agentes, en el marco jurídicamente legítimo, constituye la salvaguardia del ordenamiento jurídico del Estado, tal como ha sido erigido por la Nación, como instrumento esencial de su sistema de convivencia. Por lo general, en las situaciones aludidas, quienes están actuando en forma ilegítima no son los agentes de la fuerza pública; sino quienes provocan la necesidad de su empleo.

El empleo de la coactividad del Estado tiene lugar en los casos de violaciones del ordenamiento jurídico, con el objetivo de restablecer su cumplimiento y de reparar las consecuencias dañosas del mismo.

La fuerza pública se ejerce en forma legítima, en consecuencia, por una parte para dar ejecución a las sentencias dictadas por el sistema judicial del Estado, tanto respecto de incumplimientos de obligaciones contraídas en las relaciones privadas de las personas (por ejemplo, el remate de una propiedad para que con su producto sea pagada una deuda); como para dar ejecución a sentencias dictadas respecto de violaciones de las normas jurídicas que definen conductas consideradas como delitos, privando a sus responsables de su libertad, y sometiéndolos a los regímenes establecidos para su castigo y eventual readaptación a la vida social lícita.

También se ejerce de manera legítima la fuerza pública a través del poder de policía; el cual consiste en la atribución a la vez que deber del Estado, sus órganos y agentes, de asegurar la vigencia actual y permanente del orden público , que consiste en un estado de hecho en el que tienen efectividad el ejercicio de los derechos de las personas, y de las atribuciones de la autoridad pública.

El poder de policía es una manifestación del poder jurídico del Estado, mediante el cual se adoptan en los hechos medidas de fuerza pública con tal finalidad. Lo cual no solamente consiste en restringir temporalmente algunas conductas con el fin de impedir que se obstaculice en forma ilegítima y de hecho el ejercicio de los derechos de las personas o de las facultades de las autoridades. También se ejerce el poder de policía al llevar a cabo determinadas acciones para asegurar la protección de hecho de valores garantizados por el orden público, tales como prestando auxilios en casos de accidentes o catástrofes, procediendo a la búsqueda y rescate de personas en situación de peligro, apagando los incendios, o previniendo los delitos.

El poder de policía del Estado, se ejerce asimismo en forma preventiva, mediante todas aquellas acciones dirigidas a que en la realidad de los hechos sean cumplidas todas las normas jurídicas cuyo objetivo es salvaguardar valores esenciales de la sociedad. Por lo tanto, se ejerce dictando disposiciones y vigilando su cumplimiento en materias tales como la salubridad de los alimentos, la adecuación técnica y científica de la asistencia médica y de la elaboración de medicamentos, la circulación segura de los transportes de personas y mercaderías, la construcción segura y en condiciones de adecuada habitabilidad de los edificios, la prevención de los incendios y otros siniestros, la preservación de la salubridad y conservación del medio ambiente, las condiciones de seguridad y salubridad en el trabajo, y muchas otras actividades que se cumplen en el seno de la sociedad.

En todas esas actividades, el poder de policía del Estado, se ejerce mediante una acción preventiva, que fundamentalmente tiene lugar mediante el dictado de normas regulatorias; y mediante una acción ejecutiva de la fuerza pública dirigida a impedir en forma actual el cumplimiento de actividades que por infringir esas disposiciones crean situaciones de peligro inminente, por ejemplo mediante clausuras de establecimientos privados, interrupción de obras, o destrucción de productos dañosos o peligrosos.



El poder del Estado - La soberanía

En el ámbito internacional, el poder del Estado se manifiesta en lo que se ha denominado tradicionalmente la soberanía. El término soberanía alude al carácter supremo del poder; a la inexistencia de ningún condicionamiento a su ejercicio; pero actualmente se percibe que ello no significa que no exista un ordenamiento respecto de cuyo cumplimiento la soberanía del Estado se encuentra limitada.

La comunidad internacional de los Estados, se rige ella misma por medio del Derecho Internacional Público. Existe asimismo un Derecho Internacional Privado, que regula diversos aspectos de las relaciones privadas que atañen a más de un ordenamiento jurídico nacional.

Las normas del Derecho Internacional surgen — siguiendo un proceso similar al operado en el seno de las sociedades nacionales — a través del cumplimiento sistemático, por parte de los Estados, de ciertas reglas respecto de las cuales se establece poco a poco la convicción de que son obligatorias; generalmente resultantes de la percepción más o menos explícita, de su eficacia para permitir una convivencia armónica y equilibrada. De esta manera, los diversos poderes estatales soberanos, a lo largo de un extenso proceso histórico, han evolucionado aviniéndose a admitir que su soberanía no es absolutamente irrestricta, sino que sus mutuas relaciones deben quedar jurídicamente reguladas.

Esa evolución ha conducido a que, actualmente, se reconozca por todos los Estados la existencia de un ordenamiento jurídico internacional, que regula sus relaciones en múltiples aspectos; los cuales no solamente comprenden aquellas relaciones equivalentes a las del ámbito privado en lo interno — como las que se refieren a sus vinculaciones y operaciones comerciales y financieras o económicas, a las cuestiones relativas a sus relaciones con nacionales de otros Estados, a la navegación terrestre, marítima o aérea, a la explotación de recursos escasos o no renovables, a la conservación del medio ambiente, y muchos otros — sino también a sus propias relaciones políticas e institucionales, especialmente el respeto a sus delimitaciones territoriales, a la autoridad de sus respectivos gobiernos y a la propiedad de éstos, y de manera muy especial, al empleo de la fuerza en sus relaciones recíprocas.

En la actualidad la fuente principal del Derecho Internacional la constituyen los Tratados; que consisten en pactos que celebran dos o más Estados, poniéndose de acuerdo en la definición de las normas que habrán de aplicar, en un muy numeroso grupo de temas del más variado nivel.

Existen los Tratados de Paz, que determinan primariamente el fin del estado de guerra entre Estados y resuelven las cuestiones emergentes de ella; y un mucho mayor número de Tratados de naturaleza permanente, entre cuyos temas puede señalarse como los más importantes:

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Los de reconocimiento de existencia e independencia de uno o más Estados; que por lo tanto le dan ingreso a la comunidad internacional a través del reconocimiento y aceptación de los demás Estados.
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Los Tratados de límites, generalmente pactados entre los mismos Estados vecinos, aunque frecuentemente con participación de otros que obran como garantes de su cumplimiento; por los cuales de determinan precisamente las fronteras entre Estados.
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Los Tratados que regulan las relaciones entre los Estados en determinados aspectos; como el uso del mar libre, del espacio exterior, de las zonas polares, de los recursos escasos o no renovables de la Naturaleza; la cooperación en la lucha contra el terrorismo, la piratería en el mar, el tráfico de drogas o esclavos; la cooperación en la búsqueda, captura y juzgamiento de delincuentes comunes; o uniforman reglas de procedimiento y normas técnicas en cuestiones tales como la operación de las emisiones y comunicaciones en las bandas de frecuencias de radio, o para la seguridad de los transportes marítimos o aéreos.
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Los Tratados que regulan cuestiones relativas a las relaciones privadas entre los súbditos de los Estados, los temas del llamado Derecho Internacional Privado, especialmente los criterios conforme a los cuales será determinado bajo qué legislación nacional se regirán relaciones privadas transnacionales (como una deuda contraída en un país para ser cumplida en otro), a los tribunales de qué país corresponderá resolver los conflictos surgidos de negocios y relaciones jurídicas transnacionales, y los requisitos y forma en que un Estado reconocerá y mandará dar cumplimiento a las sentencias dictadas por un tribunal del otro Estado.
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Los Tratados en materia económica, tales como los acuerdos aduaneros o de complementación productiva y comercial; dirigidos a permitir una mayor integración de los sistemas económicos nacionales, en vista de obtener su mayor desarrollo y perfeccionamiento de las actividades productivas, los intercambios y la disponibilidad a menores costos de bienes y servicios.

Se trata de un campo relativamente reciente, cuyas expresiones más importantes históricamente han sido la Hansa Teutónica que estableció una unión aduanera entre ciudades costeras alemanas; los Acuerdos de Ottawa que establecieron las llamadas “preferencias imperiales” del Commonwealth de los Estados surgidos de las colonias británicas; el Tratado de Roma que en seguimiento de los acuerdos sectoriales iniciales entre Francia y Alemania luego de la Segunda Guerra Mundial sentó las bases de la actual Comunidad Europea.

En América existen algunos Tratados de este tipo, principalmente el que constituyó la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC, luego transformada en ALADI, Asociación Latinoamericana de Integración); — el Tratado de Montevideo que estableció el Mercado Común del Sur (MERCOSUR, del cual forman parte Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay con alguna participación limitada de Bolivia y Chile); — y más recientemente el Tratado del NAFTA o ALCA (Asociación de Libre Comercio de las Américas, de que por ahora forman parte Estados Unidos, Canadá y México).

Como regla general, los Tratados no tienen un plazo de vigencia; pero de todos modos, aunque no contuvieran previsiones que igualmente suelen contener al respecto, los Tratados pueden ser dejados sin efecto por voluntad unilateral de cualquiera de sus miembros, mediante los procedimientos denominados de denuncia.

Sin duda, el cuerpo más importante en materia de normas de Derecho Internacional que regulan el ejercicio del poder soberano de los Estados, está constituído actualmente por el sistema de las Naciones Unidas, surgido del Tratado de San Francisco, de 1945, luego de la Segunda Guerra Mundial; que constituye la organización jurídica de la comunidad internacional más elaborada que haya surgido a lo largo de la Historia.

El aspecto más trascendente del Tratado de San Francisco, en cuanto al ejercicio de la soberanía del Estado, es el que se refiere al régimen del empleo de la fuerza en las relaciones internacionales.

Si bien en la Historia han existido numerosos casos de Tratados internacionales por los cuales se acordó un estatuto de no-agresión entre Estados; generalmente no estaban presididos por un auténtico propósito de prescindir del recurso a la guerra, sino que, muchas veces, fueron un seguro para quedar en condiciones de que uno de los pactantes, o ambos, pudieran agredir a otros Estados — el más infame de los cuales, fue sin duda el Tratado celebrado entre el III Reich Alemán de Hitler, y la U.R.S.S., que precedió a la invasión de Polonia por ambos en 1939, y condujo al comienzo de la II Guerra Mundial.

A pesar de que al término de la I Guerra Mundial, el Pacto de la Sociedad de las Naciones, estableció un sistema jurídico internacional; no incluyó un compromiso formal de renuncia al empleo de la fuerza en las relaciones internacionales. El principal antecedente en esa materia es el Pacto Briand-Kellog, firmado en París el 27 de agosto de 1928 con la participación de 15 países, a iniciativa del Ministro de Asuntos Extranjeros de Francia Arístides Briand, y el Secretario de Estado de los EE.UU. Frank B. Kellog. Este pacto inicialmente negociado entre los EE.UU. y Francia pero abierto a la adhesión de los otros Estados, estableció la renuncia a la guerra como instrumento de política internacional de los Estados, y el compromiso de procurar el arreglo de todas las disputas por medios pacíficos.

El fracaso del Tratado Briand-Kellog, y del sistema de la Sociedad de las Naciones, en impedir la II Guerra Mundial y los diversos conflictos armados que la precedieron, se consideró debido a la inexistencia de un medio coactivo efectivo de sancionar a los países agresores. Por ello, el Tratado de San Francisco, basado en los mismos principios de no agresión, estableció un sistema de seguridad colectiva, atribuyendo al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas la potestad de ordenar el cumplimiento de medidas de fuerza por parte de sus Estados miembros, contra un Estado que violara las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas y las Resoluciones del Consejo de Seguridad adoptadas en conformidad con ella.

A partir de ello, existen tres formas jurídicamente diferenciadas de acciones bélicas, una ilegítima y dos legítimas:

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La guerra — como conducta ilegítima de un Estado agresor en violación del sistema normativo del Derecho Internacional;
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La acción colectiva legítima — emprendida por uno o más Estados para respaldar el cumplimiento de las Resoluciones del Consejo de Seguridad — que los Estados miembros de las Naciones Unidas no están obligados a hacer.
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Las acciones de defensa, legítimas, del Estado mismo o de terceros, que son de decisión unilateral de cada Estado, y que están admitidas como tales, expresamente, por la Carta de las Naciones Unidas.

Además de las acciones directamente bélicas, el sistema abarca otro tipo de medidas indudablemente graves en materia de acciones internacionales de los Estados, tales como la determinación de zonas de exclusión total o parcial a la navegación marítima o aérea y el bloqueo; cuyos casos más importantes en los últimos años fueron los referidos a la crisis de los misiles en Cuba, y a la Guerra de las Malvinas.

En consecuencia, debe concluirse que el poder soberano de los Estados en el ámbito internacional constituye la regla de principio; del mismo modo que lo es la libertad personal en el orden interno de los Estados. Ambos solamente pueden ser limitados por normas expresas, determinadas y no genéricas, que hayan sido establecidas siguiendo procedimientos jurídicamente válidos.

Como integrante de la comunidad internacional, en razón de su poder etático trasuntado en su soberania, un Estado tiene autonomía e independencia en toda materia; con las limitaciones que estrictamente resulten en forma expresa de las normas del Derecho Internacional, o de las obligaciones que voluntariamente hubiera asumido en virtud de los Tratados que hubiera aceptado otorgar.

En un estado de consolidación incompleta y de imperfecto afianzamiento jurídico como es el que posee el Derecho Internacional, la comunidad internacional y su sistema institucional ha alcanzado a su respecto un alto grado de consenso; tanto a nivel de los gobiernos como de las sociedades civilizadas. En materia de seguridad colectiva, el sistema de las Naciones Unidas pretende constituirse en un régimen de caracteres jurídicos, aplicable incluso a aquellos Estados que no formen parte del Tratado de San Francisco; y por lo tanto, ejercer en forma universal la coerción para imponer el acatamiento a sus normativas. Pero esa coerción solamente puede ser ejercida por la capacidad con que puedan contar los propios Estados, siempre y cuando estén dispuestos a ejercerla.

Los Estados nacionales siguen siendo la suprema entidad política y jurídica. Su soberanía no es absolutamente irrestricta; pero sus limitaciones son excepcionales y necesariamente han de resultar de un consentimiento previo, pero también revocable.

La pretensión que en algunas fuentes se sustenta de condicionar la soberanía del Estado a normativas internacionales no aceptadas por su destinatario — como la de aplicarlas directamente a las personas, ya sea en cuanto a derechos como a obligaciones y prohibiciones — no constituye en estos tiempos más que un ideal voluntarista; acerca de cuya valoración como un progreso, por otra parte, cabe abrigar importantes dudas.

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