Canto I – Infierno
Al promediar la senda de la vida
Me hallé de pronto en una selva oscura,
Pues había extraviado el buen camino.
Ah, ¡qué difícil es decir cómo era
Esa selva salvaje, áspera y fuerte
Que el pavor al pensarlo me renueva!
Amarga es casi como lo es la muerte:
Mas para hablar del bien que allí encontré,
Diré las otras cosas que yo viera.
Yo no sé bien cómo entré en ella,
Tanto sueño tenía en el momento
En que perdí el camino verdadero.
Mas al llegar al pie de una colina,
Allí donde aquel valle terminaba
Que el corazón de horror me compungiera,
Miré a lo alto y vislumbré su espalda
Vestida de los rayos del planeta
Que a todos lleva bien por cualquier senda.
Un poco entonces se aquietó el espanto
Que me durara un torno al corazón
La noche que pasé con tanta angustia.
Y como quien con afanoso aliento,
Saliendo al fin del piélago a la orilla,
Se vuelve al agua peligrosa y mira,
Así mi alma, que aún estaba huyendo,
Se volvió atrás para mirar el paso
Del que jamás salió persona viva.
Cuando hube dado al cuerpo algún descanso,
Me encaminé por la falda desierta
De modo que el pie firme era el más bajo.
De pronto, casi al comenzar la cuesta,
A una onza encontré, liviana y ágil,
Que de manchado pelo iba cubierta.
Ella no se apartaba de mi vista,
Antes tanto estorbaba mi camino
Que por volverme estuve muchas veces.
Era el momento en que empezaba el día
Y estaba el sol subiendo con los astros
Que iban con él cuando el amor divino
Movió primero aquellas cosas bellas;
Así que la hora y la estación tan dulce
Me hicieron esperar que ningún daño
La fiera de vistosa piel me haría:
Mas no tanto que miedo no me diera
La súbita presencia de un león,
Que pareció que contra mí viniese
Alta la testa y con hambre rabiosa,
Tal que el aire temerlo parecía,
Y de una loba que toda codicia
Diríase cargaba en su flacura
Y que tantos vivir hizo en penurias:
Ésta me hizo sentir tan deprimido
Con el terror que me infundió su vista,
Que perdí la esperanza de la altura.
Y como aquel que atesora riquezas,
Cuando llega el momento de perderlas,
En todo su pensar se aflige y llora,
Así me hizo aquella bestia inquieta
Que viniendo a mi encuentro, poco a poco,
Me iba empujando allá donde el sol calla.
Cuando hacia abajo ya me despeñaba,
Ante los ojos se me apareció
Quien por mucho callar parecía ronco.
Cuando lo vi en aquel gran desierto,
“Miserere de mí”! yo le grité
“ya seas sombra u hombre verdadero”.
Me respondió: “Hombre no, hombre ya fui
Y los padres que tuve eran lombardos;
Mantua tuvieron por patria los dos.
Nací sub Julio aunque fuese tarde
Y viví en Roma bajo el buen Augusto,
Cuando los falsos dioses mentirosos.
Poeta fui, y canté de aquel justo
Hijo de Anquises, que vino de Troya
Después que Ilión soberbia fue incendiada.
Pero tú ¿por qué vuelves a esa angustia?
¿Por qué no subes al gozoso monte
Que es principio y razón de toda dicha?”
“Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente
Que derrama de hablar tan ancho río?”
Le respondí con vergonzosa frente.
“¡Oh luz y honor de los demás poetas,
Válganme el largo estudio y el amor
Que me hicieron hurgar en tu volumen!
Tú mi maestro eres y mi autor:
Tú solo eres aquel de quien tomé
El bello estilo que me ha dado honor.
Mira la bestia que volver me hizo:
Protégeme de ella, sabio ilustre,
Pues me hace temblar venas y pulsos”.
“Tú tienes que seguir otro camino
_me contestó cuando me vio lloroso_
Para escapar de este lugar salvaje;
Porque esta bestia por la cual tu gritas
No deja a otro andar por su camino,
Mas se le opone al punto de matarlo
Y es de su natural tan mala y fiera,
Que nunca satisface su codicia
Y después de comer tiene más hambre.
Con muchos animales se amanceba;
Con más aún lo hará, mientras no venga
El Lebrel que le dé penosa muerte.
Este no comerá tierra ni peltre,
Sino virtud, amor, sabiduría,
Y nacerá entre uno y otro fieltro.
Ha de salvar a aquella Italia humilde
Por la que Euríalo y Turno y Niso, heridos,
Y la virgen Camila perecieron.
Él la perseguirá de villa en villa
Y la pondrá de nuevo en el infierno,
De donde antaño la soltó la envidia.
Yo por tu salvación pienso que debas
Seguir mis pasos; yo seré tu guía.
De aquí saldremos al lugar eterno,
Donde oirás un clamor desesperado
Y a las antiguas almas dolorosas
Verás que lloran su segunda muerte.
Luego verás a los que contentos
En el fuego, pues piensan algún día
Poder ganar la bienaventuranza.
Por fin, si a los beatos llegar quieres,
Un alma te guiará, más que yo digna:
Con ella quedarás cuando te deje,
Pues el emperador que arriba reina
No me concede a su ciudad acceso,
Porque yo en vida no observé su ley.
Impera en todas partes, allí reina.
Allí está su ciudad, allí su trono.
¡Feliz aquel a quien allí elige!”
Y yo a él: “Poeta, te suplico,
Por aquel Dios a quien no conociste,
Para huir de estos y aún peores males,
Que me lleves adonde tú dijiste
Y yo vea la puerta de San Pedro
Y a quienes muestras tan desventurados”.
Entonces echó a andar; yo le seguí.
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