La concepción heróica:
Desde el comienzo de las luchas de los pueblos invasores nórdicos por afirmarse en el territorio helénico; desde las exploraciones y conquistas por el mundo insular mediterráneo y por las costas del Asia Menor, comienza a formarse una tradición heroica que, posiblemente, ya en el 1200, se ha concretado en forma de pequeños relatos transmitidos oralmente de generación en generación.
A esta materia heroica debe agregársele otra religiosa, en la que las creencias propias son concertadas con las tradiciones míticas de los pueblos mediterráneos con los que entran en contacto. De esta manera, el fondo prehelénico-egeo-cretense, pasa a integrar la religión de este pueblo de guerreros, perdiendo su carácter fundamentalmente agrario para transformarse en un sistema adecuado al carácter heroico de estos nuevos pueblos.
Aquellos poemas legendarios de asunto heroico, recogen las hazañas de una categoría especial de hombres: son los aristos (distinguidos) que se vinculan a grupos humanos, localizados en las regiones de la Hélade, por diferentes motivos. A veces son los fundadores de un linaje, o de una ciudad, o simplemente reyes y, aún, salvadores de su pueblo en una instancia decisiva sde su historia. Luego de su muerte, su tumba se convierte en lugar de culto, honrándoseles como divinidades protectoras de aquel grupo transformados en héroes. Pero la heroización no comprende a todos los hombres por el sólo hecho de haber sido guerreros; por el contrario, solamente los distinguidos (aristos) merecen aquella celebración y culto. Para ello deben poseer areté, es decir, el conjunto de excelencias que, para aquella época y para aquel pueblo, constituyen los valores fundamentales de la persona humana, considerada aún en el círculo restringido de una clase social: la nobleza. De allí que el primer elemento que debía considerarse como un valor era el abolengo, la nobleza de sangre. La genealogía cobra importancia capital, no por sí sola, sino como estímulo para los descendientes. El aristos se jacta de descender de largo y heroico linaje, pero a la vez siente ese pasado como una obligación de acrecentar lo recibido. Sobre el abolengo se suman las excelencias que constituyen la areté heroica, que podemos sintetizar en tres grupos de elementos:
· excelencias físicas: la belleza y la fuerza;
· excelencias espirituales: el valor, la elocuencia y la sabiduría;
· excelencias morales y religiosas: la moderación, que significa no ser inflexible ni inexorable y ser modesto en la consideración del propio valer; la piedad, entendida como respeto (aidos, pudor) y como temor (sebas) por los dioses, cuya mirada vigila a los hombres para sancionar su impiedad (asebia).
Las virtudes espirituales se reflejan en las físicas; así, la belleza exterior no significa nada por sí sola, no es motivo de areté salvo en la mujer, si no está acompañada, por ejemplo, del valor. Pero tampoco la posesión de una virtud excusa la ausencia de otras: el ser valiente no le impide al héroe ser castigado por los dioses si comete impiedad y aún entre los mismos dioses, el ser poderosos no los exime de ser moderados.
Estas excelencias reconocen un doble origen: divino, como los dones hechos por los dioses a los hombres (belleza, fuerza, sabiduría), o humano, ya sea por aprendizaje (manejo de las armas, elocuencia), ya sea por la acumulación de una experiencia vital (prudencia, moderación, piedad).
La areté no significa que el héroe posea la totalidad de las excelencias. Primero, porque los dioses reparten parsimoniosamente sus dones dando a uno y a otro, o compensando a veces el don con un sufrimiento; en segundo lugar, porque esta excelencia está compensada con los defectos inherentes a la misma naturaleza humana.
No basta, sin embargo, con poseer tales excelencias; lo fundamental es la conducta distinguida. De allí que el aristos esté obligado al permanente ejercicio de su areté, sin poder renunciar a lo que es ni aún frente a la muerte. Una de las exigencias de esta conducta es el respeto por la areté ajena; la falta de respeto perjudica tanto al ofendido como al ofensor y no tiene excusa alguna. De este respeto nace el reconocimiento de la areté individual y de él surge la honra del héroe; ser honrado por sus iguales es la aspiración máxima, al punto que condiciona la conducta y perder la honra constituye motivo de grave pesar y resentimiento contra el ofensor.
Paralelamente, de todos los defectos humanos, la soberbia es el de más funestas consecuencias para el héroe. Y esta soberbia llega a transformarse en pecado de impiedad cuando la conducta del héroe roza las leyes de los dioses. El caso de Agamemnón es el primero que se ilustra en la Ilíada: desafía el poder del dios Apolo a través de su sacerdote Crises y, como castigo, el propio dios le diezma el ejército con la peste, quedando él vivo para expiar, con el dolor, su culpa. Igualmente la muerte de Héctor debe ser considerada como un caso de soberbia castigada; advertido por la sabiduría humana (Polydamas) y por la sabiduría divina (augurios de Zeus) antes de lanzarse al ataque del muro aqueo, se niega a retroceder, excesivamente confiado en su virtud militar. Reiterada la advertencia después de la muerte de Patroclo vuelve a negarse a obrar moderadamente y esto le acarrea la muerte de sus hombres primero y la propia después. De este modo, la moderación de las pasiones, el ejercicio moderado de la virtud, es la areté heroica por excelencia y la que proporciona mayor gloria entre los hombres y los dioses.
En esta sociedad aristocrática, en la que el héroe es el centro, todo lo que lo rodea goza, de una u otra manera, de igual grandeza y virtud. Así existe la areté femenina que se atribuye a diosas y mortales por igual, con lo que se aumenta la dignidad de estas. Poseen areté los animales que están vinculados a la actividad militar, los caballos, así como las armas o las naves. Pero otros objetos reciben su areté del héroe al que pertenecen, como en el caso del casco de Aquiles.
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